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El Señor Del Semáforo


Quisiera compartir con ustedes una anecdota de una compatriota que en verdad me impacto mucho. Y nos dice mucho acerca de nuestro actuar diario.

En Guatemala pasaba gran parte del tiempo manejando Carro. Muchas veces, en los semáforos llegaban niños a pedir Dinero. Al principio daba algunos centavos, sin darle mucha importacia. Un día pensé que las personas, más que dinero, necesitan sentirse queridas y respetadas, por lo que decidí que cada vez que diera una limosna pidía hacer sentir bien a la Persona; así que cuando llegaba alguien a mi ventanilla le daba algunas monedas, pero le tomaba la mano con fuerza y le hacia una pequeña caricia, le veía a los ojos y le decía algo bonito. Empecé a darme cuenta de la diferencia: las personas se sentían bien y sonreían.

El Tiempo pasó y decidí que en lugar de dar monedas, debía tener en el carro galletas, dulces y hasta carritos de juguete envueltos en papel de regalo para los niños, porque así me aseguraba de que nadie les quitaría el dinero. Me pasaron mil cosas increíbles, pero una de ellas me tocó el alma. Fu el señor del semáforo.

Un día, despueś de tomarme un café en 4 Grados Norte, con un grupo de amigos decidimos ir a cenar. Cada quien ser fue en su carro y yo me fui en el mío por la Avenida de La Reforma. En un semáforo, un mendigo pedía limosna, El señor era alto, con ropa sucia y vieja. Llegó a mi ventanilla y puso la mano, con el gesto clásico. Yo tomé el paquete de galletas y se las di, a la vez que tomaba su mano. en ese instante algo extraño pasó y sentí algo que jamás había sentido. ¡Él cambió su actitud! Su personalidad humilde y sumisa desaparecio, y yo sentí que estaba realmente delante de otra persona. Me vio fijatemente a los ojos, y me sentí la persona más pequeña del mundo, insignificante, delante de su personalidad imponente, pero de una manera exagerada. Fue una mezcla de respeto, temor y admiración, ¡pero elevado a un millón! Me preguntó: "¿Cómo te llamas?" Un poco tímida, le dije; "Marisol, y... ¿usted?" Me dijo su nombre. Enseguida me preguntó: "¿Asisteas a una iglesia, Marisol?" Le contesté que a veces. Él solo sonrió.

El semáforo dio luz verde y le dije adiós. Manejaba, pero no pude contener el llano y no sabía porqué. Lloŕe con todas mis fuerzas, sentí escalofríos; no era una sensación fea; al contrario, increíblemente bonita.

Finalmente llegué al restaurante y se lo conté todo a una de mis amigas. Ella me preguntó: "¿Cómo se llamaba él?" Le respondí: "Me dijo que se llamaba Yehoshua". mi amigo me vio y me dijo extrañada: "¡Marisol!, qué curioso, sabías tú que Yehoshua es el nombre hebreo de Jesús? ¡Qué casualidad!" Yo le contesté: "¡Non!, no lo sabía, jamás lo había escuchado".

Pasaron varias semanas y siempre esperaba encontrar nuevamente a Yehoshya en la Avenida de La Reforma, pero nuna logré volver a verlo. Nunca he sido una persona religiosa, siempre he visto a Dios y ala religión como dos cosas muy diferente. Yo creo y amo a Dios.

No sé quien era el Señor del semáforo. No me siento importante ni soy una santa como para tener el privilegio de haber recibido un regalo de grandes magnitudes. Simplemente creo en Dios y siempre he tratado de no dañar a nadie. No sé si algún día sabŕe quién era el señor del semáforo. Pero aprendí algo: no es importante qué o cuánto das, sino cómo y por qué lo das.


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