Get Even More Visitors To Your Blog, Upgrade To A Business Listing >>

Antolín, Obispo de Jaén (II)

Tags: atildeiexcl

Busto en terracota. Museo de Valencia

Sesión del 14 de abril de 1869

El Sr.PRESIDENTE: Continúa el debate del dictamen de la comisión sobre el proyecto constitucional.

El Sr. Monescillo (Obispo de Jaén) sigue en el uso de la palabra.

El Sr.MONESCILLO(Obispo de Jaén) : Señor Presidente, no conozco el Reglamento por el cual se rije esta Cámara, y en su virtud no tendrá nada de particular que haya algún exceso en la medida de mi discurso ó en alguna de las cosas que he de tratar; por lo tanto, ruego á S. S. que no tenga inconveniente en hacerme las advertencias que estime necesarias. Callaré si V. S. me lo advierte; hablaré cuando V. S. me lo permita.

El Sr.PRESIDENTE: El Presidente tiene la seguridad de que no necesitará hacer uso del permiso que le concede S. S.

El Sr.MONESCILLO(Obispo de Jaén): Muchas gracias, Sres. Diputados: habíamos entrado ayer en una cuestión que yo llamaba trascendental; creo que vosotros la calificáis de la misma manera; no debo esperar otra cosa de vuestro juicio calificativo. Siendo la unidad el carácter que tienen todos los seres, no había de estar privada de este carácter la unidad católica, la religión única y verdadera. A este propósito os dije ayer lo que todos sabéis, porque es el dogma de siempre, de la antigua escuela y de la moderna escuela, la verdad de hoy, la de mañana y la de todos los tiempos: que todos seremos uno, como una es la verdadera unidad católica, que necesariamente es una y no puede ser muchas; unidad que es y tiene que ser exclusiva. Creo que todos lo comprenderéis así: que lo único es exclusivo.

Mi personalidad es mía, exclusiva, solo mía: es tan exclusiva como la ley de la impenetrabilidad, que donde hay un cuerpo no puede haber otro. De manera que en la religión no cabe, por ejemplo, el error con la verdad, la luz con las tinieblas. La tolerancia no nos asusta en el concepto que se presume; por el contrario, nosotros la predicamos según el divino precepto: diligile hominis: amad á todos los hombres, pero detestad el error. Ved por qué la verdad no es nuestra, no nos pertenece, sino que es el objetivo: ella está en la parte á donde miramos. Si el objeto es la luz, allí no podemos ver tinieblas, y sí el objeto es tinieblas, no podemos ver luz . Esto es elemental, sencillo, y nadie lo desconoce. Pero hay necesidad de entrar por este camino para llegar al punto á donde nos dirigimos: á defender la unidad católica, y defendiéndola, defendemos la verdad, os defendemos á vosotros todos, á vuestros intereses, á vuestras familias. Yo sé que en estos bancos se sientan muchas personas que han traído de sus respectivos pueblos las mismas aspiraciones que yo: las de defender la unidad católica, convencidos de que así defienden el gran carácter de la Nación española, el carácter de su civilización, de su fuerza; el carácter con que aun en tiempos de hallarse abatida, supo levantarse y combatir y vencer.

¿Y cómo se levantó? Con una enseña única. Entonces no había ni griegos, ni judíos, ni gentes de diversas sectas: todos eran católicos: todos unos ; porque en la Iglesia católica no hay yo, no hay nosotros, todos son uno. Esta es la grandeza de la unidad, el poder, la magnificencia de la unidad, y, permitidme la frase, que no es impropia refiriéndose á lo que es obra de Dios, esta es la magestad de la unidad católica que deseo llevar á vuestros ánimos.

Pero no digo bien: esta idea está en vosotros: ¿qué más habéis de apetecer que abrazaros con la verdad? Así podemos encontrarnos todos en un punto, único tal vez en que podemos convenir: en ser católicos. Por la unión pudo España convalecer, combatir y obtener grandes victorias y hacer magníficas conquistas al otro lado de los mares. Sin esa unión hoy, ¿á dónde podríamos llevar nuestros ejércitos? ¿A qué puntos pudiera ir nuestra España? ¿Quién había de conducirla? ¿Las ideas de este o del otro partido?

¡Ojalá que los partidos desaparecieran! Pero ya que esto no sea posible, vengamos al punto único en que todos somos uno: el interés es común, común la ley es, pues, una legalidad común.

Con gran satisfacción he oído hablar de legalidad común. Pues bien, respetables compañeros, hablemos de esa legalidad común. ¿Hay alguien fuera de ella? ¿Somos nosotros? ¿Sois vosotros? ¿Hay algún español fuera de la legalidad común? Fuera de ella no se colocan más que los criminales: la justicia averiguará quiénes son. Nosotros no somos criminales. ¿Quién de nosotros está fuera de la legalidad común, de la legalidad religiosa? ¿Quién no es católico? ¿Quién voluntariamente se apartará de esa legalidad?

Voluntariamente, ninguno; no temo ese peligro, no temo que haya quien quiera hacer un movimiento hacia el error, hacia el mal. Eso seria en perjuicio de la unidad que siempre ha proclamado la patria; yo no puedo creer eso de vosotros, que católicos sois y nunca dejareis de portaros como buenos patricios . Nadie quiere ofender, nadie quiere pecar contra la patria.

Yo la venero como á mi madre, y vosotros la amáis lo mismo, en lo cual todos tenemos igual sentimiento, como que todos entramos por la misma puerta que nos abrió la religión, cuando en la pila de la parroquia recibimos el agua bautismal y la gracia del Espíritu Santo. Y siendo la Iglesia de Dios, no podemos apartarnos de ella. ¿Sabéis por qué? Porque somos honrados y caballeros. Lo que no se debe, no se puede. No podemos, pues, separarnos de esa legalidad común, de la legalidad católica, porque quedaríamos confundidos bajo el peso del anatema. Y entonces, ¡ay de nuestras madres, ay de nuestras hermanas, ay de nosotros mismos! El que perdiera el carácter de católico seria más pobre y más desgraciado que el mahometano, que el judío, porque se le llamaría (preciso es pronunciar la palabra) apóstata. Y si con tanta razón tememos y censuramos las apostasías políticas; si procuráis todos libraros de esta nota; sí la rechazáis indignados cuando se os aplica en cosa relativamente tan baladí, ¿qué sucedería respecto á la apostasía católica? No olvidéis que la religión es el mayor interés del hombre, necesidad de su naturaleza, no preocupación hija del temor.

