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El pueblo, el barrio y la casa de mi infancia


Por: Marco A. Saldaña Hidalgo

Cuñumbuque, apacible Pueblo de la provincia de Lamas, se encuentra ubicada en la margen derecha del río Mayo y en la margen izquierda de la quebrada de Shitariyacu, a 9km de Tarapoto. Es la capital del distrito del mismo nombre. Tiene aproximadamente 1500 habitantes distribuidos en 5 barrios: El Puerto, La Plaza, La Boca, La Punta y Juan del Águila. La población cuñumbuquina se dedica en su gran mayoría a la actividad ganadera, en mérito a ello es conocida como “La cuenca lechera del Bajo Mayo”.

Sus principales fiestas tradicionales las ubicamos en los meses de junio: la fiesta de San Juan (24); en Julio: la fiesta patronal, con su patrono San Cristóbal (25), Santa Rosa de Lima (26) y la fiesta de Los Incas (27); en el mes de octubre: el aniversario de creación del distrito (16). De modo que, amigo lector, si quiere disfrutar de la tradición Cuñumbuquina, ahí tiene las opciones.

El río ha sido el espacio majestuoso de mi infancia y la de mis coetáneos. Ella nos preveía el agua para nuestro consumo; ahí nos bañábamos, retábamos las corrientes y sus fuerzas, cuando competíamos al cruzar a nado el río; ahí algunas de mis tardes o días libres se convertían en pesca. En Casa tenía mi anzuelo como la mayoría de pobladores. Las riberas del Mayo, desde la muyuna en el fundo de don Nelson Ríos (yo me concentraba en esta parte por lo tranquilo y silencioso que era) hasta la muyuna de don Diojanto Sánchez se poblaban de pescadores de todas las edades. El río Mayo era generoso con todos. Pero también ha enlutado a muchas familias y recuerdo a Hugo Ausber (joven estudiante del Martín de la Riva y Herrera de Lamas quien pereció ahogado al intentar refrescarse en las aguas del Mayo, debajo del puente), a Elvis Lozano (compañero del colegio quien una tarde de septiembre pereció ahogado al cruzar el río a nado, como era habitual).

También puedo recordar la plaza donde muchos nos concentrábamos para jugar. En el centro había una pileta (nunca la he visto funcionar), que la empleábamos para jugar la descartada (un juego de pelota, donde cada uno defendía su arco y era separado del juego cuando acumulaba 2 ó 3 goles en contra), o la mano (un juego colectivo de escondidas, corridas y atrapadas); el círculo de los cuenteros, nos reuníamos para contar chistes de Quevedo o historias fantásticas de tunchis, almas aparecidas, sirenas, o la madre de tal o cual árbol que estaba en el camino hacia Estero, Pampa Hermosa o Bosalao; y luego cada uno no sabía cómo regresar a su casa por el temor de encontrar al personaje de las historias.
Ahí estaba mi pueblo, con su riqueza paisajística, su tradición y su gente que la daba vida. 
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El barrio La Punta, localizado en la parte alta del pueblo, tiene dos entradas principales: la primera al comenzar la cuarta cuadra del Jr. San Cristóbal en intersección con la calle Grau; la segunda comienza en la segunda cuadra del Jr. Bartra Díaz en la intersección con el Jr. Independencia.

Mi barrio sigue siendo el mismo, aunque se ha poblado un poco, pues han construido como 06 casas en ambos lados, donde viven los hijos y nietos de los pobladores de antaño. Todos son agricultores o viven como trabajadores eventuales, salvo don Julio Sánchez que es ganadero. El calor humano sigue siendo el mismo y el olvido de sus autoridades también. Era el barrio pobre y lo sigue siendo. Y ahí recuerdo a mi “brillante” profesor de Geografía cuando yo estaba en primero de secundaria, cuando al exponer su clase sobre la comunidad se refirió así: “La Punta y el Panteón son los barrios de los pobres y descendientes lamistas…ellos tienen su propia fiesta, la fiesta de Santa Rosa de Lima”.

