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¿Ha cambiado el neobelaundista García Pérez?

Escribe: César Vásquez Bazán
Portada de La propuesta olvidada, Editorial Okura, Lima, 1987

A mediados de 1987, algunas semanas antes del intento de nacionalización de la banca, escribí un libro titulado La propuesta olvidada. Mi intención fue mostrar la lejanía existente entre la acción del régimen presidido por Alan García y la ideología y plataforma programáticas del Partido Aprista Peruano. El quinto capítulo de ese libro (Aprismo y gobierno) se dedicó al análisis del experimento político alanista al que consideré una estéril variante del Populismo latinoamericano. En particular, señalé que antes que discípulo de Haya de la Torre, García más bien daba señales claras de practicar un neobelaundismo populista, aderezado con unas pizcas de leguiísmo modernizado.


En La propuesta olvidada ubique la génesis mediata del alanismo en el ajuste táctico para la toma del poder promovido por la dirección aprista a mediados de los años cincuenta y el origen inmediato en la difícil coyuntura partidaria producida tras la muerte de Haya de la Torre. Expliqué los antecedentes históricos y métodos del alanismo, la apariencia y la realidad de su caudillo y la conducta que seguía frente a los grupos de poder económico, las fuerzas armadas, la Iglesia y los trabajadores.

El texto de dicho capítulo quinto es el que envío a continuación para la consideración de los lectores. Permitirá que cada quien compare al García de hoy con el Alan de ayer. Si se efectúa esa comparación a la luz de los objetivos, métodos y comportamiento de AGP, se encontrará que Alan sigue siendo el mismo político neobelaundista que presidió el país entre 1985 y 1990.


* * *

“Yo no quiero dinero ni puestos;
quiero justicia para el pueblo peruano.”
[1]

El presente capítulo intenta una interpretación de la realidad aprista y del carácter del gobierno del presidente García hacia mediados de 1987. Básicamente, estas líneas pretenden demostrar que el aprismo “como doctrina, como programa y como línea directriz”, tal cual diría Haya, no se encuentra en el poder. Por el contrario, el régimen constitucional 1985-1990 acusa una fuerte orienta­ción política de corte populista que no guarda mayores vincula­ciones con la ideología y la plataforma expuestas en los capítulos anteriores.

¿Qué significan estas palabras? ¿Cómo se ha podido configu­rar la extraña situación que un partido político gane una elección y, sin embargo, no detente el gobierno? La respuesta que aquí se en­saya ubica la génesis del fenómeno a mediados de los años cincuenta, con el ajuste de la táctica para la toma del poder, rectificación decretada por la alta dirección aprista. Empero, el origen inmediato del populismo se encuentra en la coyuntura de vacío hegemónico producida en el PAP tras la muerte de Haya de la Torre.

El capítulo analiza en detalle los antecedentes históricos, mé­todos y conducta corrientemente seguidos por el populismo así como los objetivos, la apariencia y la realidad de su caudillo y protagonista principal. De igual manera, propone algunas reflexiones en cuanto a la acción futura del aprismo, con miras a llevar a la práctica la ideología y el programa revolucionarios originales.

LA GÉNESIS DEL POPULISMO

La génesis del populismo que gobierna el país reconoce dos horizontes temporales. De manera mediata, la desviación comentada nace de la mutación táctica para la toma del poder ve­rificada por la dirigencia del PAP tras la salida de Haya del asiloen la Embajada de Colombia. Su origen inmediato se puede ubi­car en la coyuntura de vacío de poder registrada en el Partido Aprista tras la muerte de Víctor Raúl.


El ajuste táctico de la dirección aprista

Resulta indiscutible que hacia mediados de los años cincuenta, la dirección aprista llevó a efecto una alteración en la táctica pa­ra alcanzar el poder. Tal fenómeno fue el corolario de los efectos de doblegación producidos por la prolongada persecución de la que fuera objeto el PAP.

Como se sabe, la prédica revolucionaria del aprismo fue repri­mida duramente por las clases gobernantes. A lo largo de un ter­cio de siglo, entre 1930 y 1963, el pueblo aprista, como ningún otro, tuvo que soportar prisiones y torturas; destierros y ejecuciones; clandestinidades y relegamientos; asesinatos y prolonga­dos asilos; declaraciones de ilegalidad constitucional y vetos militares. Sensiblemente, debe reconocerse que el enfrentamiento terminó por abatir la voluntad de los líderes y gene­rar importantes alteraciones tácticas respecto a los procedimien­tos para la toma del poder. Desde mediados de los cincuenta, se­rá incuestionable la importancia que adquirirá para el PAP el ob­jetivo de instaurar una democracia formal y estable, respetuosa de las libertades personales básicas y garante de la vigencia de los derechos humanos. La perspectiva revolucionaria no fue abandonada pero si pasaría a ocupar un modesto segundo plano. Hartos de persecución, de ahora en adelante los dirigentes apristas lucharán por la implantación de la democracia formal. Sólo alcanzado este objetivo y asegurada totalmente su continuidad podrá pensarse en iniciar proceso de cambio alguno.

