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Panegírico al mar boliviano

Y golpea, y golpea, y golpea, la soñada imagen del mar, su perfil colmado de colores preciosos, su fragancia lejana, su murmullo capaz de mitigar cualquier desazón. La sensación santa que contagia, el significado profundo de la vaguedad con que su recuerdo salpica el rostro, la facilidad con la que disuelve cualquier intranquilidad con la efusión de su oleaje… Para los bolivianos, el mar es mucho más que una masa extensa de agua salada, que una superficie líquida útil para  transportar mercancias, que una piscina inmensa donde es posible lavar el cuerpo y desnudar el alma. Es una ausencia poderosa, una químera más real que lo real, un cielo líquido, o diamante, cubierto de surcos azules y espuma blanca. Los bolivianos añoramos el mar, y lo amamos más que cualquier otro pueblo, porque tenemos la certeza de que tras la Guerra del Pacífico se nos arrebató algo precioso, algo invaluable, algo bello, algo quizá más valioso que la vida misma. 

El mar es probablemente todo lo que creemos y más. Hay momentos, no obstante, en los que nos percibo demasiado nostálgicos, lo que no es para nada malo. Grabada con signos de oro, la imagen que tengo de la playa y del mar está insuflada por las loas de poetas como Darío y García Lorca. “Mar armonioso/Mar maravilloso/tu salada fragancia/tus colores y músicas sonoras/me dan la sensación divina de mi infancia/en que suaves las horas/venían en un paso de danza reposada/a dejarme un ensueño o regalo de hada.” Son estos versos de ‘Marina’, uno de los poemas encomiásticos más vivos de entre aquellos que brotaron de la pluma de Darío. Lorca, por su parte, ve en el mar un primer paisaje lleno de choques, líquidos y rumores, que transmina a niño recién nacido; un lugar donde toda superficie es evitada, un blanco de alegría, y de amor mezclado con arena, en definitiva. 

¿Qué representaría el mar para nosotros los bolivianos si no nos contasen cosas tan maravillosas de él quienes gozan de puertos y accesos al océano? Tal vez el Mar Boliviano, figurándonos un contexto fantasioso, sería una costa abandonada, poblada por hombres y mujeres tan humildes y pobres como los desheredados mineros que escarban las entrañas del Cerro Rico de Potosí en busca de metales comerciables. O tal vez su territorio sería un territorio abandonado, solitario, y olvidado, igual que el de las planicies altiplánicas, tan hábiles al inspirar melancolía, y poseedoras de tanta claridad en lo referido al significado de su aridez. O quizá la costa boliviana sería un motivo de angustia, de discordancia social, por la distribución inequitativa de los beneficios que el negocio de la pesca ofrece, mezquino para los pescadores artesanales, y generoso con las grandes empresas pesqueras, las cuales no tienen ningún miramiento al agotar los frutos del mar en perjuicio de los pescadores más humildes. Conocido es el problema de la explotación insostenible de los frutos marítimos, resultante de la falta de medidas regulatorias de esta actividad en países como Chile, aquel vecino nuestro al que por cierto  acusamos de despojarnos de nuestro litoral.

Con todo, el mar y su añoranza son necesidades espirituales para todos nosotros. Es por eso que las preguntas que más nos gusta hacernos son: ¿Qué tanto hemos avanzado en nuestra lucha por obtener un acceso soberano al mar? ¿Qué esfuerzos están haciendo nuestros políticos para librarnos de nuestra mediterraneidad? ¿Cuán lejos estamos de alcanzar el éxito? Cada veintitrés de marzo, durante nuestras celebraciones por el Día del Mar, anudamos nuestras gargantas y entonamos las elegías con las que evocamos con tristeza y obstinación la pérdida de nuestro litoral. Somos muy rigurosos en cuanto a los ritos con los que hurgamos en nuestras heridas y echamos sal a nuestras carencias. 

Año tras año, nuestro amor por el mar no hace otra cosa que inflamarse, y es ésta la razón por la que el mar boliviano es el más grandioso de todos. Su irrealidad y su venerabilidad son enormes en equivalencia. El mar boliviano es tanto más amado cuanto más delirante. Ajeno a todos los males de los piélagos considerados patrimonios mercantilistas, es el Edén soñado por miles de almas marinas defenestradas. La única llanura de murmullos celestes y vuelos rotos que se asemeja a la de los poetas es la llanura de un mar inexistente. Sólo quien ha perdido sabe que ha amado realmente. Los bolivianos comprendemos mejor que nadie la belleza marítima justamente porque no tenemos la más mínima idea de lo que se siente poseer una costa.

Sugiero que amemos los paisajes con los que contamos y que amemos aun más aquellos que sólo existen en nuestra mente. El poeta boliviano tiene derecho más que ningún otro a arrojar laureles al agua. Al mismo tiempo, enorgullezcámonos de ese espíritu nuestro tan tenaz en sus pretensiones, y mantengamos la esperanza de que la mediterraneidad de Bolivia ha de acabarse pronto.


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