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Acuéstate en mi cama y amanece conmigo


Por Groder Torres Trigozo

Ella es una mujer de unos treinta y picos de años. Profesional, independiente, guapa. Casada con un tipo aburrido, renegón, barrigón. Profesional, confiado, tacaño. Llevan más de una década juntos. Ambos, con sueños y puntos de vista distintos. Muy distintos. Ella, ama su profesión, trabajar, servir a los demás. El, detesta seguir trabajando, ama la libertad, le gustaría vivir lejos, en la cima de una montaña, de la pesca, la caza y la recolección. No tiene el valor ni la confianza para hacerlo. Con serias sospechas de infidelidad.

Por eso ella, fugazmente en las noches se desliza de su Cama. El, no la siente. Ronca como tractor viejo. Se hace suficiente bulla que no la escucha escaparse. En la otra cama, encuentra ricura, calorcito humano, ternura, pureza, fidelidad. Duerme, descansa plácidamente. Eso pasa, casi todas las noches.

Ella piensa que él sospecha de tales abandonos nocturnos, por eso, al cabo de la madrugada debe volver sigilosamente. No querría tener problemas, si al despertarse notara su ausencia.

El esta tan ensimismado, interiorizado que no le importa mucho, si ella amanece o no en su cama. Está contento, si al día siguiente se levanta no enfermo, dominado por sus alergias. Sus días son felices, si a la mañana ha logrado evacuar con la misma rapidez con la que fluye el ahuashiyacu y con la misma suavidad de un “aleluya” de parroquia. Sus días de gloria chelera, mozarrón, conquistador de mujeres y domador de jefes han terminado. Hoy es la paz de cuanto marido celoso, antaño acusadores de cautivar, persuadir y seducir a cuanta asistente, secretaria y contadora colegas de trabajo. Ahora solo intenta volver a jugar fútbol, no juega más en ninguna otra cancha, y lo hace por salud, sino seguiría pensando que hacer deporte es muy cansado.

Ella esta probablemente en su mejor momento. Exitosa profesional, con dinero, heredera de una fortuna, con varias propiedades aquí y allá. Con muchos pretendientes, todos hombres jóvenes, hermosos, deportistas en su mayoría. Siempre bien vestida, con un estilo ejecutivo. Se arregla siempre con un moño. No usa lentes, debe usarlo. No lo usa porque dice que no le quedan bien.  A veces piensa que pierde el tiempo con su marido porque ya no está a la altura de crear emociones nuevas y modernas. Ya no tiene el encanto, cual veinteañero, avezado, conquistador y soñador que había conocido a principios del siglo.

Cada noche tiene que abandonar la cama fría, sosegada, perezosa de su marido. Pues de la otra cama, tiene las exigencias, cual amante necesitado, solitario, sediento por compañía, por cercanía y amor. Ella enfrenta indiferencia sino aparece a la hora convenida. Reclamos, pataletas, hasta lloriqueos. No está de acuerdo que siga durmiendo con su marido, al fin, ya durmió muchos años con él. No la necesita más. Por eso le pide con su voz suave, entrecortada, lleno de ternura que se acueste en su cama y amanezcan juntas.

A veces al amanecer, mientras le da un abrazo, le susurra: “mamá, tu dormirás conmigo hasta que yo esté en la universidad”.



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