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Metáforas cotidianas

Por Daniel Link para Perfil

Un poco desencantado de la vida ciudadana, voy al acto central de una institución que cumple cien años y que ha formado parte sustancial de mi formación.

La oscuridad me cobija, me obliga a relajarme y a entregarme a un ritual de escucha. En algún momento me sobresaltan unas imágenes que proyectan donde se me ve exultante, copa en alto, participando de no sé qué celebración.

La línea final del acto dice “El Lenguaje es la casa”. Me doy cuenta de que durante la hora que duró mi abandono de la realidad, recuperé parte de mi curiosidad por las cosas dichas.

Aplaudimos, alguien llora. Miro alrededor y reconozco a algunas personas y a otras no. Me doy cuenta de la mezquindad de los ausentes que, porque consideran a esta institución un poco anticuada, se abstuvieron de la celebración. Me resulta extraño, porque precisamente el anacronismo, ese rasgo desdeñado por los snobs (que repiten inmutables los dictados de las modas intelectuales neoyorquinas), es lo que más me atrae de ese sitio, de esas personas, de los discursos que sostienen, con los que yo mismo entable relaciones de intensidad crítica pero que no podría abandonar nunca.

Me acerco a la protagonista del homenaje, la actual directora del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, Guiomar Ciapuscio. Le repito, pero con tono de pregunta: “¿El lenguaje es la casa? Qué final heideggeriano”. “¿Viste?”me contesta conteniendo las lágrimas.

Más tarde, comentando el veredicto con mis amigos, desmenuzamos esa metáfora. “El lenguaje es la casa del ser”, había dicho Heidegger, subrayando el hecho de que (no lo dice de ese modo, pero se deduce de su aforismo) la política es un asunto de seres hablantes. Estamos pagando cara esa arrogancia, pienso, mientras los inusitados calores del mes de junio empiezan a disolverse en el viento helado que viene de una Antártida que se descongela de a poco. Una política que ha despreciado a los entes y que ha hecho del paisaje un mero destino extractivista muestra sus ruinas. No es culpa de Heidegger, claro, sino más bien del mandato testamentario. Pero hay que empezar a cortar por lo sano.

Para mí, le digo a Diego Bentivegna, “El lenguaje es una ventana”, porque es el marco desde el cual miro el mundo. Percibo y actúo en el mundo desde una determinada posición lingüística.

Él me recuerda una operación crítica de hace algunos años, cuando opuso “el lenguaje como casa del ser a la poesía como caza de la lengua”.

La relación de caza respecto de la lengua supone una predación nómade, no un asentamiento. Al territorio estabilizado del sedentarismo se opone la persecución y el agenciamiento con la presa (la lengua como presa) y los territorios. Ningún éxtasis del Ser, ningún sedentarismo, sino más bien una deriva incesante. La casa, si acaso, se lleva a cuestas y se instala en cualquier parte. Es lo que yo, insipirado por él, llamé castrametari o castrametación (el arte de disponer un campamento, algo más duradero que el mero acantonamiento, aunque no tan permanente como una ciudad).

Recordé entonces a Rubén Darío, quien había escrito antes que Heidegger: “Si la palabra es un ser viviente, es a causa del espíritu que la anima: la idea. Así, pues, las ideas, con sus carnes de palabras, vivientes, activas, se congregan, hacen sus ciudades, tienen sus casas. La ciudad es la biblioteca, la casa es el libro”. También en la perspectiva dariana la casa es lo que se lleva a cuestas al atravesar del mundo.

Claro, me dice Diego ahora, que no por nada es un gran poeta, “yo creo con Wittgenstein que el lenguaje es un ciudad, con partes en ruinas y partes en construcción”.

Se dice que “el casado, casa quiere” y Heidegger se contenta con ese confort doméstico y patriarcal. La relación de predación o de deriva necesita de un territorio más amplio, un afuera, una relación atenta a la respiración, los movimientos y el habla de los otros: no una mera política de los seres hablantes, sino una política ambiental, incluso un “animalismo”.

Todo esto nos viene de la frecuentación de la filología y sus transformaciones. Reivindicamos nuestra filología novomundana, porque quiso y supo articular asuntos de lenguaje con asuntos de territorio: la pluralidad de lenguas y de pueblos.

Avancemos ahora hacia una filología queer, una filología de lo sensible, una ecofilología de los mundos habitables.

 



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