Nos hallamos esta base religiosa en el artículo constitucional que establece la pluralidad de cultos; pero ¿de qué manera? Me asombra que los individuos de la comisión, que son católicos como yo, que son más entendidos que yo, que son más facultativos que yo, porque si no tienen, como yo, la misión de enseñar, tienen la competencia facultativa, hayan redactado el art. 20 de la Constitución tal como se encuentra.

Yo siento mucho usar estas palabras (dígolo sin ánimo de ofenderlos , pero no veo la cuestión como S. SS ., tal vez porque yo tenga el entendimiento al revés. Yo no veo en el art. 20 más que un pacto que se establece entre la Iglesia y el Estado como entre un propietario y un jornalero. «La Nación se obliga á mantener el culto de la religión católíca y sus ministros.» Repito que no veo más que un pacto como entre un propietario y un jornalero. Dice el propietario: «porque me sirves te pago:» y el jornalero: «me pagas porque te sirvo.» Me parece esto mezquino y que rebaja el carácter sacerdotal. Creo que esto no se halla á la altura de los conocimientos de los individuos de la comisión, ni está redactado con arreglo á sus ideas: sin duda no habrán querido decir eso. Pero lo cierto es que así se dice, y aun cuando hay que atender á la letra y el espíritu de las cosas, pues aquella mata y éste vivifica, yo diré respecto al art. 20 que me mata la letra y me mata el espíritu. No veo más, repito, que un pacto que no está, no cabe dentro de las condiciones de la Iglesia: así no ha vivido nunca la Iglesia, ni así ha venido al mundo, sino que vino con su libertad, con sus prerrogativas, con su constitución especial. La Iglesia era propietaria y fue desposeída. No pedimos que se la devuelva lo que tenia. ¿Pero no se ha tratado algo de indemnización, que era lo procedente? Fijaos bien en esto. La Iglesia, por lo menos, debe ser considerada como las demás clases de la sociedad, pues los individuos que la componen son ciudadanos españoles: sin embargo , veo que el clero es la única clase de la sociedad que sirve de balde al Estado. Presta sus servicios en virtud de carga de justicia, de indemnización.

La comisión ha dejado reducida la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado á cuestión de estipendio, de jornal. Señores Diputados, si estimáis en algo la religión, si creéis que el carácter y la dignidad sacerdotal valen algo, considerad cuál es el espíritu y cuál es la letra del art. 20 del proyecto de Constitución. Ya lo trataremos más detalladamente cuando llegue sn discusión. De las palabras de ese artículo se desprende que quedan garantidos todos los cultos como el de la religión católica. No sé si respecto á esto tendré también mi entendimiento al revés ; pero me parece que vamos á decidir una cosa que no podemos decidir, una cosa de la cual no podemos hablar; porque este artículo rompe un contrato solemne, un tratado internacional , en el cual: está establecida la unidad católica, y como honestamente no pueden romperse los pactos, no sé cómo se propone la libertad de cultos.

Ya os dije ayer que no temo por mi la libertad de cultos, ni por la respetable persona del Sr. Cardenal, ni por nuestra Iglesia católica en general. ¿Cómo hemos de temerla después de establecerse la libertad de enseñanza?

¿Creéis que nos darla más miedo aquella que esta? No la tomemos por nosotros, porque estamos habituados á la lucha con el error; y precisamente tenemos una riqueza inmensa de tratados y tratadistas, en donde está consignado mucho más de lo que hoy puede decirse sobro estas cuestiones; y sin necesitar grandes talentos, aunque nos faltara ingenio, nos bastaría con referirnos á lo dicho por nuestros mayores. Paro si no tememos por nosotros a la libertad de cultos, tememos el escándalo de los pequeñuelos. Pues qué, ¿no hay pequeñuelos entre los hombres? ¿No hay inteligencias débiles? Pues qué, aunque nos creamos todos soberanos, ¿tenemos la soberanía de la razón y de la ciencia? Y aun suponiendo que la tuviéramos, lo cual sería absurdo, ¿tendremos la soberanía del acierto? No teniendo esta soberanía, zozobraríamos y vendríamos á estrellarnos entra mil peligros. Nosotros no tememos perecer en el combate; tememos por vuestros hijos, tememos por la sociedad, que quedaría perturbada.

¡Ah y qué perturbaciones! No lo dudéis, pues en abono de mi temor está la elocuencia de los hechos. Bien sabéis como yo, Sres. Diputados, que la sociedad está perturbada aun antes de hallarse establecida la libertad de cultos solo por haber permitido en algunas localidades el ejercicio de otros distintos. Yo os diré lo que ha sucedido en algún pueblo, que no nombraré, de mi diócesis, á pesar de lo arraigadas que están las tradiciones católicas. ¿Y qué ha sucedido? Cosa peor que en la catedral de Sevilla, en la cual, hallándose en una solemnidad, se presentaron á repartir libros y papeles protestantes, produciendo gran perturbación. En el pueblo de mi diócesis de que os hablo ha ocurrido una cosa horrible, que referiré para prevenir vuestro ánimo y para que calculéis si hoy que la libertad de cultos está, puede decirse, en embrión, qué sucederá si llega a establecerse de un modo más solemne en este país de tradiciones católicas tan arraigadas.

Hacíase en el pueblo á que me refiero una novena, no sé si á la Virgen Santísima, o á su santo, y estaba expuesto el Santísimo Sacramento. Entraron unos desgraciados, insultaron á los santos, trataron de abatir las imágenes y dirigieron insultos ¡triste es decirlo) a Jesús sacramentado, á Nuestro Señor Jesucristo.

Hubo la perturbación que era consiguiente, que llegó á desmanes, y que pudo llegar á crímenes, y pudo manchar el lugar santo con la sangre de los unos y con la sangre de los otros. Este hecho y otros que pudiera citar, han pasado en el primer embrión de la libertad religiosa. Lo que refiero me consta, hablo de lo que sé, de lo que puedo certificar; pues no presento, ni presentaré nunca, una razón, un argumento de que no esté completamente seguro, al menos en mi buena fe.

