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El temblor de los niños.

Es jueves. Son las 7:18 am.


Tengo cinco años y mi madre me ha dejado dormir hasta tarde porque tengo gripa y no iré a la escuela. Estoy teniendo un sueño padrísimo en el que Talina Fernández es la conductora de un programa de concursos y yo acabo de ganarme un reloj. El público aplaude. Son las 7:19 am. Mi cama se mueve. Ha de ser por los aplausos. Abro los ojos y el movimiento se hace más fuerte. Ya no estoy soñando. Mamá intenta cargarme y no logra ni siquiera levantarme de la cama. Se sienta conmigo y me abraza. Todo se mueve. No entiendo qué pasa. La lámpara de gotas verdes que está en el pasillo suena con un repiqueteo Algo macabro.

Cuando el movimiento cesa, Mari y Gaby, las chicas que nos ayudan con la limpieza, han llegado también a mi cuarto. Ambas lloran y mi mamá intenta tranquilizarlas. El edificio deja de moverse y yo sigo sin entender qué pasó. Mis abuelos, con quienes también vivimos, están de viaje por Europa, ¿allá también se habrá movido todo? Mamá se va a la oficina pero regresa temprano. Nadie logra dimensionar lo sucedido. No es sino hasta que va en camino que descubre que muy cerca de su trabajo se cayeron muchos edificios. En este entonces, las noticias no vuelan a la velocidad desbocada con la que corren hoy. Pasamos el resto del día esperando noticias de mis abuelitos.

Es viernes. Mamá está un poco rara, como si algo le preocupara. Gaby y Mary le preguntan si ya pudo hablar con los abuelos y ella solo niega con la cabeza. Para distraernos, me propone hacer bísquets. Me encanta la idea, así que rápidamente traigo una de mis sillitas y me subo para alcanzar la barra y ayudarle a amasar. El piso empieza a moverse de nuevo. Mamá me carga y me lleva al patio en donde está el lavadero. Mari y Gaby ya están ahí. Las dos rezan. Las cuatro lloramos. El repiqueteo de la lámpara del corredor entona una nueva melodía y nuestro departamento en la cuarta planta se mueve al mismo ritmo. Mami, tengo mucho miedo, ya no quiero que se mueva el piso.

Días después, mamá y yo tenemos que ir a la colonia Roma a recoger los lentes de contacto que había mandado a hacer días antes. Rumbo al laboratorio, me pide  recostarme en el asiento de atrás y no levantar la vista. Obedezco y miro el techo del coche. A nuestro paso veo también los árboles y unas montañas altas de cascajo que están a la misma altura. 

El edificio de la óptica tiene varias rayitas de diferentes tamaños sobre la pintura. Subimos al tercer piso y al estar pagando los lentes algo truena. Una ventana. Para cuando me doy cuenta, el oftalmólogo ya me está cargando escaleras abajo con mi mamá y su secretaria detrás de nosotros. ¿Otra vez se va a mover todo? Mami, tengo mucho miedo. Llegamos a la planta baja y no se mueve nada. La ventana sólo había quedado resentida por el temblor de días antes.

 

resentido, resentida. adjetivo


Que ha recibido un daño o deterioro cuyos efectos durarán un tiempo.

 

La secretaria del doctor llora y yo le hago segunda. De regreso a casa ya no me recuesto sobre el asiento de atrás. Observo todo. Por primera vez en la vida entiendo que la tierra que piso no solo puede moverse sin advertencia alguna, sino que con ese movimiento puede tirar casas, edificios, restaurantes y oficinas. Por primera vez entiendo que a los terremotos no les importa si dentro de esos lugares hay personas.

Durante los días posteriores a estos tres acontecimientos no pude dormir. Me despertaba por las noches diciéndole a mamá que estaba temblando, y si alguien tenía el mal tino de mover a su paso la lámpara de gotas verdes, inmediatamente me ponía a llorar. El pediatra me recetó tranquilizantes. La asociación de aquel sonido con los temblores duró años. A nadie se le ocurrió quitarla.