Por otro lado, el sufrir en carne propia durante tanto tiempo el acoso de las clases dominantes grabó en las conciencias apristas el inmenso vigor adquirido por las fuerzas represivas. A con­secuencia de esta apreciación, el Partido descartó totalmente la vía insurreccional para la toma del poder. Se podrá hacer uso de la violencia popular en países con ejércitos relativamente débiles y mediocre­mente equipados, como puede ser el caso de la Cuba de Batis­ta. Sin embargo, en naciones con contingentes modernos, preparados técnicamente por el imperialismo y premunidos de ar­mamento sofisticado, la lucha armada resulta inviable.

Este enfoque condujo al Partido a enmarcarse en el culto al sistema electoral como única vía realista para la toma del poder, olvidando los defectos inherentes al mismo. Obviamente, se en­tiende aceptado el supuesto que producidas las elecciones, el PAP aparecería como vencedor, en razón a su masivo respaldo popular.

El temor al golpismo fascista, la sobrevaloración de la demo­cracia formal, la renuncia al uso de la vía insurreccional y la fe y adhesión demostradas hacia el sistema electoral trajeron consi­go tres importantes consecuencias para la vida partidaria.

La primera de ellas fue la progresiva desideologización en que cayó el PAP. Si bien en momentos de persecución resulta difícil pensar que los cuadros partidarios puedan dedicarse al estudio y profundización de la teoría, la explicación fundamental de este fenóme­no atraviesa otro meridiano: radica en la forzada inaccesibilidad de la militancia a los textos básicos del aprismo. Mientras exis­tiera una perspectiva electoral específica en el horizonte políti­co, sería preferible no promover la circulación de obras que por su contenido radical pudieran afectar la posibilidad de llegar al poder. Se pensaba que divulgar las intenciones partidarias esti­mularía la intervención de la reacción oligárquica y su temido brazo armado. Por esa razón, causaría desagrado interno y sería punible de sanción disciplinaria e, incluso, agresión física aquel aprista que osare reproducir sus textos ideológicos, parcial o to­talmente. Quedaron así sin reeditar, por largo tiempo, libros como Por la emancipación de América Latina (publicado originalmente en 1927); Teoría, y táctica del aprismo (1931); Ideario y acción aprista (1931); Política aprista (1933); El proceso Haya de la Torre (1933); Construyendo el aprismo (1933); ¿A dónde va Indoamérica? (1935) y La defensa continen­tal (1943).

El antimperialismo y el APRA, la obra magna de Víctor Raúl, también sería relegada por la nueva táctica. En su reem­plazo aparecería Treinta años de aprismo, publicado en 1956 por el Fondo de Cultura Económica de México. Expresión ca­bal del ajuste táctico de los años cincuenta, la obra es una pre­sentación incompleta de las tesis fundamentales del aprismo, comentadas en lenguaje moderado. Si bien abundan las citas de El antimperialismo y el APRA, se abandona el encendido estilo de redacción y se prescinde del tratamiento de temas cruciales, a fin de no ahuyentar el apoyo electoral mesocrático in­dispensable para vencer en los comicios de 1962. Así, se evitará examinar el carácter de la hegemonía política al interior del frente único de clases; se guardará silencio respecto de las limita­ciones a las libertades económicas de las clases explotadoras y clases medias y no se recordará la posibilidad del uso de la violencia pa­ra la toma del poder. Sin embargo, tampoco se escribirá nada que vaya en contra de las tesis originales del Partido. Simple­mente, se mantendrá ante ellas el respetuoso mutismo exigido por la contienda electoral próxima.

En este contexto puede entenderse porqué la Antología del pensamiento político de Haya de la Torre, publicada en 1961, hubiese incluido en el segundo de sus cinco tomos –el dedica­do a la ideología aprista– sólo una sección de la nota prelimi­nar a la primera edición de la obra máxima del aprismo y, en cambio, reprodujese el prólogo y cinco capítulos de Treinta años de aprismo.

La segunda consecuencia fue la tendencia al inmovilismo del Partido, manifestada en la actitud aprista de no participar abiertamente en el conflicto social y, más aún, de evitar la ocurrencia de levantamientos, huelgas o paralizaciones que pudieran afectar la gobernabilidad del país y la precaria estabilidad del régimen de respeto a los derechos humanos.