Pues bien: si esto es así, ¿no veis, Sres. Diputados, que aquí no se proclama la libertad de cultos, que esos hombrea no piden la libertad de cultos, que piden la libertad de agresión? Esto es evidente, señores. Es la libertad de agresión lo que piden, es la libertad de agresión seguida de la impunidad y seguida del aplauso. Esto, mirad bien si lo consiente vuestra dignidad, mirad bien si lo consiente la dignidad humana. ¡Ahl Esto no lo consiente la dignidad humana. Ayer hablábamos de la dignidad humana; yo vela en esas frentes, como veo en la frente de todo hombre, la imagen de Dios: signatunt est super nos numen vultus tul Domine, y el hombre no se deja ofender de esta manera. El hombre ve ajada con esto su dignidad; la ofensa recae sobre las esposas, sobre los hijos, sobre los ciudadanos españoles, con su Dios y su religión. ¡Qué de perturbaciones vendrían el día que estuviera á un lado de la plaza colocado un crucifijo y a su lado una imagen de la bienaventurada Virgen María, y del otro lado un templo donde se hablara contra la pureza de la inmaculada Madre de Dios; que en un lugar estuviera el patrón del pueblo, los santos que venera, y en el otro se negara el culto á las sagradas imágenes: que en un punto estuviera, expuesta la Divina Magestad, y al salir del templo se hablara con injuria, se blasfemara de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía!

¿Comprendéis que esto se puede hacer en este país sin perturbación?

Pues, señores, esto ha de suceder, esto sucederá, porque estas ideas no van al templo protestante ó á la Iglesia católica. Yo os diré dónde van: van, señores, á los casinos, van á los cafés, van á las calles públicas, van á vuestras casas, tal vez por llevarlas el jefe de la familia al otro jefe de la familia que comparte el cuidado de la educación de los hijos, y llegan después las disensiones que son naturales entre personas que no piensan de la misma manera en aquello que es lo más íntimo, lo más caro para el hombre, en su verdadero derecho de creer.

No queráis, por Dios, Sres. Diputados, romper la unidad, que es la salvación de la tranquilidad en el pueblo y en él hogar. No os dejéis alucinar con la idea de que eso seria imponer la fé. ¡Ah, señores, qué equivocación! La fé no se impone, la fé no puede imponerse, por la razón sencilla de que la fé es un don de Dios, y los dones de Dios no se imponen, sino que se reciben o se rechazan. Eso es científico, eso es de buen sentido, y el buen sentido se encuentra en todos los hombres.

La libertad de cultos y la de enseñanza ¿no os asustan? Ved por qué considero ésta peligrosísima o esencialmente mala. ¿Por ventura hay alguno de vosotros que en materia de enseñanza aceptara de corazón que se enseñase el error y el mal, y que se mostraran imágenes impúdicas á la vista de todos? No; ninguno de vosotros. Eso no se puede aceptar por la razón sencilla que he dicho, porque en la verdadera moral, en la buena moral, no se debe lo que no se puede, y los ojos no querrían ver y los oídos no querrían oír otra cosa que aquella á que no se opone la verdadera buena moral.

Sé que hasta cierto punto y en alguna manera está previsto esto en el artículo mismo de la comisión, cuando se dice que no habrá más limitaciones que aquellas que prescriben las reglas universales de la moral y del derecho.

Y bien, señores: la moral universal es una palabra magnífica, grande, y que si me atreviera la llamaría de una severidad magestuosa: porque veo la moral universal en todas partes, es decir, que nos obliga á todos, que penetra en lo íntimo de las fibras de nuestro corazón, que está en la rectitud de nuestros entendimientos, que está señalándonos el camino por donde debemos ir, como si dijéramos, la moral universal es la que todo lo dirige y gobierna.

¿Y las leyes del derecho? Y pregunto yo: ¿quién es entonces el regulador, el maestro y el tribunal? ¿Quién declara qué es la moral universal, hasta dónde llega, y á cuánto obliga? Permitidme que recuerde un hecho ocurrido entre nosotros, un hecho que antes de ayer ha pasado en esta Cámara.

Recordáis que dos amigos míos muy queridos, á uno cíe los cuales he tratado más, los Sres. Ríos Rosas y Cánovas, no entendieron, el uno respecto del otro, ciertas palabras que explicaron como caballeros y cristianos, y hubo un diálogo que duró algunos minutos. ¿En qué consistía que el Sr. Ríos Rosas y el Sr. Cánovas, siendo hombres de tan privilegiado talento, que tienen tan buen juicio y sana intención, y que querían entenderse, no acertaron, sin embargo, á comprenderse?

Señores, es que no comprendieron el uno respecto del otro el límite de esa moral; es que no pudieron aplicar esa moral. ¿No es verdad este caso determinado? Se trataba de dos personas entendidas que querían entenderse también; de dos personas que tenían un interés particular en entenderse, y no pudieron comprender hasta después de grandes  explicaciones cuál era la moral y la regla que debían seguir en aquella determinada circunstancia.

Pues bien, dejad el vago campo de la moral universal; dejad el vago campo de ese derecho que puede parecer obra nuestra, ya que suponéis en las cortas palabras que preceden al proyecto que venís á crear el derecho, á establecer la justicia.

Por este sistema estaréis creando el derecho á cada instante, y cada uno creará su derecho (permítaseme lo familiar de la frase) para su uso particular. Por manera, que no podemos dejar este criterio del derecho y de la moral universal ; no podemos dejar la limitación de los deberes del hombre y esa idea vaga del derecho. Es necesario que preexista la regla de la justicia; es necesario que haya un punto inamovible con el cual se conformen todas las acciones humanas. ¿Se llama esto moral universal? ¡Ah, señores! ¿Para qué apelar á la moral universal teniendo la moral católica? ¿Qué necesidad tenemos de andar como peregrinos buscando lo que no hemos de encontrar cuando tenemos en casa la moral positiva, la que forma nuestra vida, la que nos hace hermanos?

A este propósito diré unas palabras de un célebre africano, y africano había de ser para decirlas tan breve y tan enérgicamente. Decía: «Sabed, vosotros los que prescindís de la moral, los que prescindís del derecho, que os empequeñecéis, ¿y sabéis por qué? Porqué sois malos hermanos; parum homines, mali fratres.»»

Pues seamos buenos hermanos, seamos buenos católicos, abracémonos en santa fraternidad. ¿Qué necesidad había de buscar la moral universal, de hablar ciertas generalidades, teniendo nosotros la moral concreta, la moral santa, las prescripciones positivas de la moral católica?

Ved por qué yo encuentro en la generalidad del proyecto inconvenientes que fácilmente la comisión pudiera reformar. Yo creo que entrará en su buen juicio hacer esta reforma.