La suerte me hizo nacer en una ciudad tan cosmopolita como sísmica, así que septiembre de 1985 solamente inauguró mi pésima relación con los temblores. De ahí a 2017 viví varios. Por lo menos los primeros veinticinco años, y hasta la creación de la Alerta Sísmica pasé por ellos hecha un mar de llanto desde el segundo uno y hasta que la tierra lograba apaciguarse. En cuanto mi cuerpo reconocía el movimiento se detonaba un terror absoluto que me dejaba perpleja y llorando sin siquiera hacer grandes aspavientos. Era una especie de bloqueo que me llevaba de regreso a mi primer terremoto. Tuvieron que pasar muchos años para saber que se trataba de algo llamado “estrés post-traumático”.

A lo largo de esos años, mucha gente llegó a cuestionarme por qué me ponía tan mal en cuanto sentía el primer movimiento de la tierra “si nunca me había pasado nada”. Comprendo que sería incluso ofensivo comparar mi miedo con el de alguien que sobrevivió a un derrumbe, o cualquiera de mis sentimientos con el dolor de alguien que haya perdido a un ser querido en una tragedia como esta, pero lo cierto es que el 85 y el 2017 de una u otra forma nos pasaron a todos, nos afectaron a todos, nos derrumbaron a todos y, a los que tuvimos la fortuna de sobrevivirlos, nos obligaron a reconstruirnos.

A los cinco años entendí por primera vez que podía morir atrapada por mi propia casa. Los adultos, inmersos en su propio miedo y ocupados en el rescate, el apoyo a damnificados y la reconstrucción, no tuvieron mucho tiempo de ponerse a pensar en la frase con la que inicio este párrafo y que, estoy segura, se replica en muchísima gente de mi generación. A diferencia de otros sucesos que pueden ocultarse a los niños para evitar que se asusten, un terremoto no hay manera de hacerlo. Tampoco es posible evitar que vuelvan a la escuela y escuchen todas las historias personales de amigos y maestros. Después de un sismo, todos tenemos una necesidad enorme de hablar y de, a través de la propia historia, hacer comunidad.

No fue sino hasta que comencé a vivir sola que entendí que debía empezar a entrenar mi velocidad de reacción y a controlar el llanto sin ayuda de nadie. De lo contrario, las probabilidades de quedarme atrapada en algún lado eran bastante altas.

Con un poco de práctica, patrocinada por la ciudad de los volcanes y su sismisidad constante, logré deshacerme del llanto y conservar únicamente el miedo en un nivel tal que, después de varios ensayos de diferente magnitud, hoy sigue ahí pero ya me permite tener un plan de acción que incluye la entereza suficiente para  tomar el celular, ponerme los zapatos, un chaleco que siempre está en la puerta, y salir corriendo con todo y dos perros. Solo una vez me he acordado de tomar también la mochila de emergencia.

Desde hace años se espera otro gran sismo con el mismo epicentro que el de 1985, así que durante varios años y hasta antes del 2017, cada vez que empezaba a temblar siempre pensaba “Este sí es el “bueno””. Como si con esas palabras tuviera el poder de calmarme a mí y de calmar también a la tierra. Me parece que lo hacía como una estrategia de preparación para que si todo se ponía feo, no me cayera tan de peso; para que cuando pasara pudiera decir “Ni estuvo tan fuerte”. Hasta que no pasó así.

 

Es martes. Son las 11:47 pm.

Tengo 37 años y estoy tan de buenas que decido poner música a todo volumen. Abro Twitter para revisar en qué anda el mundo. Son las 11:48 pm. De pronto todos los tuits anuncian un sismo. Qué va. Ya soy super madura. No pienso salir corriendo. Ya si veo que se pone feo, agarro a mis perritas. Total, estamos en la planta baja.

Las 11:49 pm. La tierra se arranca con su movimiento rítmico que de pronto agarra más velocidad. Se me quita lo adulta y lo valiente. Salgo corriendo con mis dos mascotas y los vecinos nos miran raro porque siendo la que está más cerca de la puerta soy la última en salir. El sismo no para y mi calle se mece de lado a lado. Algunas vecinas rezan; otras gritan. En el cielo hay unas luces raras y a lo lejos se escucha que algo truena. Alguien grita que se cayó algo y estoy a punto de volver a mis viejas costumbres de quedarme bloqueada y llorar sin control, pero la tierra se va calmando y todos los presentes con ella.