El tercer efecto del cambio de táctica fue la contaminación clasista del PAP. Como lógico requisito del juego democrático formal, el Partido tuvo que entrar en mixtificantes contactos con fuerzas políticas de centro y derecha. Además, usando la expresión de Seoane, se vio en la necesidad de acudir a los “re­sortes económicos” financiadores de las costosas campañas elec­torales de la segunda mitad del siglo XX. Sectores pequeño-burgueses desconocedores de la teoría aprista e, incluso, algunas fracciones de la burguesía nacional prestaron su respaldo finan­ciero, claro está, a cambio del apoyo político del Partido en fa­vor de sus intereses económicos.

Operando dentro de este marco, al prescindirse del basamen­to económico de su programa político, se rompe la disciplina ideológica del Partido, alterándose, en favor de los sectores mesocráticos la distribución clasista del poder al interior del frente único. Aprovechando la incipiente conciencia de clase y la falta de preparación de obreros y campesinos, las clases me­dias “olvidan” su rol de meras cooperadoras de las clases productoras y asumen la hegemonía dentro del movimiento. Al igual que sucediera con la Revolución Mejicana –Víctor Raúl analizó el fenómeno en El antimperialismo y el APRA
[2]– las clases medias empezaron a servirse del Partido y a utilizarlo en su provecho clasista. Fue así que se adoptaron las decisiones más trágicas y erróneas de la historia aprista: la convivencia con Prado –insigne representante oligárquico– y la coalición con Odría, dictador militar promotor del último holocausto partida­rio. El seguimiento de estos cursos de acción, en tanto conducta “realista” y “pragmática”, fue justificado como vital para los al­tos intereses del país. Quien denunciara el viraje estaría expues­to a la expulsión del Partido o a su implícita separación de él. El primero fue el caso de Luis de la Puente Uceda, uno de los diri­gentes jóvenes más lúcidos y honestos del PAP, muerto en com­bate por los grandes ideales del aprismo; el segundo fue el de Manuel Seoane Corrales y Luis Felipe de las Casas Grieve, noto­rios críticos del ajuste táctico.

La rectificación del proceder partidario, el transcurrir de los años y su mismo envejecimiento personal traerían consigo la to­tal adhesión de la alta dirección del PAP a la nueva táctica. En forma muy acentuada, diversos líderes apristas asumirán como objetivo exclusivo de acción el establecimiento de regímenes de democracia formal. En otras palabras, olvidarán la opción por el cambio de la sociedad y se alinearán en las filas conservadoras. El caso más notable de este fenómeno involutivo estará consti­tuido por la figura del doctor Luis Alberto Sánchez. A estas alturas, la dirección del Partido ha dejado de ser revo­lucionaria. Su gestión intentará convertir al PAP en mera asocia­ción de personas con fines electorales. Como consecuencia del ajuste táctico, el Partido Aprista deviene movimiento populista.

Resumamos, entonces, lo dicho. Los efectos de doblegación generados por la persecución fascista impulsan a la dirigencia del Partido a decidir un cambio en la táctica para la captura del po­der. Entendiendo que el objetivo inmediato a alcanzar es la instauración de un régimen de democracia formal que asegure las libertades ciudadanas, se abandonará el propósito transformador para una segunda instancia de acción política. Adicionalmente, se descartará la vía insurreccional para la toma del poder, la que será reemplazada por la adhesión total y exclusiva al sistema electoral. Como consecuencia de estas decisiones se generará la progresiva desideologización, inmovilismo y contaminación cla­sista del PAP.

La persistencia y agudización de los rasgos descritos –al prescindirse de la base económica del programa aprista– rompen la disciplina ideológica del Partido y permiten su hegemonización política por los intereses mesocráticos. A pesar de contar con una teoría revolucionaria correcta –aunque olvidada– y con una composición clasista adecuada a la realidad peruana, el Partido se convierte en instrumento de la clase media y modali­dad de club electoral defensor de la democracia formal. Es en esta coyuntura partidaria que se incuba la desviación populista que hoy rige los destinos del país. No es equivocado afirmar, por tanto, que a pesar de los actores debutantes y los nuevos métodos, hasta hoy el gobierno “aprista” sólo representa la continuación de las bochornosas convivencias de los años cin­cuenta y sesenta.


El vacío de poder post-hayista

Tras la muerte de Haya de la Torre, el Partido se vio enfrentado al natural vacío de poder posterior a la desaparición de to­do máximo dirigente. Empero, la proximidad de los comicios de 1980 obligaría a enfrentar el problema, al menos de manera provisional. Llenaría ese vacío quien resultare electo aspirante presidencial del Partido.

