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Pecado Original


El carpintero llegó extenuado a casa. El calor de la calle y las arenas del desierto quemaron esta vez su rostro con más saña que en otras ocasiones, el cuero de sus sandalias, calentado al extremo, ampolló sus pies y el aire seco de Nazareth agrietó sus finos labios dolorosamente.

Sin embargo llegar a casa de Simón era una bendición, allí bebería vino y comería uvas y pan mojado en aceite de oliva, siempre en compañía de sus discípulos, sus mujeres y el pueblo, último y único beneficiario de su verdad y vida.

Jesús, así lo llamaban, era ciertamente un hombre atractivo. De piel mucho más clara que el resto de sus contemporáneos, y con unos ojos claros que muchos aseveraban reflejaba las aguas del Jordán, su físico atraía a mujeres y hombres tanto o más que sus palabras. La mitología tejida alrededor del profeta poco reducía los deseos que despertaba en algunos.

A pesar de esto, el profeta mantenía puro su cuerpo, predicando con el ejemplo de todos los días lo que su verbo pregonaba: la pureza no sólo de alma sino física. Pero la tentación no dejaba escapar a nadie, ni siquiera a un autoproclamado hombre-dios. Y María Magdalena era su nombre.

María Magdalena, llamada “la impura”, no era lo que muchos definirían como una mujer hermosa, empero era un espécimen sensual y atractivo, cuyos ojos verdiazules -enmarcados en una piel tan oscura como el pecado y sobre un rostro coronado con rizos tan rojos como el fuego del infierno- llevaban a los hombres al abismo del arrebato carnal, alejándolos del cielo prometido.

La puta vivía en esa casa gracias a la misericordia del galileo quien la salvó de morir apedreada y deforme bajo la rabia de los judíos, tan pecadores todos como ella misma. Consciente del agradecimiento infinito que sentía y debía prodigarle a este ángel encarnado Magdalena lo recibía siempre con óleos y perfumes, disueltos en un cuenco de arcilla lleno de agua limpia, para limpiar las heridas que el sol hacía en su piel y aliviar el calor del desierto, el cansancio de la prédica.

Cada vez que se iniciaba este ritual Jesús disfrutaba, con un delicioso apretón en su bajo vientre, de las atenciones de la mujer, tan rellena que a veces sus carnes curtidas saltaban rebeldes dentro del velo y las batas. El movimiento sensual de los senos de Magdalena, acompasados con los lentos toques de sus largas manos, emocionaban a Jesús, quien no podía (ni quería) dejar de verlos.

Sus manos largas, expertas y cariñosas restregaban sus agotados pies y piernas, mientras el hermoso canto de su voz le dedicaba canciones de alabanza. El cabello brillante de la sierva caía en mechones fuera del velo obligatorio, proveyendo de una caricia extra las piernas del semidios, excitado sobre su silla.

Sin querer evitar lo siguiente, Jesús tomó en sus manos el rostro de Magdalena, lo acercó al suyo y con una mano arregló los rebeldes cabellos. La cercanía con ella, el hipnotizante olor de piel oscura y los ojos suplicantes fueron una epifanía de lo que sucedería, un inicio al pecado.

Era Dios encarnado, sí, pero en definitiva era un dios en piel de hombre, con sus debilidades y el pecado original corriendo por sus venas.


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