Después de varios minutos, todos volvemos a nuestros departamentos y comienzan las llamadas y los mensajes de quienes no viven conmigo. Todos estamos bien. Sólo fue el sustazo y si en esta ciudad tenemos doctorado en algo, es en sustos mayúsculos. No pasa nada. Esto no es 1985.

Entro nuevamente a Twitter. En estos tiempos no hay mejor lugar para trabajar la congoja compartida. Ahí descubro que Oaxaca y Chiapas – el epicentro –  no corrieron con la misma suerte que la capital del país. Hay muchos daños, damnificados, heridos y muertos. Comienza el recuento, se intensifica por la mañana y continúa a lo largo de los días. La tragedia nos toca a todos pero a los de la Ciudad de México nos toca de lejos y lo único que puede hacerse en esos casos, si se desea, es buscar la forma de ayudar. No pasa nada.

 

Es martes. Son las 11:00 am.

Estoy en el super. Vine a comprar una buena despensa que mi amiga Maura y yo llevaremos a un centro de acopio para los damnificados de Oaxaca. Suena la Alerta Sísmica que conmemora el terremoto de 1985 con un macro simulacro. Como todo el mundo sabe que solo es un simulacro, nadie se asusta. Los empleados de la Comercial Mexicana abandonan sus puestos de trabajo lentamente mientras platican y ríen. No hay contacto ni siquiera visual con los clientes. Todos caminan hacia las cajas en donde yo ya estoy formada para pagar. No hay protocolos de nada.

Otra amiga me recuerda con un tuit en tono burlón que no me asuste, que solo es un simulacro. Le contesto algo igual de gracioso y sigo pasando mis cosas del carrito a la banda. El simulacro solo se hizo por cumplir, a pesar de lo vivido días antes. Cuando llego por Maura le cuento cómo me impactó ver que el supermercado no tuviera ni medio plan de contingencia.

Son las 12:50 pm. Ya entregamos la despensa y estamos buscando un lugar en la Condesa para comer y tomar algo. Un muchacho nos recomienda el restaurante que está en el último piso del hotel Parque México. Nos dice que tiene una vista increíble. Subimos a la terraza por un elevador antiguo en el que si acaso caben tres personas. El piso de la terraza es de madera y, como nos lo habían prometido, la vista es espectacular. Es un día soleado.

Pedimos un par de chelas y botana. Es la 1:14 pm. El piso de madera cruje y brinca ligeramente. Instintivamente me asomo a Ámsterdam. Seguro fue un camión de basura. El piso continúa brincando, ahora un poco más fuerte. En cuanto retomo mi posición en la silla, la chica sentada atrás de nosotras anuncia a gritos que está temblando. “Este sí es el “bueno””, pienso. En ese momento todavía no lo sabemos, pero esta vez tengo razón y el sismo viene de tan cerca, que incluso le ganó a la Alerta Sísmica.

Maura y yo nos levantamos de la mesa y yo todavía me doy el lujo de regresar a ella porque me doy cuenta de que se me quedaron los lentes obscuros. Los tomo y el movimiento se arranca con más fuerza, ahora también de lado a lado. Más brincos, es oscilatorio y trepidatorio. Esto se va a poner feo.

Maura, con su paz de santa, me toma de la mano mientras al mismo tiempo tranquiliza a un uruguayo que camina aterrado detrás de nosotras. Nos dirigen a unas gradas en la misma azotea y solo veo como el edificio de en frente se tambalea de un lado a otro cual si estuviera hecho de goma. Mi amiga, que no es partidaria del contacto físico, me abraza. Debo tener una cara de miedo tal, que la llevo a romper con sus principios sobre la proximidad.

Aquello se calma y nos indican que bajemos de dos en dos por unas escaleras igual de anchas que el elevador antiguo. Tocamos tierra y Maura vuelca sus nervios todavía imperceptibles a la vista en prender un cigarro. Alguien grita que lo apague, que hay una fuga de gas. Empiezan a llegar los mensajes y las llamadas. Mi madre no contesta ninguno de los dos. Alguien dice que hay un edificio derrumbado en Baja California y se me vienen las ya conocidas ganas de llorar como bebé porque ella trabaja sobre esa avenida e Insurgentes.

