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Estoy bien (nueva canción)

Fueron ocho meses sin publicar nota alguna. A mediados de enero de este año, mi rol de vida como artista musical se vino a su mínima expresión. Primero me desconcentraron varios conflictos personales (cuatro, si los cuento; demasiados para alguien que nunca los tiene). Luego, los cuatro meses de protestas en calle para lograr un cambio de gobierno urgente que no ocurrió como se esperaba, me consumieron física y mentalmente en un grado extremo.

En lo que va de 2017, sólo he pisado escenario en una oportunidad. Esto y la preproducción de un concierto tributo a Rush que debió suspenderse por los peligros y la falta de ánimo en un período de asesina represión dictatorial, han sido prácticamente mis únicas tareas en torno a presentaciones. El año ha sido horrible, lo podrían decir.

Hay agravante: la crisis económica y social, aparte de la política. Todo prójimo a mi alrededor tiene como principal preocupación evitar que él y sus seres queridos se mueran por hambre, enfermedad o asesinato. Podría detallar la gravedad de la situación en mi país, pero ya está descrita en sitios de noticias por doquier, e incluso a través de fotos que he publicado en mi perfil de Instagram y de reclamo verbal en Twitter; no quiero redundar con lo trágico.

Lo que sí quiero es dejar claro que todo me afectó al punto tal de ponerle un cobertor al piano y no volverlo a tocar. Si bien intenté siempre inspirar fortaleza y optimismo en días crueles, después de compartir palabras de aliento y solidaridad, al final de cada jornada de batalla urbana, me cacheteaban la falta de paz; los pulmones irritados por el gas lacrimógeno podrido; la piel quemada por el sol que acompañaba cada kilómetro de marcha arriesgada que me castigaba músculos y nervios; el saldo de mis ahorros haciendo dieta en la bóveda del banco; la desesperanza y el temor en la mirada de mis padres; la ansiedad y el llamado silente de protección velados en los juegos de mi hijo conmigo; el grito callado repentinamente de jóvenes que cayeron asesinados a metros de mí.

Todo eso me hizo olvidar la música. Simplemente el alma me entró en luto y me anulé como alguien que hace canciones para reconfortarse a sí mismo y a los demás. ¡Vaya contradicción existencial! Necesitaba animarme en privado con aquello que precisamente puedo hacer, y en cierta forma tenía el deber de brindarlo a otros, y mi mente sencillamente se salió de foco; así era el dolor. Sólo en un par de ocasiones nos reunimos muchos músicos para protestar en la calle y exorcizarla un poco con melodías, pero en esos casos yo era el seguidor de una iniciativa tomada por otros; yo, por mí mismo, no quería tocar.

Luego volvimos a una normalidad bizarra que mezcla subsistencia con un intento de aislarnos de la realidad agobiante. Todo sigue siendo un horroroso episodio histórico en mi tierra, pero la gente, en su necesidad de equilibrio psicológico, recurre más ahora a aquello que pueda ser terapéutico, escapista.

Y mi hijo se fue de vacaciones con su mamá, a ver familia más allá de la frontera, adonde la gente sonríe más.

Y yo me quedé al cuidado de su tortuguita.

Sigo sin tocar el piano. Aún no convergen en mí los pensamientos que me hacen sentarme frente a él. Pero saco a pasear a la tortuga cada mañana, y mi terapia escapista es verla correr entre hojas, ramitas, piedras; bajo rayos de luz cálida; entre momentos en que estira su cuellito al máximo y me ve como diciendo "¿Sigues ahí? Ven a jugar conmigo".

Un día, llegó un gavilán. Primera vez que veía uno; no sabía que volaban en esta ciudad. Y llegó con mirada de hambre a pararse a medio metro de la tortuga, sus alas estiradas. Momento NatGeo. Pegué un brinco y lo espanté como pude. Pero al rato volvió y el susto me hizo tomar una piedra y defender a mi cría. El animalito de carapacho ni se movió. Tal vez su instinto está programado a aceptar su destino como ser que está abajo en la cadena alimenticia. O tal vez confía mucho en la dureza de su concha protectora. O tal vez confiaba en su humano cuidador.

Y quise ser tortuga resiliente, como esa ahí en la jardinera, cayéndose de rocas altas y esmerándose repetidamente por escalar un muro cinco veces su tamaño hasta llegar arriba y simplemente ver alrededor, sin temer, sin pretender, sin desconfiar, en tranquilidad y vida sencilla, sabiendo que siempre puede voltearse cada vez que las circunstancias la ponen patas arriba.

Fue cuando recordé la única canción que he compuesto y grabado en años, una que hice apenas semanas antes de iniciarse el capítulo de mayor opresión totalitaria que hemos presenciado en quizás un siglo. Una canción que hice para aliviarle la ansiedad a alguien y reafirmarle el bienestar a pesar de todo -sin saber lo que venía.

El gavilán no se comió a la tortuga; sigue viva; está bien; puede escalar más muros.

El régimen y el hampa aún no me han roto las venas ni vaciado por completo el estómago; sigo vivo; estoy bien; puedo escalar más muros (y defender más tortugas).

Agarré a la mascotica y puse manos a la obra: volver a escucharme tocar el piano (aunque sea en una grabación) y hacer un video. Y, como este cuento está muy largo, lo cierro con las imágenes que pueden ver al final de este párrafo, y me retiro agradeciendo que aún estén aquí. A pesar de todo.



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