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LAS narró en Don Manuel la deserción del Perú del presidente Mariano Ignacio Prado.
Meses más tarde ocurrieron sucesos memorables. El 5 de abril [de 1879] llegó a Lima la noticia de la declaratoria de guerra por Chile. El ministro chileno, [Joaquín] Godoy, la comunicó al General [Mariano Ignacio] Prado, y el peruano [José Antonio de] Lavalle recibió en Santiago sus pasaportes. Don Manuel [González-Prada], que estaba en Mala, vino esa misma tarde a Lima, a galope tendido, para seguir de cerca los acontecimientos y estar dispuesto a todo. Esa noche reinó en la estancia un desconcierto enorme. El “hereje” Don Manuel había alterado violentamente el ritmo de su vida ante un llamado desconocido. Tenía entonces treinta y un años y figura de atleta.
Encontró a Lima revuelta, ardiendo en rumores. El Presidente Prado se disponía a dirigir personalmente las tropas del sur. Durante semanas seguidas llegaron nuevas fatales. El ejército enemigo avanzaba. Se carecía de armas. Los buques resultaban impotentes para luchar contra una escuadra superior. El Huáscar, al mando de [Miguel] Grau, realizaba proezas. Manuel tenía toda su alma puesta en el Huáscar. Grau compendiaba el esfuerzo nacional. En el testamento patriótico de don Manuel, Grau era su heredero. Se exaltaba al pensar en los peligros que corría aquel marino heroico. Mas ocurrió, al fin, tras proezas incesantes, el trágico ocaso: Grau cayó en Punta Angamos, el 8 de octubre [de 1879]. Don Manuel sintió en su propia carne el martirio de aquel día. Pero no terminaba allí el agonizar. El Presidente Prado regresó precipitadamente a Lima entre mil y mil rumores, contradictorios. Don Manuel deambulaba por las calles en una ansiedad crispante. Ya se había ofrecido a los cuarteles, listo para el combate, en cualquier batallón que se le designara. Doña Josefa [Álvarez de Ulloa, madre de Manuel González-Prada] sollozaba en silencio por su Manuel; diariamente iba a misa, con sus dos hijas, a rezar con duplicado fervor, ya que el “hereje” no era capaz, ni en esos instantes supremos, de doblegarse ante lo sobrenatural.
Al despertar la ciudad el 18 de diciembre [de 1879], recorrió las plazas una nueva sorprendente: “Se ha marchado el Presidente”, decían unos: “Le han dado permiso”, “La Puerta está viejo para reemplazarlo”, “Prado va a comprar armamentos”, “¡Qué viaje tan raro!”, “Es la urgencia”. Don Manuel recorría los grupos escuchando, sin atreverse a creer lo que oía. Compró todos los periódicos. Leyó, atónito, el furibundo editorial de El Comercio, la censura amarga de El Nacional; el tibio comentario de La Opinión Nacional. Sin embargo, no intervenía en los mítines, perplejo ante la actitud del Gobierno. En una esquina, lo detuvo un bando que la muchedumbre recibía con rechiflas y denuestos. Don Manuel irguió la alta estatura y alcanzó a leer: “Conciudadanos: Los grandes intereses de la Patria exigen que hoy parta para el extranjero, separándome temporalmente de vosotros, en los momentos en que, consideraciones de otro género, me aconsejaban a permanecer a vuestro lado. Muy grandes y muy poderosos son, en efecto, los motivos que me inducen a tomar esta resolución. Respetadla, que algún derecho tiene a exigirlo así el hombre que como yo sirve al país con buena voluntad y completa abnegación... Al despedirme os dejo la seguridad de que estaré oportunamente en medio de vosotros...”. Don Manuel volvió a leer lentamente: luego ¡era verdad! En el trayecto a su casa, supo que el Consejo de Ministros había autorizado ese viaje del Presidente, en virtud de una resolución legislativa del mes de mayo [de 1879], es decir, un mes después de iniciada la guerra. Cada vez más absorto, recogía impresiones, en cada grupo. Reinaba una expectación aguda, tremante. Se sabía que el anciano Vicepresidente General Luis La Puerta, no podría mantenerse en el Gobierno, y que el Jefe del Gabinete y Ministro de la Guerra, General La Cotera, no gozaba de simpatía popular. Pelotones de tropas custodiaban la ciudad. Don Manuel se acordó de Piérola. Su excondiscípulo había regresado del destierro en cuanto se declaró la guerra, y sentó plaza en un cuartel de Lima.
Mientras el barco que conducía al Presidente se alejaba del Callao, la ciudad se revolvía inquieta. La turba alcanzó a divisar a uno de los ministros, en su coche, y le silbó estruendosamente. Patrullas de caballería trataban de disolver las manifestaciones. Sonaban disparos. Todo el día 19 pasó así. Al amanecer el 20 aumentó la agitación. En Cocharcas, barrio levantisco y anticivilista, se vivó calurosamente a Piérola, cuya aureola, a raíz de la anterior hazaña del Huáscar [tras su enfrentamiento con la fragata británica Shah y la corbeta Amethyst], había crecido enormemente. El Presidente del Consejo de Ministros fue en persona a sofocar el motín, con un escuadrón. Todo el paso del General La Cotera fue saludado por rechiflas, pedradas, cargas de caballería, culatazos. Aumentaban la efervescencia. El General La Cotera hubo de regresar al centro de la ciudad y, nuevamente, escuchó denuestos, amenazas. Ciego de furor, al verse increpado duramente por un grupo de universitarios y profesionales jóvenes, recién egresados de las aulas, lanzó su propio caballo sobre los manifestantes; le siguió la tropa blandiendo los sables, pero una mano firme detuvo por la brida al caballo de La Cotera e interpeló al ministro, exigiéndole cordura. El joven médico Enrique C. Basadre impuso su tranquilidad al General; pero la tropa, imaginando un ataque a mano armada, disparó sobre los grupos. Cayeron paisanos, estudiantes. Otra nube de piedras y disparos epilogó el episodio.
Fuente
Sánchez, Luis Alberto. 1962. Don Manuel. Cuarta edición. Lima: Editorial Populibros Peruanos, pp. 78-80.
César Vásquez Bazán, 2014
Mayo 2, 2014
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