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En las afueras del hoy...

Las 8:11 am. Un débil sol comenzaba a anunciarse en esta fría mañana de unos 6 grados centígrados. Me salía humo por la nariz y la boca. Abrigo, bufanda y guantes más la resignación que me da saber que por lo menos no llueve. Salgo de la estación del tren a esperar el autobús para ir a clases.

Un hervidero de cigarrillos de todos los aromas posibles, sumado a todos los colores de guantes y bufandas, chaquetas y sombreros, bostezos e indiferencias imaginables me aguardaba. Entre ellos me abrí paso para ver la pizarra del horario de los autobuses. Al mío, según, le faltaba un minuto para llegar. Me volteé para ver la llegada de otro autobús, esperando que me sacara del frío y la nube de nicotina... y allí estaban.

En la esquina externa de la caseta del vendedor de tickets. Allí, vestidos de ansiedad y sonrisas. El sostenía con una mano el manubrio de su bicicleta. Con la otra le abrazaba delicadamente el cuello, con sus dedos perdidos en las rubias ondulaciones de la ceniza cabellera de ella.

Allí, amparados por el viento, iluminados por el alba, en una neblina de bostezos y modorra, se miraban a los ojos y se besaban una y otra vez, con prisa, con brevedad. Entre beso y beso se decían pequeñas cosas que para ellos han de haber sido importantes. Yo alcanzaba a ver más el rostro de él que el de ella. Y por su manera de mirarla, esa mirada de ternura afiebrada, y su impetuosidad no me quedaron dudas de que la ama.

La ama con la certeza de que nunca el tiempo es bastante para besarla lo suficiente. Con la certeza de que cualquier pequeña ocasión para verla era poco tiempo para decirle todo lo importante que es para él. Con la certeza de que debía prestar toda la atención que pudiera darle a los ojos de ella y no a los ojos de alguien más que pudiera estar viéndolos.

La amó con todo lo que sentía en ese momento. Por culpa del implacable paso del tiempo, no le quedó más que tomar su bicicleta y alejarse de ella. Cada uno seguiría su rumbo.

Ella se quedó hablando con su amiga. El volteó a verla por última vez antes de subir al sillín de la bicicleta. Frente a mí, dos muchachas de la misma edad de ellos se reían a propósito de la escena que acababan de presenciar.

A las 8:15 am me quedé turbada en la parada del autobús en la estación de Brujas y una sola pregunta me pasaba por la mente...

"En qué momento nos convencemos de que el amor ha de dejar de ser esa erupción de ternura y ansiedad, esa necesidad de querer decir todo lo que sentimos para que nunca nos sientan lejos en un espacio de tiempo que siempre se nos queda corto, para convertirse en una perpetuidad de discretos afectos y vacíos de costumbrismo?"

Y me pregunto mucho más... pero eso no lo sabrá nadie ahora...



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