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Albert Rivera o el batería de Duncan Dhu

Juan Ramón Viles fue batería de Duncan Dhu entre 1984 y 1989. Había comenzado a tocar las baquetas en Los Dalton a principios de los 80, donde había coincidido con el bajista Diego Vasallo. Ambos se juntaron con el guitarrista y cantante de Los Aristogatos, Mikel Erentxun, que bautizó al grupo con el nombre de un personaje de Stevenson. Fueron cinco años de éxitos. La mayoría de canciones que aún suenan en bodas o en las abundantes y poco diversas radios nostálgicas son de los dos primeros discos. En 1989, tras varios “desencuentros”, Viles fue expulsado del grupo. Poco después, concedió una entrevista a una publicación musical en la que se quejaba amargamente. Cito de memoria: Mikel pone la imagen y Diego se ocupa del sonido. Hacen las canciones entre los dos. Yo sobro. Nadie Quiere Repartir entre tres lo que se puede dividir entre dos.

Es exactamente el problema de Albert Rivera.

Hay un buen número de artículos que atribuyen el descenso en las encuestas de Ciudadanos a no haber buscado una fórmula de entendimiento con el PSOE, lo que habría evitado nuevas elecciones y nos habría permitido tener un gobierno estable en esta nueva crisis territorial y pre-crisis económica. También se vincula la marcha de ciertos nombres relevantes con esa ausencia de acuerdo o con un giro ideológico hacia la derecha, algo que ya existía previamente. Lanzo otra hipótesis: Ciudadanos se disuelve porque no sirve para nada.

Los partidos políticos cumplen una función. Puede ser gobernar, como el PSOE o el PP, pero también puede ser representar a sectores sociales o ideológicos, como UP o Vox, o territoriales, como PNV, que es gobernante en su territorio. ERC, por ejemplo, no ha logrado asumir que, en Cataluña, ya no es un Partido que represente a un sector social y que debe asumir un otro. También hay organizaciones coyunturales o que coagulan estados de ánimo. Lo que es muy complicado es que un partido político sobreviva sin utilidad.

A nivel estatal, Ciudadanos se presentó con un discurso regeneracionista y renovador, sin perder el discurso unitario y antinacionalista de su fundación. Era joven y moderno. Era, como había deseado algún empresario, un Podemos de derechas. Aglutinaba todo el cabreo difuso que había por la gestión de la crisis, pero evitaba que este se dirigiera al modelo económico y lo dirigía otros factores, como la corrupción, el abuso bipartidista de las instituciones o el cansancio que provoca en el consumidor actual la no renovación de la oferta.

Sus primeros movimientos fueron hábiles: acuerdos a dos bandas en Andalucía y Madrid que lanzaban la imagen de controlador del viejo sistema. Con nosotros, decían, todo irá bien. No robarán más y les forzaremos a renovarse. Esto se parecerá más a Estados Unidos. Eran demandas que existían. El programa concreto se adecuó a la línea socio-liberal: una devoción por el sector privado, las bajadas de impuestos, los acuerdos comerciales y los libros de coaching (productividad, competitividad, etc.), combinada con ciertos aspectos lenitivos destinados a evitar los efectos lógicos de las medidas anteriores. También, una propuesta cultural modernizadora, tolerante con la diversidad, disfrutona con las tradiciones, pero desligada del peso religioso del PP.

Incluso, gracias a sus inicios, captó bien la herida emocional que había creado el Procés y que, además reactivar el viejo discurso rojigualdo de golpe en el pecho, había creado un difuso orgullo nacional más moderno, antes reservado para las competiciones deportivas. La victoria en las elecciones catalanas le permitió presentarse como el único partido capaz de enfrentarse al nacionalismo; el bipartidismo era preso de su historia de pactos. En aquel momento, era irrelevante que no presentasen propuestas y que su discurso tuviera un tono eminentemente futbolero que se concretaba en las intervenciones vistosas de sus líderes catalanes.

No importaba. Era el partido que molaba en las oficinas con moqueta.

Ciudadanos encontró su nicho más importante en los profesionales de mediana edad y los territorios donde se han establecido: los nuevos desarrollos urbanos de las ciudades. Ciudadanos encajaba en la visión del mundo que devenía de ese modo de vida (colegio concertado, seguro médico, centro comercial, etc.) y, en las pasadas elecciones de abril, logró establecer un cinturón naranja no sólo en las grandes urbes, sino incluso en las pequeñas capitales de provincia. Con el programa socio-liberal y un mensaje entre el coaching y el running, productivo, eficiente, duro en la competición, pero con capacidad para el disfrute, entró en la disputa en las provincias de tres a cinco escaños, lo que dio la victoria al PSOE y fue letal para el PP.