Hablamos también de la libertad de la enseñanza. Voy á ser franco: sospecho que molesto demasiado á la Cámara (Muchos Sres. Diputados:No, no.) Voy á ser un poco franco. Yo soy entendido en la enseñanza, y no es extraño que tenga ésta triste experiencia. Figuraos que se trata de la libertad de enseñanza, y se fija un edicto llamando opositores á las cátedras de las Universidades, especialísimamente en un país en que hay libertad de cultos. No puede desecharse al hebreo ni al protestante, ni á ninguno de los disidentes, porque esto se reputará con razón que es una cuestión de capacidad. Figuráos que la cátedra que se saca á oposición es la cátedra de historia, y en la cátedra de historia, ¿qué inconveniente hay en que el profesor sea un hebreo, sea un judío? Pues qué, ¿los hebreos y los judíos no saben historia? Esto es verdad, señores. ¿Qué necesidad, pues, hay de excluir al hebreo, al judío ni á ningún gentil? Pero hay inconvenientes serios para el pueblo cristiano y para la fé cristiana : el profesor judío se pondrá á explicar la historia universal, y cuando haya llegado al año del mundo 4004, dirá: «aquí, en este año, dicen los cristianos que ha nacido el Salvador del mundo; pero no, no es verdad: el Salvador no ha nacido todavía, le estamos esperando.»

Ved, pues, señores, un caso práctico en el que puede decirnos un profesor que Cristo no es Dios, que no ha nacido, que no es nuestro Redentor, que no nos ha regenerado, en una palabra, que la gracia de Cristo no ha regenerado con el agua del Espíritu Santo nuestro entendimiento,

que no ha infundido en nuestras almas la fé y en nuestros corazones el hábito de las virtudes.

Trátase no ya de historia; no es ya la cátedra de historia la que se saca á oposición: es la cátedra de historia natural, es la cátedra de botánica, por ejemplo. Se busca un profesor de botánica, y se dice: a un profesor de botánica, ¿qué necesidad hay de que le preguntemos por su fé? ¿Qué necesidad hay de saber si cree ó no cree? Señores, hay una necesidad absoluta, hay una necesidad de buen sentido. Preséntanle una flor, una hoja de una flor á un naturalista, y delante de sus discípulos dice: «¿Veis los colores de esta flor, veis estos matices, veis estas semillas? Pues bien, ¿sabéis cómo se halla esto en la naturaleza? Es un producto de su exclusiva fuerza, al

cual ha llegado después de una serie de progresos y sucesivas generaciones expontáneas.» Y entonces, señores, no hay creación; entonces, señores, se ha negado la existencia del Sér Supremo.

Yo llamo la consideración de la Cámara acerca de esto; y á este propósito diré que muchas veces en el juicio calificativo que se hace de los escritos, no se sabe la razón por qué han sido o no calificados de irreligiosos. Señores, en este punto se dice de ordinario: este libro no trata de religión. Bien: trata de flores, trata de plantas; trata de riegos; pero es el caso que aun tratando de estas materias se niega la existencia de Dios. Y hé aquí cómo no puede ser absoluta la libertad de enseñanza; hay necesidad de saber lo que se enseña, hay necesidad de saber quién lo enseña y cómo lo enseña. Basta ya de esto.

Pudiera repetir los ejemplos con hechos, y hechos que diesen conocimiento de la necesidad que hay de un regulador, de un maestro, de una voluntad determinante, de una voluntad facultativa en ciertas y determinadas materias, si los fallos han de ser aceptados y ha de conseguirse lo que todos deseamos.

¿Pero por qué medios hemos llegado hasta el punto en que nos encontramos? Verdaderamente que cuesta dolor entrar en esta materia: nosotros venimos á establecer la justicia, la libertad y la seguridad, se dice en la Constitución. ¿Y por qué medios hemos llegado á este punto? No digo yo que la comisión, no; no es obra de la comisión; no es obra tampoco del Gobierno. En su lugar el Gobierno, y en su lugar la comisión.

¡Dios ilumine al Gobierno, Dios ilumine á la comisión, y Dios nos ilumine á todos para que lleguemos á un punto determinado, del cual podamos partir de aquí en lo sucesivo!

¿Pero cómo hemos llegado aquí ? Nosotros encontramos que procurando esa justicia de que habláis , procurando la libertad y la seguridad, hemos llegado, primero, á la supresión de los jesuitas.

¿Tenían derechos individuales los jesuitas? ¿Sí o no? ¿Eran ciudadanos los jesuitas? ¿Sí o no? ¿Tenían derecho á existir los jesuitas? ¿Sí ó no? Los jesuitas existían en España, las principales familias de España les tenían encomendada la educación de sus hijos; creo que pasaban de 1 .000 los alumnos que educaban, que enseñaban y adoctrinaban en la ciencia, en la moral y en las letras. ¡Más de 1.000 alumnos, señores, hijos algunos de ellos de vosotros! Sus padres les habían confiado nada menos que el corazón de sus hijos, nada menos que la dirección de sus hijos, la formación de sus corazones, como si dijéramos que les habían dicho á los jesuitas: «ahí está la planta, tú la riegas, tú la fomentas , tú eres el encargado de que dé incremento, como decía el apóstol San Pablo.»

Pues qué, ¿tan descuidados andaban los padres de familia en la educación de sus hijos que los entregaban á una sociedad criminal, que los entregaban á los criminales, que los entregaban, si no á criminales, á lo menos á maestros inexpertos? Yo no lo puedo creer. Pero de cualquier modo, existían los jesuitas y enseñaban á satisfacción del pueblo español.

Esto es indudable, esto es de todas maneras indudable. Visitar si no los colegios de la Compañía de Jesús; pasar revista á los niños en las diferentes enseñanzas á que estaban sometidos, en las cuales los dirigían los maestros; y, Sres. Diputados, se admiraban allí muchas cosas á la vez: se admiraba la razón , la exactitud en las ideas, la precisión en los conceptos; se admiraba también la gran táctica, la gran uniformidad que había y que reinaba en aquellos colegios. Cuánto en ellos se adelantaba, lo sabéis mejor que yo: ¿no lo habéis de saber? Esos adelantos se han debido muchas veces más al método y á la táctica, que á los talentos y á la instrucción de los maestros.

Tenían, pues, el talento de enseñar y ejercían el magisterio públicamente, á la luz del día, sin que nadie los molestara. Vino la revolución, y los jesuitas fueron expulsados, y aparte ahora de las consideraciones que entraña la expulsión de los jesuitas, ello es que se les ha expulsado y no consta el motivo por que fueron expulsados, y esto en tiempo de publicidad y de justicia, puesto que venimos á establecer la justicia: ¡nosotros que venimos á establecer la justicia nos encontramos con este hecho!

