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El padre (Carta a las pequeñas)

Prefiero llevarlas al colegio, con el reverendo ritual que significa levantar mi humanidad, ligera en kilos, pero con sobrepeso de problemas, despertarme sin que ustedes lo noten (un elefante hace menos ruido que mis pasos trastabillantes en la oscuridad), arropar sus cuerpecitos para que duerman treinta minutos más, asear y retocar el cuerpo para verse presentable, presuroso beber una taza de café, luego despertarlas de sus ensueños, vestirlas (buzo o falda, dependiendo del ánimo), vigilar que tomen desayuno, que se laven los dientes con una desesperante paciencia, peinarlas a mi manera ( no basta con una coleta. Tiene que haber flequillo, mojado, partido a la mitad, con moño blanco o rojo, alternando), sacar el carro, subirlas, ajustar las maletas y esquivar el tráfico para que lleguen temprano (hasta ahora, 80% de veces llegamos antes de que abran las puertas del colegio). Luego de la despedida a cada una (una pide abrazo, la otra pide beso), enrumbar a la caótica vida de conductor, para llegar temprano al trabajo. Una vez llegué tarde, hace un año (única vez en mis doce años de labores), y fue porque se demoraron en peinarse. Algunos que me escuchan opinan que una movilidad sería lo mejor, así ahorraría tiempo. Pero perdería momentos, les refuto. Así, al menos gano sus mañanas.

Tengo dos trabajos, los cuales me permiten almorzar con ellas casi todos los días, para escuchar sus quejas o sus novedades, o solo para verlas comer, aun cuando la abuela quiera crucificarme por permitirles dejar un poco de ensalada. Para mí, basta y sobra. No hay necesidad de llevarlas al extremo de limpiar el plato, o considerarlas en riesgo nutricional. Aunque la abuela sentencie una severa desnutrición porque falta comer un grano de arroz, me siento feliz al verlas satisfechas, gracias al trabajo que hacemos.

Me encanta estar por las tardes, aunque solo me usen como una muralla para un castillo imaginario, o que me digan que estoy muy gordo. O que los ponys de plástico me caigan sobre la cabeza, o que me quieran pintar con plumón la cara solo para decir que soy un puerquito. Se que, en el preciso instante que me siente en el sofá, aparecerán para ver que estoy haciendo. Me basta con escuchar sus risas, hondas, gordas, extensas, asfixiantes, de satisfacción. Es suficiente con saber que estuve allí.

Prefiero que se molesten conmigo cuando les reprendo porque se pegaron. O porque se molestaron, o porque no querían bañarse. Prefiero eso, pues luego las risas nos dejan dulzura. Incluso, cuando calmo sus pataletas, con abrazos, o seco sus lagrimas, me convierto en un nuevo padre, un poco apaleado por la molicie de la crianza.

Prefiero que digan que soy un ocioso, que trabajo poco o menos que el resto de mi generación, que solo tengo dos trabajos (otros tienen cuatro), o pasar algunas penurias económicas, atascado con algunos bancos. Lo prefiero. Pues ningún dinero me puede comprar el tiempo que paso ellas, mis hijas. Me encanta. Lo disfruto, aunque cause estrés o sordera súbita por tantos decibeles agudos.  Les hago canciones, nos hacemos canciones, nos hacemos cuentos, nos reímos. Me basta. No sé si estoy equivocado. Lo único que sé es que me gusta hacerlo.

¿Cuántas constelaciones hemos descubierto juntos? Capricornio, Tauro, Virgo, Leo, los planetas Marte, Júpiter, Saturno, Venus. Hemos viajado más allá de nuestras fronteras. Estamos juntos, en este viaje, sabiendo que parte de mi alma se va con ustedes, energías que no recuperaré. Lo necesario para que ustedes emprendan su camino.  

Amo la vida a su lado, desde el momento en que llegaron, desde sus primeras pataditas, desde que las vi nacer, cuando asistí a cada parto de su madre, cuando les cambié el pañal, cuando me desvelaba en arrullos, cuando miraba como psicópata al que se atreva a despertarlas, cuando me embarraban con papilla, cuando se cayeron de la bicicleta, cuando el perro casi las muerde, cuando…tantas cosas. Y recién van siete años.   
¿Feliz día del padre? No. Gracias por permitirme ser feliz como padre. Gracias.




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