Era el momento cumbre, la antesala del desastre para quien no es capaz de gestionarlo, como saben futbolistas, músicos y participantes de realities, que atribuyen a sus méritos personales cuestiones que tienen que ver con la coyuntura y, en lugar de evolucionar, tratan de que sea la realidad la que se adapte a ellos. En las elecciones de mayo, Ciudadanos pensó que era fácil derrotar al PP gracias a la desorientación de su líder, Pablo Casado, que había confundido la renovación con la destrucción de lo existente y la imitación de lo nuevo. No funcionó. Rivera midió mal sus fuerzas. Pensó que se enfrentaba al Casado que repetía sus palabras en la campaña de abril, pero se enfrentaba al PP. Es complicado derrotar a un partido con decenas de miles de militantes en cargos de la administración que no sólo conocen el funcionamiento de la administración, sino que saben negociar.

Ciudadanos se enrocó en su mensaje electoral. Es probable que incluso la propia dirección, por un problema de retroalimentación, llegara a creerse toda la teoría conspiranoica del pacto para romper el Estado y derogar la Constitución. Las organizaciones donde sólo existe el líder y su grupo suelen oírse mucho a sí mismas y la endogamia, como nos recuerdan todos los cuadros de Carlos II, no es una buena idea. Rivera optó por no mirar el tablero político de forma global y, sobre todo, no pensó que la función de un partido es gobernar o representar. Es decir, un partido tiene que servir para algo.

Imaginemos que, tras las elecciones de mayo, la dirección de Ciudadanos baja un par de puntos su excitación y comienza a negociar a varias bandas en todos los escenarios con la idea aparente de favorecer los cambios de gobierno o encabezar los ejecutivos. Sólo, aparente. El objetivo real sería dejar al PP con la mínima cuota de poder posible. En concreto, al PP más cercano a Casado. Especialmente, Madrid. Ahora tendríamos a Ciudadanos ocupando la alcaldía de Madrid o la presidencia Comunidad o ambas, a cambio de hacer presidente a Sánchez. Casado estaría pensando en cómo dimitir o resistiendo al marianismo. El PP sería un partido fracturado, una de las cosas que más sancionan los votantes españoles. Ciudadanos, en cambio, tendría varios años para formar una organización política; probablemente, acogiendo a bastantes cuadros populares.

No hizo nada de eso. De hecho, la bisoñez de los equipos de Ciudadanos en la negociación hizo revivir al partido que pretendían sobrepasar. Rivera le puso a Casado la inyección de adrenalina de Pulp Fiction. El PP ganaba, colocaba a su gente y Ciudadanos quedaba como pagafantas, un papel indefendible en ese mundo de profesionales, criados en un ambiente profundamente competitivo. Era algo de lo que ya teníamos alguna pista por las elecciones catalanas, cuando lo primero que hizo Inés Arrimadas fue pedir unos nuevos comicios y lo segundo, no presentarse a la investidura para evidenciar su victoria. Quizá fue algo que no se percibió fuera de Cataluña por la vistosidad del discurso futbolero.

Sin embargo, el crujido llegó en Madrid y Barcelona. Valls era el tipo de persona que se había hecho de Ciudadanos. Es fácil imaginárselo jugando al pádel en Montenares o hablando de vinos, series de televisión o ejercicios para los dorsales en una barbacoa. Tampoco era difícil prever que, entre la socialdemocracia, incluso la de léxico incendiado, y el soberanismo, Valls iba a optar por la primera y oponerse era algo muy complicado de explicar porque contradecía tanto la base fundacional de Ciudadanos como su condición flexible. Al romper con Valls, Rivera se estaba expulsando a sí mismo. El crujido de Madrid se produjo en la manifestación del Orgullo. Ciudadanos pensó que podía aplicar el discurso futbolero a todos los colectivos y se encontró con una respuesta contundente que, sin esa base religiosa del PP, se queda en ruido. Es decir, es más fácil asumir que un partido viejo tenga dificultades para adaptarse a los cambios sociales que el enfrentamiento directo con el colectivo del pasado mes de junio. Por resumirlo, Ciudadanos ha dejado de molar.

Los análisis a corto plazo, la autopercepción desmedida de la propia fuerza, la confianza en la puesta en escena o el desprecio a la organización clásica es probable que estén relacionados con el tipo de liderazgo, vertical y cerrado. No hay contrapesos, nadie dice que igual nos estamos equivocando, como le explicó Núñez Feijóo a Pablo Casado hace unos meses. Tras purgar la corrupción con los resultados de abril, el PP ha recuperado un discurso propio y sólo tiene que sentarse a cosechar los votos de la Operación Retorno, salvo que vuelva a meterse en una carrera de autos locos con Vox. De hecho, es complicado hacer previsiones con un incendio en marcha, pero nadie quiere repartir entre tres lo que se puede dividir entre dos.

Ciudadanos se está hundiendo porque es prescindible. Hace trece años, Juanra Viles escribió un libro titulado Crónica de un éxito. En la presentación, dejó unas palabras que sirven para Ciudadanos; en general, para lo que se conoció como nueva política: «No tuvimos tiempo de asimilar el éxito. No teníamos una idea clara de lo que estábamos viviendo. Todo ocurría tan rápido que no teníamos tiempo de digerirlo». Es un buen resumen.



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