Hay otro hecho, señores, el hecho de las monjas. Los conventos de monjas han sido reducidos. Supongamos que debieron haberse reducido en algún tiempo y en alguna razón; lo quo sé es que no ha podido ni debido hacerse de la manera que se ha hecho. No ha podido hacerse de la manera que se ha hecho, por cuanto en la capital de mi diócesis, en un solo convento, se han reunido 53 monjas. Justamente en el más ruinoso que hay en la ciudad, en el de peores, condiciones, y con la circunstancia de que esas monjas reunidas pertenecen á diferentes órdenes religiosas. Lo que allí puede haber de confusión, de todo lo que ofrece la miseria y la debilidad humana, podéis comprenderlo, porque reunidas en un silo convento unas á tal hora en coro, otras de contemplación y á distinta hora otros ejercicios, considerad lo que puede haber en aquella casa.

Si esto es reunir monjas, ó si es amontonar monjas, yo no lo quiero decir; pero sí diré que es llevar la inquietud á las pobres religiosas, como si no tuvieran desgracia bastante con no tener el pan nuestro do cada día, que reciben muchas veces de la limosna. A propósito, yo suplicaría, si me es permitido, sobre este punto al Sr. Ministro de Gracia y Justicia que, si le fuera dable, reparara de alguna manera estos males. No es más que un ruego, no tiene ni el tono de consejo, ni de reflexión siquiera; no es más que un ruego.

Después ha llegado también la suspensión del pago de los seminarios conciliares. La suspensión del pago de los seminarios, señores, cuando queremos la protección a la enseñanza: cuando decís vosotros que el clero está atrasado, que no está á la altura de las circunstancias, no tenéis razón, pues le priváis de los medios que tenia el prelado, para educarle y para instruirle, le priváis de los medios de comprar libros y otras cosas necesarias á la enseñanza. ¿Y con qué justicia se nos dice: estáis atrasados, no estáis á la altura de las circunstancias?

Yo no sé si estamos ó no á la altura de las circunstancias, solo sé que yo no lo estoy. Creo, sin embargo, que para las cosas de mi oficio, estudiando mucho, meditando mucho, pidiendo a Dios sus luces, Dios me ayudará é iremos adelante. Esto es lo que creo de buena fe. Pero veo que no tengo para pagar á los maestros, ni para un pliego de papel, ni para un mapa que se fije en la pared y aprendan los alumnos geografía. Esta es la conducta que se sigue en la enseñanza, y eso, con razón, me parece poco para el profesorado, á quien yo dotaría superabundantemente: yo, si fuera Estado, ó persona del Estado poderosa, dotaría mucho la instrucción. ¿Sabéis por qué? Porque yo he sido catedrático muchos años y he tenido el gran sueldo de 500 rs. mensuales ; y bien comprendéis que con 500 rs . mensuales, un hombre que es pobre, como yo lo he sido toda mi vida, no podía hacer grandes milagros en la adquisición de libros y en otras cosas para penosas investigaciones.

Esto es lo que yo creo en orden á la enseñanza; y si los seminarios han de estar á la altura de las circunstancias, hay necesidad de que no se les prive de los medios que tienen los demás cuerpos dedicados á la enseñanza.

Y hay, sobre todo, la consideración de que la situación de los seminarios es una carga de justicia, son acreedores del Estado, el Estado tiene que pagarles, á no faltar á la justicia. Si á vosotros, letrados, si á vuestra mesa fuese un litigante diciendo: tengo este negocio, tengo este litigio, ¿lo consideraríais de mal éxito? De seguro que diríais : se gana, y se gana en todos los tribunales porque es una carga de justicia.

Hemos hablado ya, y hemos de volver á hablar cuando se discuta el art. 20, y para entonces tendremos todos la calma y detenimiento que haya necesidad para discutirlo; porque si el proyecto de Constitución, como decía uno de los dignos individuos que componen la comisión, á los que les parecía poco veinte días, que les hubiera dado ocho años, yo también los daría eso y todo lo necesario para hacer las cosas con madurez, esas cosas que pasan á la posteridad, que son verdaderos monumentos. A mí, si yo fuera el Estado, no me dolerían prendas en negocio de enseñanza; en otra cosa encontrarla las economías, si hay necesidad de ellas, de economías.

Y cuando todo esto sucede, también se ha oído que el dinero del clero es el dinero de la reacción. En primer lugar, yo no sé qué clase de dinero puedan tener los clérigos que no tengan más que sus rentas ó la pensión que les da el Estado; no sé cuánto dinero puedan tener: yo sé, yo os referiré un hecho de un Obispo, á quien conozco, que cada mes ó cada dos meses llama á su mayordomo, á quien para liquidar pregunta : «¿cuánto te debo?» Si algo sobra, que es poco y raras veces, el Obispo le dice que lo emplee en aumento de rancho para los pobres. Ya veis que con esta pobreza no pueden hacerse grandes milagros. De manera que no es del caso regatear el estipendio de la obligación, que justamente es procedente de contrato con el clero y para el culto, cuando realmente en vez de tener dinero para la reacción no tiene dinero para mantenerse.

Una vez que he dicho que no tengo miedo á las palabras, ¿he de ser menos animoso, menos valeroso qué vosotros? Por cierto que no.

Y yo que no tengo miedo á la palabra reacción, ¿por qué he de creer que vosotros le tenéis? Pues qué, ¿no puede haber una reacción de libertad contra una tiranía? Y en este caso, ¿renegaríais de la reacción? La sociedad está enferma y perturbada, y para recobrar la salud debe rehacerse. Cuando el médico visita al enfermo no dice al mal: ¡avanza, avanza, avanza! sino que para consolar al enfermo, le dice: ya vendrá la reacción, ya vendrá la reacción. (Grandes risas, sensacion.)

Temo estar molestando demasiado á la Cámara. (Muchas voces: No, no.)

