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Cuarentena

María Elisa alistó la sombrilla, se puso el gorro de lana con dibujos de trineos y venados navideños porque hace un par de días que busca pero no encuentra el más austero, el de rayas, y se puso el tapabocas que todas las noches pringa y deja secar. Abrió la puerta de la casa, se devolvió con un saltico y gritó hacia adentro: “Voy a salir, no le abran a nadie”. Desde el segundo piso se oye una lánguida advertencia de don Roberto: “No olvide la chompa, mijita”. María Elisa lleva veintidós días saliendo a la calle con la comisión que se auto impuso: Es la única que puede salir de la casa durante la cuarentena. Sus padres, pensionados, él, de la Caja Agraria y ella, maestra normalista, son los prisioneros de la casa que tienen sentimientos encontrados con la situación. Están felices porque ‘La Niña’ regresó a su casa después de haberse hecho “Doctora” y pasará unas vacaciones sin fecha de retorno por ahora. Pero a la vez los aburre que ‘La Niña’ llegó regañona y mandona. No los deja salir como acostumbraban todos los días a caminar por el barrio, salir al mercadito de la esquina a comprar solo unas ramitas de cilantro por viaje, ni a cobrar la pensión en Chapinero. Ahora reciben los rayitos de sol por una persiana vieja y descolorida de la escalera durante la tarde; en las mañanas se sientan del otro lado de la casa en una salita que les incomoda, se les siente de otra talla. En los años ochenta ellos habían comprado la casa en el tradicional barrio Pasadena porque les quedaba cerca a Los 3 Elefantes y desde entonces invirtieron en una sala elegante para las visitas. Está llena de porcelanas con figuras anodinas de pastores suizos, góndolas venecianas y platicos con paisajes bucólicos que les han traído sus hijos en cada viaje como artesanías compradas en tiendas de chucherías para turistas. Doña Clemencia atesora cada baratija ‘made in china’ puesta en carpeticas que ella misma ha tejido porque le recuerdan el cariño de cada hijo. Esa salita, la salita de las visitas, casi nunca la usan, pero ahora en tiempos de cuarentena, recibe los precarios rayitos de sol que le caen a la casa por ese costado.
María Elisa, blindada en esa chaqueta que don Roberto le sigue llamando chompa y con el tapabocas como bufanda, atraviesa las mismas calles todos los días desde que regresó a cuidar a sus viejos en tiempos de coronavirus. Llegó, incluso, desde antes del aislamiento obligatorio a evitar que salgan todos los días a la calle a comprar una sola cosa con tal de tener con quién charlar y a quién pedirle rebaja, y ahora ella busca organizar las compras y evitarles el contacto social.
Esta vez María Elisa advirtió algo diferente: Las calles de Pasadena comenzaron a oler a guiso casero cuando antes no olían a nada. Esas calles que antes eran solitariamente calladas de lunes a viernes, ahora son conciertos disfónicos de gritos, risas, regaños, ollas pitadoras, televisores encendidos con novelas turcas y en donde suben el volumen a la hora del noticiero del medio día. María Elisa bajó el ritmo en su caminata para descifrar el olor que salía por las ventanas de la cuadra. En la casa de la reja café logró ubicar por el aroma, las lentejas en el agua hirviendo y veinte pasos más adelante, la pitadora delató el arroz blanco. La gente había vuelto a cocinar al medio día y entre semana en barrios como éste y como otros; la gente había regresado a las casas y ahora los gritos advertían el desafío de la coexistencia de los adolescentes y sus padres que se disputan las salas para sentarse a trabajar o a estudiar. María Elisa sigue su camino y su jugueteo con la adivinanza del menú casero de cada una de las pocas fachadas en pie, aunque ya no conoce a nadie en el barrio porque muchas de las casas fueron reemplazadas por edificios de seis pisos y las pocas casas que quedan ahora son oficinas y, por estos días, vacías.
Al llegar al supermercado su bienvenida es un empujón de un cliente que no puede ver hacia adelante. Carga tantas bolsas que apenas si logra adivinar el camino hacia su carro. Con el peso de la encomienda se descarga sobre el baúl y se le caen ocho o nueve frascos de gel antibacterial. María Elisa, ofuscada, se repuso y fue por los víveres. Iba por tallarines porque ya estaba cansada de macarrones casi todos los días. Consiguió pasta de conchitas, que no le hacen mucha gracia y no encontró rollos de papel higiénico. Su cara se hastió con todo el sentido del desconsuelo, ese que solo produce la indignidad de no conseguir el producto más básico para el más ruin de sus pudores. El sentido de escasez la invadió como no recodaba haberlo sentido. “Y decían que votáramos por éste que porque si no, nos convertiríamos en una Venezuela…”, dijo entre dientes y apretando el puño. Al llegar a la fila vio cómo todos habían hecho mercado como si no hubiese mañana. Cada carrito llevaba la inmisericorde carga del egoísmo. Cada comprador llevaba lo que cabía en el carrito y un poco más, como si fuese una competencia para matar de hambre al vecino. Su cara se transformó cuando vio cómo una señora había llenado su carrito con al menos seis pacas de 18 rollos de papel higiénico, cada una. María Elisa descargó su silenciosa ira en la bolsa de conchitas, las dejó hechas polvo. Se salió de la fila en la que todos andaban con tapabocas y que más parecían de una convención de asaltantes de bancos, alcanzó a la señora del papel higiénico, la miró de arriba para abajo y le espetó una sentencia volcánica como para amargarle cada sesión en el trono: “Espero que los use todos en una sola sentada, vieja churrienta”. Soltó la bolsa con el polvo de conchitas y se marchó apurada por el orgullo que la esperaba en el andén.



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