Maura me dice que salgamos de ahí lo antes posible. Todo está a punto de volverse un caos. Estamos en uno de los ojos del huracán y no tenemos ni idea. Alrededor de todo el parque cuya vista disfrutábamos hace minutos, hay varios edificios derrumbados o a punto de colapsar. Nos subimos al coche y al llegar a Insurgentes nos topamos con un éxodo. Varios metrobuses están detenidos sobre su carril y la gente se está bajando para caminar por la avenida. Son muchos. Vemos edificios cuarteados y con vidrios rotos pero nada derrumbado.

El Whatsapp pierde la batalla de la saturación y deja de recibir o enviar mensajes. Mamá sigue sin contestar. La radio dice que fueron más de siete grados y que el epicentro fue en Morelos. Otros dicen que en Puebla y otros más juegan con la idea de que en realidad fueron dos sismos que chocaron. Empiezan a caer las noticias. Hay edificios derrumbados. Varios de ellos en la colonia Del Valle, que fue la mía hasta solo un año antes.

El tráfico y los peatones no nos permiten avanzar más, así que Maura me propone estacionarnos sobre alguna de las calles aledañas e ir a buscar a mi madre caminando. Las cuadras que me tardé en llegar me devolvieron el miedo de la infancia. Pasamos por el hospital Metropolitano y había muchos doctores, enfermeras y pacientes afuera. Varios con oxígeno, sillas de ruedas y hasta en camillas.

Mi madre y sus compañeros estaban afuera del edificio en donde trabajaban. Estaba en pie, pero tan dañado que jamás regresaron a trabajar ahí. Al verme me abrazó y se puso a llorar mientras me contaba que acababan de presenciar la explosión de un tanque de gas ubicado en la azotea de un edificio que estaba en frente. La abracé también y si me aguanté las ganas de llorar con ella fue para no invocar a los demonios de mis miedos infantiles.

Esta vez, y a diferencia de días antes, a los citadinos la tragedia nos había tocado de cerca. A dos cuadras de mi casa había un edificio que abajo tenía una tintorería y una tiendita a la que solía pasar a comprar cualquier chuchería cuando caminaba a casa desde el metro Eugenia. Se derrumbó la mitad y la otra parte quedó intacta mostrando muebles, fotografías y varias pertenencias de sus habitantes. Una de las inquilinas había ido por pan a La Esperanza y cuando volvió se había quedado sin nada. Bastan segundos para rompernos la rutina para siempre.

En mi ex colonia y muy cerca de mi ex casa, había al menos tres edificios completamente colapsados, con sus respectivas e irreparables pérdidas humanas. El aire de la ciudad se llenó de un olor extraño y de una sensación de vulnerabilidad constante. Nuevamente se nos recordaba que la poca calma que podamos tener viviendo aquí, puede todavía ser menos. Quienes habitamos la Ciudad de México, hace mucho que aprendimos a vivir con plena seguridad en nada, pero cuando las cosas suceden de manera tan inesperada y tan tétrica como para repetirse en una misma fecha, la inseguridad llega a su máxima potencia y recuperar la calma toma mucho tiempo, si es que algún día sucede.

Bañarse sin música y rápido, no subir a edificios altos y confundir al vendedor de tamales oaxaqueños con la Alerta Sísmica son solo algunas secuelas que deja un sismo. Es prácticamente imposible no pensar en todo aquello que, junto con valiosas vidas, se queda bajo los escombros. No queda más que buscar la forma de apaciguar el miedo y la incertidumbre. La única forma de hacerlo de verdad es ayudando. Cada quien buscó cómo hacerlo y las tareas eran tantas, que quien quiso encontró en donde depositar sus buenas intenciones.

Los sismos son sensibilizadores naturales. A uno le da por pensar en gente en la que no había pensado y dan ganas de mandar mensajes, correos, de hacer llamadas solo para preguntar “¿Estás bien?”. Uno hace esa pregunta sabiendo de antemano la respuesta del otro porque nadie después de un terremoto está bien. Preguntárnoslo unos a otros nos devuelve cierta sensación de hacer equipo. La pregunta siempre lleva como subtexto una respuesta propia. “Yo tampoco estoy bien; estamos juntos en esto”.