En estas materias de la enseñanza encuentro lesiones á la familia, lesiones á la educación, lesiones al derecho y a las obligaciones de los padres de familia. Esto me parece evidente, y hasta qué punto llegue, lo dejo á la consideración de los padres de familia: ellos interpretarán mejor que yo el sentimiento y el deber, el altísimo deber de buscar para sus hijos las personas que los han de dirigir y gobernar en la edad de las impresiones y de los peligros, en la edad en que se forma el corazón. Hasta qué punto ha llegado esa herida al corazón de los padres, lo dejo á vuestra consideración. Y hay acerca de esto lo que se llama (y en esto de calificaciones de cosas del mundo soy muy poco práctico) una cuestión llamada cuestión social, y otra llamada cuestión política y llámense así, o de otra manera, el resultado es que con respecto á este particular existe un sentimiento en el país, sentimiento respetable, sentimiento á que siempre se apela y con razon; y la dificultad para nosotros está en ese gran obstáculo que nos es común á todos, y á que aludia el Sr. Moret, de no podernos entender, de no poner el dedo en la llaga, sin embargo de que todos deseamos la verdad. Pero nos encontramos que sobre este objeto ha habido desde hace años reclamaciones de los padres de familia, y las ha habido también de los pueblos. Indudablemente no habrán sido bastantes cuando no ha habido hasta ahora reparación, y las cosas siguen como estaban.

Respecto á la unidad religiosa, vosotros sabéis también que ha habido reclamaciones del episcopado, de los cabildos, de los pueblos; y en qué número, también lo sabéis. ¿Para qué he de repetirlo? Justamente ayer recibí por el correo una exposición de 3.000 firmas, en que se viene pidiendo la unidad católica; y yo hago justicia á la Cámara de que me creerá bajo mi palabra; si no, aquí tengo la carta en que me dicen que están dispuestos a defender y sostener la unidad católica hasta derramando su sangre. (Rumores.) No sé si hay exajeracion: yo no hago más que repetir lo que me han dicho, y que lo digo porque me han autorizado para que lo manifiesto así, y aun que declare el nombre de las personas que lo firman . Esto hay en este particular.

Y ahora, no sé si me permite el Reglamento, señor Presidente, el dirigirme por vía de ruego, no de ataque, pues yo jamás apelo á este medio, por vía de ruego al Poder ejecutivo, para decirle: señores del Poder ejecutivo y señores todos da la Cámara, ¿no os parece que en un negocio tan grave como el rompimiento de la unidad católica debía haberse consultado á las universidades? ¿No os parece esto regular? Parece que no: pues á mí me parece que lo era el consultar con los hombres facultativos, con los hombres de letras, con las grandes eminencias, y creo que con esto se elevaba la categoría del profesorado. ¿Y no os parece que hubiera sido conveniente consultar á la magistratura, á los tribunales de justicia, á las audiencias? Allí se conoce, por la estadística de la criminalidad y las causas que en ella influyen, allí se puede conocer y apreciar la trascendencia de una medida de este género. ¿Os parece que hubiera estado fuera de su lugar?

Recuerdo que en nuestra historia hay cosas de menos importancia que se consultaron de esta manera. Se consultó á las universidades, á los colegios, á las comunidades religiosas que entonces existían, á todos los cuerpos, en fin, que eran considerados como entendidos en letras y leyes, comprendiendo la magistratura. Eso hubiera sido conveniente y digno.

Es el caso que tampoco se ha oído á los Obispos, y sin embargo, los Obispos son los jueces de la doctrina. El Obispo no puede prescindir de esto; si el Obispo no fuera juez de la doctrina, si se pudiese prescindir de que lo fuera, el Obispo no sería nada. Y no digo yo esto; lo dice la institución del episcopado según su misión : íte, docete. Si el Obispo no enseñara, si no dirigiese y determinase, el Obispo dejaría de ser Obispo, y ni vosotros ni nadie querrá que haya un episcopado español que no sepa su obligación, que no entienda su derecho y no quiera defenderle. Menos querréis todos vosotros, todos sin distinción os alegrareis mucho de que en el Concilio que se celebre se diga de un Obispo español : «está en su lugar; ha cumplido su misión; ese Obispo es una gloria de España.» Y cuando yo deseo la gloria de la magistratura, la gloria de las universidades, la gloría de la milicia, la gloria en todas las clases del Estado, ¿no habéis de querer vosotros la gloria del episcopado? (Muestras de asentimiento.) En ello se interesa la gloria de la patria.

Permitidme que renueve la memoria de nombras ilustres de prelados y doctores de nuestras escuelas: en un solo siglo; los tenemos á centenares. Tuvimos asombrando á una Universidad, á la Universidad pretenciosa de París, al célebre Maldonado. Las escuelas de todo el mundo consultan á nuestro Suárez; todo el mundo consulta, atiende, respeta y dobla la rodilla cuanto puede doblarse ante los dos Sotos . Y, sépalo el Congreso, aunque lo sabe mejor que yo, eso que se llama ciencia de Alemania, eso que se llama la profundidad de Alemania . . . eso, en lo que tiene de sólido y bueno, no es de Alemania.

La Alemania no tiene más que la niebla, la Alemania no tiene más que el sueño, la Alemania no tiene el fondo: es de Teresa de Jesús, es de Juan de la Cruz, es de Fr. Luis de Granada: y si ellos llegan á lo alto, no han llegado como Juan de la Cruz al monte Carmelo. (Bien, bien.) ¿Soy español ó no? Préciome de serlo. Inútil soy : poned á contribución esta pobre vida, y veréis si la vida, pobre como es, no se quema en una pira por la defensa de su patria. Dispensad la digresión, que no puedo dominarme cuando hablo de las grandezas de mi patria. Volviendo al asunto, entiendo que nosotros nos perjudicamos grandemente rompiendo la unidad católica: nos perjudicamos, se debilita nuestro carácter, perdemos nuestras grandes glorias, no podemos ir con un corazón, con un pensamiento, con una fé, no podemos levantar una bandera, no podemos levantarla: y si fuimos poco há al Africa, ¿no recordáis el grito que entonces resonaba? ¿No recordáis lo que se decía? ¡Ahí Se decía como antiguamente: cristianos contra moros; y bastó que sonara la palabra moro para que fueran allí los ejércitos españoles: ¡con cuánta gloria para los generales que me escuchan: con cuánta gloria para nuestro país! Eso quiero yo: generales, magistrados, literatos, publicistas; eso quiero yo, todo lo que es gloria para mi patria; pero como no podéis negarme que la unidad católica es una de nuestras glorias, por eso os la pido yo como de justicia, porque prescribe, y os la pido por derecho, y os la pido por deber, y os la pido por conveniencia, y os la pido por patriotismo, y os la pido á nombre de la justicia, ya lo sabéis: justitia elevat gentem, miseros facit populos peccatum. (Muestras de aprobación.)

