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MADAME D' AULNOY Y LA CONDESA DE LEMOS


Marie-Catherine le Jumelle de Barneville, baronesa d’Aulnoy (1651-1705) fue una escritora francesa, es conocida por sus cuentos de hadas y por sus relatos de su viaje a España, que fue escrito en el año 1679.

Sobre su visita a la Condesa de Lemos en un convento en Lerma, Burgos, dice:

“Me pregunto el conserje del castillo de Lerma, si deseaba ver a las monjas, cuyo convento está vecino al castillo; le dije que si lo deseaba, y él nos hizo atravesar una galería, al fin de la cual descubrimos una reja, en la que aparecieron luego varias religiosas, bellas como el sol, cariñosas, regocijadas, jóvenes, discurriendo acerca de todo con acierto.

Hablando estaba yo con la abadesa cuando una niña entró a decirle algo en voz baja, y una vez concluido el recado supe que una dama de alta calidad, hija de D. Manrique de Lara, Duque de Valencia y viuda de D. Pedro Fernández de Castro, Conde de Lemos y Grande de España, vivía retirada en aquel convento, y cuando averiguaba que alguna dama francesa se detenía en Lerma, rogábale que le hiciera una visita. Prometí agradarla y la niña le llevó mi respuesta.

La dama se acercó a la reja poco rato después, vestida como las españolas de hace cien años; llevaba chapines, que son una especie de sandalias que levantan mucho el pie, y con las cuales no es posible andar sin apoyarse mucho en otra persona; sostenían a la Condesa, las dos hijas del Marques del Carpio; una rubia, cosa poco general en este país, y la otra con los cabellos negros como el azabache.

Su hermosura me sorprendió, y para mi gusto, solo las encontré algo delgadas, pero esto no es un defecto en este país donde agrada ver los huesos dibujándose a través de la piel. El traje de la Condesa de Lemos me pareció tan singular que preocupó mi atención. Aquella señora vestía una especie de corpiño de Raso Negro abrochado con gruesos rubíes de un valor considerable, y tan subido el cuello como un ajustador, con mangas estrechas rematadas en altas hombreras.

Un espantoso guardainfante que le permitía sentarse como no fuera en el suelo, sostenía una falda bastante corta de raso negro, acuchillada profusamente con brocado de oro. Llevaba un cuello alechugado y collar de magnificas perlas y diamantes.

Sus cabellos eran blancos, pero los ocultaba cuidadosamente bajo una blonda negra. Tenía setenta y cinco años, y juzgué que habría sido extraordinariamente bella; sus ojos brillaban aún y su piel estaba tersa sin la más insignificante arruga; fuera difícil encontrar un carácter más delicado y más vehemente que el de la anciana condesa. Su talento chispeante y su figura hermosa según me refirieron, han llamado mucho la atención entre la sociedad de su tiempo; yo la contemplaba como se mira una interesante antigüedad”.



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