Unos amigos abrieron su restaurante exclusivamente para alimentar gratis a los rescatistas que trabajaban en los escombros del edificio que se derrumbó sobre Gabriel Mancera. Hasta ahí llegaron dos muchachos, un chico y una chica, a contarnos que además del olor a muerte y la constante probabilidad de encontrar a alguien, en el mejor de los casos vivo, lo más dificil era remover los restos del edificio y encontrar fotografías familiares, libros, juguetes, ropa de bebé. La constancia de que sobre cada uno de aquellos pisos, de pronto convertidos en un montón de escombros, alguien había construido toda una vida solo hacía que la labor, de por sí pesada, se sintiera como algo emocionalmente extenuante. Algunos habían salido por la mañana y jamás podrían volver. Otros, los menos afortunados, se habían despedido de este mundo rodeados de sus cachitos de vida: quizá al lado de sus seres queridos, de sus compañeros de trabajo o de sus mascotas, y, seguramente, sintiendo un miedo incomparable a cualquier otro.

Para quienes sobrevivimos a algo así, una forma de enfrentar el miedo y sacarlo de tu sistema, aunque sea momentáneamente, es ponerte en movimiento; hacer algo. Ayudar a la reconstrucción colectiva puede ser un método muy eficaz de reconstrucción personal. Hay que acercarse al dolor, no recostarse sobre el asiento trasero para no ver nada. Para que la herida vaya cerrando es necesario recorrer con una mirada compasiva el mapa completo de la tragedia. Después de un terremoto, todos los que lo vivimos compartimos una especie de duelo. La tierra deja de moverse después de unos minutos, pero las réplicas más fuertes se dan dentro de cada uno porque nos descubrimos a merced de algo mucho más grande y mucho más poderoso.

En mi caso, no tengo la valentía ni el temple que se requieren para ayudar con la remoción de escombros, así que decidí usar mi auto para recorrer la ciudad de lado a lado llevando medicinas, comida para los rescatistas, alimento para perro, entre otras cosas. Esto me dio un plano general del desastre. No importaba la alcaldía, en todos lados el ambiente era desolador. Lo mismo llevamos insulina al colegio Enrique Rébsamen, sandwiches para los voluntarios, que croquetas para los perros rescatistas a la unidad de Tlalpan o a varios albergues de las colonias Narvarte, Condesa y Roma. Por las noches el cansancio era una sensación extraña. Cargar bultos e ir de un lado a otro era un desgaste físico, pero en cualquier lado al que llegábamos, el corazón se rompía de nuevo. No hay energía ni voluntad que alcancen para salir airoso de ello.

Durante el día, lograba encontrar un poco de calma. Las tareas de carga y repartición me mantenían con la cabeza ocupada, pero en cuanto el sol empezaba a meterse me llenaba una ansiedad casi incontrolable. Uno sabe que si ya pasó una vez, puede volver a pasar en cualquier momento y la palabra “réplica” se convierte en un taladro mental. Las noches se complican porque no hay manera de estar alerta durante el sueño, así que uno prefiere sacrificar el descanso y pasar la noche en vela, con los zapatos muy cerca.

Solo dos semanas después tuve que ir a Guanajuato por motivos de trabajo. Me llevé dos maletas: la del viaje y mi mochila de emergencia. Antes de salir de casa metí en ella aquello que no estaba dispuesta a perder. Lo hice pensando en que si por algún motivo había otro terremoto y yo regresaba a encontrar mi casa bajo escombros, por lo menos habría “salvado” las cosas que para mí son más valiosas. Metí dos mudas de ropa, un radio de pilas, una linterna, una USB con documentos importantes, mi pasaporte, comida para mis perras, comida para mí, las cartas que mi abuela le escribió a mi abuelo después de que murió y algunas fotos. Han pasado tres años y aunque la mochila ha cambiado de contenido a lo largo de los meses, aún sigue sobre la silla del pasillo “por si las dudas”.

Pensé mucho en aquellos que sólo tuvieron unos minutos para volver a sus casas a medio derrumbar y recoger lo más importante. Me pregunté cómo haría yo esa lista de cosas imprescindibles en mi vida o de aquello sin lo que no podría vivir. Me di cuenta que era tan poco y que aún así, de haber estado en esa situación, el apego me habría dolido muchísimo. Uno va creando el mapa de su vida con retazos de objetos y memorias. Perderlo todo en minutos debe ser un shock enorme.

