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Reflexiones sobre la Guerra del Salitre

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Escribe: César Vásquez Bazán
José Antonio de Lavalle, Embajador Extraordinario y Ministro Plenipotenciario del Perú enviado en misión especial a Chile con el fin de mediar en el conflicto existente entre ese país y Bolivia 

El 5 de abril de 1879 la República de Chile declaró la guerra al Perú.

Contrariamente a lo que algunos pudieran creer, Perú no había ejecutado ninguna acción inamistosa o de provocación en contra de Chile. No había invadido su territorio, no había ocupado sus ciudades, ni había bloqueado sus puertos. No aspiraba a arrebatarle sus minerales de cobre o plata. No había asesinado ni maltratado a ninguno de sus habitantes. Ambas naciones carecían de límites entre sí y no tenían reclamaciones pendientes territoriales ni financieras.

Durante años, en la década de 1870, Perú recibió con los brazos abiertos a miles de ciudadanos chilenos que escapando de la crisis de recesión y desempleo que afectaba a su país llegaron al nuestro en busca de la vida mejor que podía obtenerse del trabajo en la construcción de ferrocarriles y en la industria salitrera. Los representantes del hermano pueblo chileno vivieron en el Perú sin ser objeto de maltratos ni sufrir discriminación.

Hasta el día anterior a la declaratoria de guerra por Chile, el Perú se había esforzado en mantener la paz en la región. Por espacio de un mes, a partir del 4 de marzo de 1879, Perú había enviado al país del sur al ministro José Antonio de Lavalle con el fin de mediar entre esa nación y Bolivia y encontrar una solución a los problemas existentes entre ambas. La Historia ha registrado que las gestiones de la diplomacia peruana fueron rechazadas por las autoridades políticas chilenas, por lo que el plenipotenciario Lavalle debió salir de Chile el día anterior a la declaración de hostilidades contra el Perú.

Desde el inicio de la conflagración, el 5 de abril de 1879, Chile tenía fijado el objetivo de apoderarse de Tarapacá, por lo que ordenó a su armada el bloqueo de Iquique, puerto de ese departamento peruano por el que se exportaba el salitre. El bloqueo chileno no fue establecido contra el Callao, Arica, Mollendo o Islay. Fue ejecutado contra Iquique, señalando la intención de apoderarse del salitre de Tarapacá. El asedio de Iquique, establecido por Chile el mismo día que declaró la guerra contra nuestro país, reveló las intenciones de rapiña territorial de la nación del sur.

Cinco años después, el robo chileno de la tierra peruana se había formalizado. A través del denominado Tratado de Ancón, Chile se apoderó de Tarapacá y del puerto y la ciudad de Arica, es decir de casi cincuenta mil kilómetros cuadrados de territorio peruano. Cumplió así con los dictados del arrogante lema “por la razón o la fuerza”, que se mantiene inscrito hasta el día de hoy, sin arrepentimiento, en su escudo nacional.

El conflicto de agresión y conquista territorial conocido como la Guerra del Salitre –cuyo objetivo de rapiña quiere siempre esconderse tras la poética denominación de Guerra del Pacífico− fue planificado por la oligarquía gobernante chilena con años de anticipación y fue decidido tras analizar el poderío comparativo de la armada, ejército y administración del Estado de ambas naciones, complementado con una evaluación de las condiciones políticas, económicas y sociales vigentes en el Perú.

La decisión militarista de las clases gobernantes chilenas constituyó una nueva aplicación de la Doctrina del ministro Portales, enunciada a comienzos del siglo XIX y no abandonada hasta el presente. Ésta puede resumirse en la necesidad vital de Chile de explotar nuestras riquezas, por lo que era necesario subordinar al Perú a la hegemonía chilena, destruyendo sus centros de actividad económica, dejándolo en la ruina de la cual no pudiera levantarse. Inclusive, en el transcurso del conflicto los guerreristas chilenos llegaron a evaluar medidas que implicaban la desaparición del Perú como república independiente, con acciones que incluían la anexión del Perú a Chile, o el sometimiento del Perú al protectorado chileno.

La guerra de conquista territorial que el “mundo civilizado” presenció sin intentar detener, entre 1879 y 1884, constituyó un crimen de lesa humanidad practicado por las clases gobernantes y las fuerzas armadas de Chile. Fue una conflagración que además del afán de conquista expresó el repudio racista de Chile contra el Perú, nación a la cual los sureños entienden como inferior por estar compuesta por cholos, mestizos, indios y negros. Chile adquirió la experiencia necesaria para esta guerra “pacificando” la Araucanía y cancelando la vida de miles de pobladores indígenas, sus propios habitantes originarios.

