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Hogar Bolívar: El silencio del crepúsculo


Panamá, Julio.2009

Visitar un Asilo de Ancianos no figura, con toda seguridad, en la lista de cosas por hacer de la mayoría de la gente. Ni siquiera de la gente que tiene familiares en ellos. Parafraseando a la escritora Pearl S. Buck --primera estadounidense en ganar el Premio Nobel de Literatura--, Hubert Humphrey, vicepresidente de EEUU de 1965 a 1969, dijo que “la prueba moral de un gobierno es la manera como trata a aquellos que están en el amanecer de la vida, los niños; a aquellos que están en el crespúsculo de la vida, los ancianos; y aquellos que están en las sombras de la vida, los enfermos, necesitados e impedidos”. Recorrer el Hogar Bolívar un sábado por la tarde sirve para constatar que Panamá –como nación y como gobierno—fracasa miserablemente en esta prueba, al menos en cuanto a ancianos se refiere.


Al entrar al lugar, lo primero que salta a la vista es la falta de actividad. El silencio, solo amenizado por el ruido del viento meciendo las ramas de los árboles, es casi perturbador. Parece que el tiempo no pasa. De ninguna manera se podría pensar que en esos pabellones –Santa Luisa, San Rafael, La Milagrosa, San Vicente, San José y Sagrado Corazón-- habitan cientos de ancianos.

Al fondo, un hombre joven empuja la silla de ruedas de un anciano, una de las pocas visitas realizadas aquella tarde al asilo. Tristemente, no hay nada de especial acerca de este sábado. En este lugar los días no tienen nombre: “diría que el 10% de los ancianos se van con sus familiares para las fiestas de diciembre”, dice Flor Isabel Batista, directora del asilo. Sor Isabel pertenece a las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, quienes se hicieron cargo del asilo unos 10 años después de su fundación (en 1883 por Gabriel Duque y su fundación). Luego de pasar por varias sedes, en 1923 el Hogar se traslada a su local actual, una finca ubicada en Juan Díaz. El Hogar Bolívar llegó a tener en algún momento unos 350 ancianos. En los últimos cuatro años esa cantidad ha disminuído y, desde 2007, no se están aceptando nuevos ancianos. En la actualidad, 250 ancianos habitan el lugar, divididos en dos secciones. Unos 73 habitan la llamada “pensión” --la élite del asilo-- en la que los familiares del anciano pagan algo de dinero para que esté allí y los visitan más a menudo. El resto es la llamada “Obra Social”, en la que los familiares no aportan nada.

Según Sor Isabel, el descenso en la población de ancianos y el cierre de nuevas admisiones se debe a un motivo fundamental: la falta de dinero. El asilo cuenta con 133 trabajadores que cobran su salario de tres planillas distintas: una pagada por el Ministerio de Desarrollo Social (60 personas a $325), otra por la Lotería (8 personas a $425) y otra por el Hogar mismo (59 personas que cobran salario mínimo). Seis personas trabajan por servicios profesionales. “Aquí hay espacio de sobra. Las camas no son problema tampoco. El problema es que nadie quiere cuidar ancianos y ganar salario mínimo”, se queja la directora, una de las nueve religiosas –de las cuales solo dos son panameñas--que trabajan en el Hogar. Razón no le falta: para pagar su planilla, el asilo depende de las donaciones, las cuales son muy escasas (El Hogar Bolívar estará entre los beneficiados por el salario del presidente Martinelli y recibirá 500 dólares mensuales). Sin embargo, Sor Isabel se permite un deseo: “ojalá el Gobierno agarrara la planilla”, dice, para inmediatamente aterrizar, “pero la verdad es que les importa muy poco”.