No quiero fatigar más la atención de los Sres. Diputados. (Muchos Sres. Diputados: No, no.)

Señor Presidente, ¿me permite V. S. descansar cinco minutos?

El Sr.PRESIDENTE: Con la vénia de las Córtes, descansará V. S. cuanto tenga por conveniente.

Se suspende la sesion .»

Eran las dos y veinte minutos.

Abierta de nuevo á las tres menos diez minutos, dijo

El Sr.PRESIDENTE: El Sr. Monescillo sigue en el uso de la palabra.

El Sr.MONESCILLO(Obispo de Jaén): Señores Diputados, la cuestión de la unidad religiosa la hemos hecho cuestión de patriotismo . ¡Y cómo no hacerla cuestión de patriotismo cuando es verdaderamente de carácter nacional!

Con este motivo creo que todos nos hemos regocijado; yo, diciéndolo en malas frases, y el Congreso, entendiéndolo de buena voluntad. Por manera, que parece haber cierto asentimiento á las palabras que he tenido el honor de dirigiros; y si ese asentimiento pudiera ser una convicción, y esta convicción pudiéramos elevarla á la categoría de hecho, creo yo que entonces habríamos logrado una gran conquista para nuestro país, que, al fin, ve en nosotros los representantes de las grandes escuelas, de las escuelas de todas las latitudes, de las escuelas más altas; y voy á decir á este propósito dos palabras acerca de estas escuelas.

Sabéis, Sres. Diputados, con cuánta gloria, con cuánta elevación de miras se habla de la razón, de la soberanía de la razón, de la independencia de la razón, de la autonomía del hombre. Esto que lo veo yo contradictorio (en la escuela diríamos que implica en los términos), esto que lo veo yo contradictorio, tiene su sanción también en la Iglesia católica. Por manera, que no tenemos necesidad de pesar á campos enemigos, ni de buscar esa doctrina en altos límites que lleguen hasta las estrellas, pues nosotros creemos que de virtud en virtud, de perfección en perfección, llegaremos hasta Dios mismo, como que todos vamos á la visión de Dios.

Pero como aquí no tratamos ahora la cuestión mística, la cuestión de bienaventuranza, y mucho menos la cuestión ascética, sino que tratamos la cuestión filosófica, voy á decir dos palabras, nada más que dos palabras, para sentar y establecer el honor de mi escuela, el honor de nuestra escuela.

Hay una palabra revelada que dice que el hombre es poco menos que un ángel; pero nunca ha llegado la Sagrada Escritura á decir que fuera un ángel, y mucho menos podría decir que era un Dios; y nosotros tenemos la loca pretensión de creer que este hombre miserable sea como Dios. Pues bien: la escuela católica se ha compuesto de manera con la razón y con la revelación, que ha estudiado todas estas cosas, dando á la razón todo lo que tiene la razón y confundiéndola en lo que debe ser confundida.

Oíd dos palabras de Santo Tomás de Aquino, mi maestro, y que creo que tal vez lo ha sido de muchos de vosotros. Habéis oído ese poder del entendimiento, esa investigación del entendimiento, esa profundidad del entendimiento, esa extensión del entendimiento, esa universalidad del entendimiento: pues yo digo eso también, y por eso niego que el hombre sea un bruto. Porque, señores, lo mismo vosotros que yo, cuando se citan las cosas de la China, de la India, de la Persia, de la Francia y de otros países, estamos fuera de esas localidades, estamos aquí materialmente, por más que estemos allí con el espíritu. Ved la universalidad: lo demás es distintivo, es localizado. Esta es la universalidad; pero cuidado, señores, que nada más que en ese hecho, nada más que en cierta especie de universalidad. Entiendo que para que levantéis un monumento de gratitud en vuestro corazón á la escuela de Santo Tomás de Aquino, debo recordaros sus palabras: intelectus humanus quodammodo potest omnia. El entendimiento humano lo puede todo; pero ¿cómo? En cierta manera. Si lo pudiera todo en absoluto, sería Dios, sería ese Soberano que se finge, sería esa razón soberana que se adora, que se aplaude sin saber lo que se aplaude.

Porque puede hacer todas las cosas inteligibles, y de esta manera tiene cierta universalidad: así es que tenemos al hombre, que no es Dios porque su entendimiento es limitado, pero tenemos al hombre sobre los brutos, sobre todo lo inanimado, sobre todo lo instintivo, hecho á imagen de Dios; y esta es la dignidad humana que defiende la escuela católica.

Señores, ¿se quiere mayor perfección? ¿A dónde queremos llegar? Adonde no podemos, porque no podemos llegar hasta Dios; no podemos ser como Dios; contentémonos con esta facultad tan honrosa que tanto eleva la dignidad humana.

En cierto modo lo podemos todo: con la inteligencia componemos, escribimos, pensamos, marchamos hacia adelante, y esta es la ley del progreso intelectual, moral y científico, del progreso de las almas, que van de virtud en virtud, de perfección en perfección, hasta llegar á Dios y unirse con Dios.

¿Dónde ha quedado el panteísmo aleman? ¿Dónde la escuela de Condillac? Todo eso se recuerda; vaya en buen hora; no hace falta que aquí se enseñe, porque lo que aquí se enseña es más verdadero, más elevado.

Pero como para combatir una verdad se toma un hecho aislado, particular, un incidente, un accidente de un suceso, por eso se dice que somos los bárbaros de la Edad Media, que somos los ergotistas.

Esto se dice de nosotros. No; nosotros no somos los ergotistas, somos discutidores en buena ley. Lo que hay es que no queremos partir de lo desconocido á lo conocido, y no vamos á lo desconocido sino por lo conocido, vamos definiendo, dividiendo y partiendo. Hemos creído, en una palabra, que el entendimiento humano con todo su poder es enteramente lo mismo que una digestión; hay necesidad de partir, de dividir, de triturar, de coger pequeñas porciones, y de esta manera forma sus concepciones el entendimiento.

Pues bien: no, nosotros no tenemos nada de eso, no somos los bárbaros de la Edad Media; tenemos de esa escuela el acuerdo, el buen criterio, tomando lo que hace al caso y dejando lo que no sirve .