Las acciones en las que se vieron envueltas las tropas sureñas durante la invasión del Perú configuraron el crimen horrendo de genocidio. En cada ocasión, las fuerzas chilenas violaron la Convención de Ginebra de 1864, desde el ametrallamiento de los náufragos peruanos de la fragata Independencia, a sólo un mes de comenzada la guerra, hasta el asesinato de militares peruanos como Leoncio Prado tras la batalla de Huamachuco, en los meses postreros de la contienda. Enorgulleciéndose de “no tomar prisioneros”, las huestes chilenas asesinaron con frialdad a heridos y cautivos peruanos. Miles de seres humanos perecieron “repasados” por los genocidas venidos del sur, degollados, con el cerebro destrozado a culatazos o atravesados a bayonetazos por los invasores. Ciudadanos de toda condición, hogares, pueblos, instituciones, empresas e iglesias fueron violados, vejados, humillados, saqueados, asesinados y destruidos por las tropas de ocupación, que remitían felices y conscientes a Chile el botín de la rapiña.

La conducta de Miguel Grau –comportamiento de humanidad con los vencidos− contrasta con la miseria moral de los generales del sur que ordenaban el “repase” de los heridos y el fusilamiento de los prisioneros. Triste situación la de un país cuyos principales héroes militares son a la vez sanguinarios criminales de guerra que empañaron su foja de servicios con los delitos de lesa humanidad que cometieron en el Perú. Además, vergonzosa circunstancia la de una nación que no tuvo reparos en atacar al Caballero de los Mares, ese mismo valiente que en 1865, junto con otros marinos peruanos, había protegido a Chile de la agresión española.

Treinta y cuarenta años después de 1879, en las primeras décadas del siglo XX, cuando Chile ocupaba Tacna y Arica, la política oficial de ese país –conocida como “chilenización”– violentó e incluso asesinó a los peruanos que en la tierra cautiva –su propia tierra– levantaban la bandera de Bolognesi, Grau y Cáceres y negábanse a adoptar la nacionalidad chilena.

Jorge Basadre escribió sobre esas acciones de extraña concordia chilenizadora, de las que él mismo fue víctima: “Insultos, amenazas, barro, excremento, piedras, trozos de adobe, pintura, guijarros, agua sucia llovieron sobre nosotros. Desde las esquinas y las aceras había grupos chilenos que propinaban golpes de palo y puño, puntapiés y hasta heridas de armas cortantes a quienes desfilaban. Numerosos automóviles y camiones estacionados en las bocacalles no cesaban de tocar bocinas con la finalidad de crear un clima de amedrentamiento mayor”.

Las conductas que hemos descrito ilustran un pasado común que divide al Perú y Chile y problematizan seriamente su futuro. Es historia que no puede borrarse con papeles mojados en tinta, ni llamados novelísticos a la concordia. Para los peruanos, la agresión de 1879 es una lección que debemos mantener siempre presente, no sólo por patriotismo y dignidad, sino por mero instinto de conservación nacional. Los peruanos no debemos olvidar que entre 1991 y el año 2010 Chile registró gastos militares por ochenta mil millones de dólares, más de tres veces la cantidad dedicada al mismo fin por nuestro país.

La Doctrina Portales y la Guerra del Salitre establecieron la condición de Chile como enemigo mortal del Perú. Ese carácter no ha cambiado y se conservará en el futuro en la medida en que el país agresor no modifique sustancialmente, con acciones específicas, sus políticas antiperuanas y mientras no reconozca los gravísimos daños humanos, la apropiación de territorio, los crímenes de guerra y los saqueos del patrimonio nacional, público y privado, cometidos en una guerra de conquista imperialista que Perú pudo enfrentar durante cinco años, a pesar de su desorganización nacional, crisis políticas, falencias hacendarias y falta de recursos militares.

Si se quiere verdaderamente que el futuro una a Chile y al Perú, si realmente se aspira a que el pasado no nos divida más, los gobernantes del país del sur deben dar el primer paso y reconocer la responsabilidad histórica de Chile en el genocidio, desmembramiento territorial del Perú y rapiña de 1879. Los gobernantes chilenos deben ofrecer disculpas públicas al pueblo peruano por lo sucedido en la guerra que su país declaró al nuestro. Ése es el primer paso de un verdadero proceso de reconciliación que una a nuestras dos naciones. Ése es también el primer requisito que Chile debe cumplir para comenzar a recorrer el camino de la concordia auténtica con el Perú.

© César Vásquez Bazán, 2012
Todos los derechos reservados
Julio 26, 2012


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