Oriunda de Cuesta de Piedra, Chiriquí, Sor Isabel, de 62 años –y monja desde los 20-- emana ese aire de dedicación y resignación que define tan bien a este lugar. Hablar con ella, mirar sus gestos, su tono, sus expresiones, es sentir el ambiente del asilo. En sus palabras no hay alegría ni tristeza, no dice una palabra más alta que la otra. Pero en esa sobriedad, si se sabe observar, se encuentra la fuerza, el trabajo y la convicción necesarias para vivir aquí. “Trabajar con niños”, dice, recordando su paso por el Hogar San José de Malambo, “es completamente distinto. Los niños son vida, son el futuro. Aquí se siente que todo va cuesta abajo”. Estamos en uno de los pabellones femeninos de la “Obra Social”, en donde habitan unas 87 ancianas. Filas de sofás y sillas de todo tipo son ocupadas por ancianas también de todo tipo. El panorama es perturbador: aquí una anciana habla sola, soltando alaridos periódicos contra personas que solo ella ve; más allá, otra señora se balancea hacia delante y hacia atrás sin ningún motivo, como si estuviera recordando algo tremendamente triste. Al ver a Sor Isabel, muchas se le acercan, la mayoría hablándoles de cosas sin sentido. Una de ellas, Bertilda Polo, nos canta una canción de amor, evidentemente emocionada de ver visitantes.

Se acerca la hora de la cena, las tres de la tarde (el desayuno se sirve a las 7 y a las 11:30 el almuerzo). Ver comer a Dalys Castillo es quizá la experiencia más pintoresca del lugar. Con apenas 63 años y más de 20 viviendo en el asilo, es el vivo ejemplo de muchas cosas que se hicieron mal en este lugar, donde actualmente viven, junto a los ancianos, varios pacientes del clausurado Hospital Psiquiátrico. A Dalys no le gusta el arroz, y desconfía profundamente de los alimentos que le dan. “Aquí les echan cosas con jeringuillas al plato”, asegura, “para que estemos sedados y nos durmamos”. Según ella, un tío la “encerró” allí en 1989. Su paranoia no tiene límites: asegura que el lugar “carece de seguridad” y que “una colombiana que le tiene rabia” ha entrado repetidas veces a robarle y se ha llevado ya “19 o 20 radios” suyos.

En los pabellones masculinos, el ambiente no varía. Filas de sillas ocupadas por ancianos ensimismados. Miradas perdidas, movimientos lentos y expresiones inescrutables. Al fondo del pasillo, un anciano observa un juego de béisbol en una televisión donada al asilo. En una de las habitaciones, uno saca su pene y orina en un recipiente que cuelga del borde de la cama. Cerca del televisor, pero no mirándolo, se encuentra Gervasio Soto, de 76 años, y que vive hace dos años aquí. Nacido en Penonomé, asegura tener 13 hijos, seis varones y siete mujeres. Dos de ellos viven en Estados Unidos. El abandono por parte de sus familiares ha hecho mella en los ancianos: al hablar de sus hijos, Gervasio lo hace como quien habla de familiares lejanos, y cuenta, sin un rastro de emoción visible en su rostro, que su hijo Samuel “vino una vez” a visitarlo.

El genio estadounidense Henry David Thoreau escribió una vez que “nadie es tan viejo como quien perdió el entusiasmo”. La cita viene como anillo al dedo: si entrara al Hogar Bolívar, a Thoreau probablemente le daría un ataque al corazón. La falta de vida es abrumadora. Si bien es cierto que por las mañanas algunos ancianos realizan ejercicios de terapia, es casi depresivo ver la total inexistencia de actividad, la falta de familiares visitando, la desesperanza que llena cada uno de los rincones del Lugar. Los ancianos del Hogar Bolívar son los abuelos de alguien, los padres, tíos, primos y amigos de alguien. Son gente que ha dado lo mejor de sus vidas por sus familias y por este país. Las religiosas y sus colaboradores, por otro lado, realizan una titánica y admirable labor. Ellos pueden salir con la frente en alto de este lugar. El resto, Gobierno y sociedad, podría empezar a buscar su futuro en las caras de estos ancianos.



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