Oid á Melchor Cano. Melchor Cano daba grandes lecciones de táctica escolástica, y para la investigación de la verdad les decía á sus alumnos en la obra conocida con el nombre de Lugares teológicos: «Mirad; para combatir, para ser buen controvertista, hay necesidad de saber el campo donde se pelea, cuáles son sus entradas y salidas, con el objeto de ordenar las guerrillas y el ejército, ver en conjunto el plan de batalla y estudiarlo en todas sus circunstancias, peligros y accidentes»

¿No os parece que está hablando un general? Pues bien; ese general es Melchor Cano. ¿Sabéis cómo llamaba con esa táctica admirable suya á la escuela de los sofistas y de los ergotistas que realmente lo eran? Los llamaba ergotandi ars, arte que reprueba con todas sus fuerzas, como lo repruebo yo: ¿no he de reprobar los excesos y los abusos?

Por eso dije antes, y no sé si lo recordará la Cámara, que en cuestiones de progreso intelectual, en cuestiones de adelanto, entra por mucho, entra muchas veces por el todo, el método. Con ese gran método escolástico que llevamos desde el siglo XVI desafío á toda la filosofía de Alemania, á todo ese misticismo alemán, á todo ese nebulismo incomprensible, á que componga uno solo de los lugares teológicos de Melchor Cano, y la desafío, no en este lugar, porque á este lugar no puede ella concurrir, la desafío en todos los lugares admitidos, en el periódico, en el folleto, á todas horas y en todos tiempos, seguro de que no responderá á ninguna de mis objeciones ni pondrá ninguna luz sobre la luz de Melchor Cano.

¿Cómo, sin embargo, se dice que nuestra escuela es pequeña, es raquítica? Acúdase á las bibliotecas, á todos los sitios en que se ve el progreso del entendimiento humano, y allí se verá cómo las grandes instituciones se apoderaban del cuerpo de doctrina con que Melchor Cano, poniendo cada cosa en su lugar, llegaba por un discernimiento verdaderamente científico desde la definición hasta la última de las conclusiones á que puede llegar la inteligencia humana.

Pero basta de esto: ¿á qué hemos de explicar aquí ahora táctica teológica? Si no se hubiera venido diciendo aquí que éramos bárbaros, ignorantes, gente de poca táctica, que no sabíamos combatir y que no estábamos á la altura de las circunstancias, no hubiera yo traído esta cuestión; pero como todo esto se ha dicho, me ha parecido conveniente decir dos palabras acerca de todo esto para que se supiera que nosotros levantamos la dignidad humana tan alto como puede estarlo, que nosotros tenemos al hombre como imagen de Dios; que creemos que en nosotros luce la luz de Dios; que somos poco menos que ángeles, aunque no ángeles; imagen de Dios, aunque no dioses; dueños de nuestra razón, aunque no soberanos, aunque no omnipotentes; que con nuestra razón lo podemos todo en cierta manera.

Ved la razón que he tenido para justificar aquí nuestra escuela tan mal tratada.

Cumple ahora á mi propósito entrar en el terreno de los ruegos, en que había entrado ya dirigiéndome al Poder ejecutivo. Hé aquí lo que yo desearía del Poder ejecutivo, aunque no puedo invocar en esta parte título alguno de consideración.

Justamente en estos días me parece que en el mismo Madrid se está tratando de suprimir cuatro conventos de monjas, y yo quisiera que, dando una prueba de deferencia á los ruegos de un anciano enfermo, de un pobre Obispo, mandara el Sr. Ministro de Gracia y Justicia suspender esa medida para consuelo de las religiosas y sus familias.

Yo le rogaria al mismo tiempo que desde luego mandara abonar las pensiones que están en suspenso á los seminarios conciliares. Sin ellas no se puede sostener la enseñanza ni mantener los pobres: seamos padres de los pobres, señores; volvamos por el honor de la mendicidad: yo tengo el honor de ser un pobre ; yo tengo el valor de la mendicidad; pero tratándose de los seminarios conciliares, yo no puedo mendigar sino al Sr. Ministro de Gracia y Justicia. Y cuidado, señores, que cuando digo que tengo el valor de la mendicidad, creo que estamos en vísperas de que todos tengáis el mismo valor, porque estamos en vísperas de una bancarota.

Y ahora me dirijo á la Cámara, pues que de estas cosas también se ha de tratar aquí en estos días: si hay libertad, que haya libertad completa; si no la hay, que no haya más restricciones que hay en la actualidad; pero de haber libertad, libertad completa: si este caso llega, yo pido á la Cámara que tenga en consideración que no hay más alternativa para el Gobierno, sea el que fuere, respecto al clero, que esta: ó se le devuelven los bienes en virtud de los cuales tiene la indemnización, ó se le da la indemnización; una de las dos cosas . Esto es de justicia, señores. Yo pido esto para el clero y para la Iglesia católica, y lo pido al mismo tiempo que protesto contra las medidas de que han sido objeto los jesuitas, las monjas, los seminarios conciliares, etc., y tengo el honor de protestar acerca de tollo esto en nombre del metropolitano y sufragáneo de la provincia de Granada, á que tengo la honra de pertenecer, y también por encargo del cabildo de la diócesis de León, que para ello me ha facultado.

Yo ruego, pues, á los Sres. Diputados que corno buenos españoles, como hombres de letras, como hombres entendidos en derecho, ventilen esta cuestión, nada más que jurídicamente, en el terreno de la legalidad y de la justicia, y después que lo hayan hecho, que contribuyan cada uno por su parte á apoyar estas reclamaciones que tengo el honor de hacer al Sr. Ministro de Gracia y Justicia.

Haré, por último, un ruego al Sr. Ministro de Estado: yo quisiera que al discutirse un punto tan trascendental como el que se encierra en el art. 20 del proyecto, mediara la necesaria inteligencia con el Santo Padre, porque con tal artículo se quebranta un tratado internacional y las cosas se deshacen lo mismo que se hacen. ¿Cómo se ha hecho ese pacto, que es ley de la Nacion? Por acuerdo de las dos potestades. Hay necesidad, pues, de que ambas intervengan en un acto que rompe el pacto anterior: creo que de no hacerlo así podrían resultar graves perjuicios para la Nación; pero, sin embargo, yo me contento con esta simple indicación, y á la superior sabiduría de los señores Ministros de Estado y de Gracia y Justicia dejo la resolución de los asuntos á que antes me he referido; y concluyo, señores, rogando á la Cámara que me dispense lo mucho que la he mortificado abusando de su inestimable benevolencia .

Share the post

Antolín, Obispo de Jaén (II)

×

Subscribe to Bafomet. Miradas Desde El Callejón De La Mona | Una Visión Oscura De La Ciudad De Jaén

Get updates delivered right to your inbox!

Thank you for your subscription

×