El feriado largo de semana santa fue ocasión para visitar el barrio y mi casa. Los vecinos, desde luego con la edad avanzada, no perdieron la alegría de verme y expresar su afecto hacía mí. Retrocedí algunos años atrás y veo a Doña María Falcón espiándome por la puerta de su casa para llamarme a tomar café. O a Doña Eteldrith Sánchez, invitándome rosquillas, huahuillos o puchcus para tomar mi café. O a Don Nelson Falcón paseando a sus hijos en unos carros de madera confeccionados por él mismo, en su improvisado taller de carpintero, a don José Mozombite azotando a su mujer, a sus hijos y a sus yernos; a mi vecino Panchito y su señora, mi vecina María, a quien por las tardes se la escuchaba cantar en quechua, como llorando, pero en realidad lloraba, mientras tejía sus pretinas (estos últimos dejaron el barrio, vendiendo sus casa y sus chacra, para ir a vivir a Pucallpa). También a Don Jorge Rivadeneira, viejo albañil que levantó los adobes de mi casa (de mi madre), nuestro reloj viviente; si lo veíamos bajar de su casa sabía que era las 6:50am, o cuando regresaba, sabía que era las 12:00m. Solía ser muy puntual y responsable con su trabajo. 

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La casa de mi infancia, casa materna, se ubica en la misma esquina central del barrio, donde se cruzan las calles San Cristóbal y Bartra Díaz. La casa de mi infancia estaba vacía (hacía una semana que desocuparon los inquilinos) y la sentí abandonada y triste. Quizá la impresión hubiera sido más extrema, si no fuera por un vecino (Felipe) que tuvo la gentileza (claro, días antes nos había llamado reclamando el pago por el servicio) de cultivar la huerta y dejarla limpia.

Mi casa y su regular huerta despertó en mí un sentimiento de nostalgia, pero al mismo tiempo de orgullo, porque en ese espacio aprendí las lecciones de la vida que ahora son esenciales: amor al trabajo, cada día había que levantarse a las 5:00am para acarrear agua del río o hacer algo en la huerta como cultivar las malezas o mantener limpio la calle; los sábados y feriados trabajar en el fundo de Don Máximo Trigozo Marina (de este trabajo quedan como recuerdo los troncos de piñones, anonas y guanábanas en las divisiones de los potreros) o en vacaciones, en la chacra de mi abuelita materna, en el alto Shitariyacu; leer, aunque los materiales de lectura fueran algunas hojas de periódico que te daban envuelto con el pescado o algún libro viejo apolillado que estaba al alcance; deseo de superación, saber que al día siguiente habría que dar examen de algún curso, entonces era necesario levantarse a las 4:00am, prender el mechero y estudiar para sacar buena nota, aunque no supiera que después del colegio había que seguir el Instituto o la Universidad. Pero había que estudiar, porque era necesario superar los niveles educativos al que llegó mi progenitora; tal era su deseo; valores fundamentales como veracidad, honestidad, respeto a las personas y la responsabilidad: en mi casa la mentira se castigaba y la buena imagen se cuidaba (pobres pero honrados y decentes era el lema), el respeto se inculcaba, sobretodo a los mayores y la responsabilidad se traducía en cumplir con nuestras obligaciones y compromisos de manera oportuna, nada que estaba previsto para hoy podías dejarlo para mañana o pasarte de la hora o la fecha señalada. Probablemente, por ahora, “sin querer queriendo” me aparte de esas normas, pero ahí está mi referente o los parámetros de mi vida adulta.

Pasar por el pueblo me es muy frecuente; entrar a mi barrio y estar en la casa de mi infancia no me había ocurrido hacía mucho tiempo, entonces decidí aprovechar la semana santa para encontrarme con mi espacio vital y seguir viviendo, sobretodo valorando más a las personas que son o que debieran ser el fin supremo de mi pueblo, tu pueblo, mi país y tu país.



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