En aquel viaje a Guanajuato descubrí que allá sabían del temblor pero no lo dimensionaban. Llegué a dar mi curso pensando que al decirles de dónde venía, todos me preguntarían consternados qué había pasado, cómo estaba todo en CDMX. No fue así. Estaba a sólo 4 horas de mi ciudad hecha pedazos y a los guanajuatenses parecía importarles muy poco lo ocurrido. Y claro que no era por que fueran malas personas, es que la cercanía geográfica está íntimamente relacionada con el grado de importancia y empatía con que nos toca un acontecimiento. Eso sí, agradecí enormemente los cinco días que pasé allá porque esas cuatro noches me ayudaron a recuperar la energía. Por fin pude dormir de corrido y sin sentir que la Alerta me despertaría en cualquier momento y también pude bañarme con toda calma.

A diferencia de lo sucedido en 1985, esta vez se dedicaron varios esfuerzos a ocuparse de la recuperación emocional de los niños. Se hicieron libros, charlas, y muchos lugares ofrecían servicios gratuitos de terapia y apoyo. Cuando la herida todavía estaba abierta, recibí la oferta de una editorial para ir a algunas escuelas de CDMX, el Estado de México y Puebla - uno de los lugares más afectados por el sismo - a contarles a los niños un cuento sobre temblores y resiliencia.  La idea era que en lugar de tenerles miedo, ellos entendieran que viven en una zona sísmica, que lo que había pasado muy probablemente volverá a repetirse en algún momento y que la única forma de protegerse es sabiendo actuar.

Todo sonaba muy bonito en la teoría. Me dieron una presentación con imágenes y el texto que las acompañaría a manera de guión. En la primera escuela, un colegio privado de la colonia San Rafael, me di cuenta de que los niños más que escucharme contar la historia, tenían una necesidad enorme de hablar, de contar cómo se habían sentido durante y después del temblor. Después fui a una escuela en Cabeza de Juárez y entendí algo: Los niños no tenían ganas de escucharme hablar del temblor con voces fingidas y viendo imágenes que no les respresentaban gran cosa.

Los niños querían hablar. Para mi siguiente presentación, cambié la dinámica. Sí, les conté la historia y hablamos de cómo podían protegerse, pero al final hubo una ronda en la que les pasé el micrófono y varios de ellos pudieron contar en dónde estaban cuando empezó el sismo, cómo lo habían vivido, si habían perdido algo y cómo se sentían al respecto. La cantidad de manitas levantadas era enorme y yo solo iba estirando el tiempo de la actividad lo más posible. Quería que todos los que necesitaran hacerlo pudieran contar su versión, desahogarse. No se trataba de decirles “No pasa nada”, se trataba de escuchar y de alguna manera decirles “Sí pasó. Nos pasó a todos. Está bien tener miedo”. Al final los niños, que sin duda tienen el alma más noble, se acercaron a darme las gracias.

Cuando tuve que hacer lo mismo pero en la ciudad de Puebla, resultó que las escuelas en las que se narraría el cuento eran mucho más grandes y me presentaría al mismo tiempo frente a niños de varios grados, por lo que el reto era mayor. Pasar el micrófono entre los asistentes habría sido un caos sin fin que únicamente generaría frustración. Así que tomé la presentación y la adecué para intentar convertirla en algo más participativo que cautivo.

Les conté el cuento pero en cada parte añadí una “actividad de desahogo” que incluyó cosas como dibujar una mano y ponerle a cada dedo el nombre de las personas en las que podían confiar para salir bien librados de un temblor. Todos incluían al menos a alguno de sus padres, a sus abuelitos, tíos, primos y amigos. Al final, a todos les pedía que al centro de la mano escribieran su propio nombre. La idea era hacerles ver que la primera persona en la que deben confiar para salvarse eran ellos mismos.

La última actividad de desahogo era un grito. Está comprobado que ante situaciones de riesgo, el cuerpo muchas veces reacciona dejando de respirar. Esto tiene consecuencias en la acción y en el pensamiento. Si el cerebro no está bien oxigenado, no podemos tomar decisiones acertadas tan fácilmente. Así que el primer ejercicio consistía en inhalar profundo tres veces, para luego inhalar y al exhalar soltar un sonido tan fuerte como el miedo que habían sentido desde el día del temblor. No había reglas. Podía ser un sonido cualquiera o un grito. El resultado dejaba a cualquiera con la piel chinita. Después convertimos el miedo y la ansiedad en un aplauso tan intenso como su miedo. Sus caritas de alivio después de la presentación eran increibles. Muchos se acercaron a abrazarme. La misión había sido cumplida y de alguna manera con ello sanaba también a la niña insomne que fui en 1985. “Va a volver a pasar, pero vas a estar bien”.

Reconstruir las emociones de los niños después de que son sacudidas de manera abrupta tendría que ser prioridad. Los sismos dejarán en ellos huellas permanentes. El descubrimiento de su propia fragilidad es un golpe fuerte a la inocencia. Tanto en 1985 como en 2017 muchos niños vivieron en carne propia la pérdida. Muchos se quedaron sin hogar o sin escuela y con ello perdieron también todos los referentes de su vida que había en ambos lugares. Para la mayoría de los niños, la casa y la escuela son las base de todo. Otros más sufrieron la pérdida de familiares, maestros, amigos. Muchos de ellos incluso lo presenciaron.

Los niños son sumamente sensibles a las preocupaciones de los adultos y muchas veces prefieren ocultar sus emociones para no agobiar más a quienes ya, de por sí, notan descompensados. Otras veces, simplemente no saben detectar lo que les sucede y por ende tampoco saben cómo resolverlo. Es entonces cuando posiblemente comenzarán a actuarlo. Llanto, agresión, irritabilidad, insomnio, son solo algunas de las formas en las que el estrés post-traumático se muestra en los más pequeños y a veces esas manifestaciones también crecen con ellos.

Después de un sismo todos necesitamos un abrazo que nos junte las piezas desacomodadas en el movimiento telúrico; los niños lo necesitan más que nadie y en su caso, dicho abrazo debe ser no solo físico, sino también emocional. Hay que ayudarles primero a localizar y reconocer su sentimiento, validarlo, platicarlo cuantas veces se requiera, informarlos. Por naturaleza, los niños siempre han querido saber más, pero los de ahora tienen la ventaja de poder enterarse de las cosas de manera directa o indirecta; ya sea por la apertura de sus padres o por una curiosidad saciada en Google. Sea como sea, llegarán a sus propias conclusiones.

El terreno fértil que es una mente infantil muchas veces permite que los más jóvenes elaboren mejor que los adultos cualquier situación, sobre todo aquellas que a los mayores nos ponen los pelos de punta. Sin embargo, para que los niños logren alcanzar conclusiones que les sean realmente útiles a futuro, es necesario acompañarlos. Quizá en eso estas nuevas generaciones sean más afortunados que la mía. A muchos de nosotros solo se nos pedía no mirar, como si con ello pudiera desaparecer todo lo malo, incluido el miedo.

 

Es lunes. Son las 11:26 pm.

 

Tengo claro en dónde vivo y sé que el de 1985 y los de 2017 son solo precuelas de los sismos que faltan. Estoy muy lejos de ser aquella niña de cinco años. Hoy soy una mujer de cuarenta que ha sobrevivido a dos grandes terremotos. Soy yo quien ahora tiene que abrazar a esa niñita. También siento la enorme responsabilidad de estar preparada para el siguiente, no sólo para reaccionar lo mejor posible y estar bien yo, sino para lo que viene después.

 

Necesito prepararme de manera profesional para rescatar los corazones aterrados de muchos niños que, como me pasó a mí, descubrirán demasiado pronto que pueden morir en cualquier momento y cargarán con esa idea hasta que alguien más los abrace o hasta que comprendan que deben abrazarse a sí mismos. Para ello es necesario darles herramientas que no los dejen paralizados, que les permitan ayudar a otros y, sobre todo, que les den la oportunidad de accionar.

 

Va a volver a temblar, pero estaremos bien.

Va a volver a temblar, pero estaremos bien.



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