En pos de tal candidatura pugnaron dos corrientes partidarias bastante definidas. La primera fue la representada por Andrés Townsend Ezcurra, expresión por excelencia de la rectificación táctica de los años cincuenta. La segunda tendencia se encarnaría en Armando Villanueva del Campo, quien sin dejar de aceptar el ajuste táctico de la dirigencia partidaria, recapacitaría acerca de la conveniencia de vol­ver a las fuentes doctrinarias del aprismo.

Producida la lid interna pudo vencer Villanueva en razón a la identificación de la masa aprista con la recuperación de la doc­trina y su ejecutoria personal de viejo luchador de la clandestinidad. Sin embargo, esas serían las mismas razones –inaceptables para un electorado orientado por los grandes grupos de poder económi­co– por las que Villanueva perdería las elecciones generales de 1980, tal cual había advertido Víctor Raúl en El Antimperialismo y el APRA
[3].

Los resultados de los comicios trajeron consigo la agudiza­ción y exteriorización de la pugna de tendencias: de un lado Villanueva; del otro Townsend, Prialé y Sánchez. Como conse­cuencia de ella resurgiría el vacío de poder dentro del PAP y, además, se expulsaría de sus filas a Andrés Townsend, en apa­riencia por grave indisciplina vinculada al proceso electoral. La realidad de esta separación sería otra. De los cuatro dirigentes nombrados, Townsend resultaría el candidato natural del popu­lismo para las elecciones de 1985. Obviamente, su presencia obs­taculizaría el surgimiento de nuevas figuras. Por eso, quienes promovieron su expulsión simplemente cumplían la función pla­nificada de allanar el paso a un nuevo contendiente a la candida­tura presidencial de 19854.

Con Andrés expulsado, con la vieja dirigencia liquidada a con­secuencia de su propio viraje táctico y con una generación inter­media mermada por la separación o alejamiento de sus más es­clarecidos exponentes, estaban dadas las condiciones para el sur­gimiento hegemónico de nuevos líderes, dotados de gran ambi­ción personal. El más caracterizado de ellos fue el diputado Alan García. Catapultado en 1982 a la Secretaría General del PAP, le sería sumamente fácil llenar el vacío de poder partidario y acceder a la candidatura presidencial para los comicios de 1985
[4].

La apertura de los años ochenta

Entre 1962 y 1980, a pesar de su rectificación táctica, los re­sultados electorales obtenidos por el Partido Aprista no fueron halagadores: nunca sobrepasaron el 36o/o de la votación nacio­nal
[5]. Lógicamente, esta insatisfactoria constancia tendría que alte­rarse de manera radical si se deseaba vencer en los comicios ge­nerales de 1985. De acuerdo al artículo 203 de la nueva Cons­titución Política de 1979, el presidente de la república debería ser elegi­do “por más de la mitad de los votos válidamente emitidos”, haciéndose uso del sistema de doble vuelta electoral en caso de ser necesario.

Había pues que elevar los sufragios partidarios en forma signi­ficativa. La única vía que permitiría acceder al gobierno sería dejar de ser una fuerza de tercio electoral. Así lo entendió el candidato del PAP, quien estableció la exigencia de obtener la mayoría constitucional. Debería evitarse la posibilidad de una segunda vuelta desgastadora de imagen y exigente en materia de compromisos programáticos. Además, sería conveniente asegu­rar la obtención de una amplia mayoría parlamentaria, que lue­go hiciera posible tentar la reforma del artículo 204 de la constitución y permitir la reelección presidencial inmediata.

Para obtener el ansiado sexto poblacional faltante debería lle­varse a su máxima expresión la rectificación táctica iniciada en los años cincuenta: habría que pasar a la etapa de degradación del contenido aprista del Partido. El candidato presidencial de
1985 no debería aparecer mezclado con figuras que hicieran re­cordar a los sectores de ingresos altos y medios el contenido re­volucionario del aprismo. El nuevo ajuste a realizar tomaría la forma de “apertura del Partido”. Había que cambiar de imagen, “abriendo” las puertas del PAP a todas las fuerzas políticas de izquierda, centro y derecha; independientes y antiguos anti-apristas; civiles y militares; ex-funcionarios de la primera o se­gunda fase del gobierno militar.

El expediente aperturista se inspiró en la táctica usada por Acción Popular para llegar al poder a comienzos de los años se­senta. Bourricaud describe la “apertura” belaundista, permitién­donos apreciar la similitud de las iniciativas:

Acción Popular busca la apertura. Pero, ¿bajo qué for­ma se representa la integración de la “masa”, de esas “ma­yorías nacionales”, para hablar como los apristas de la dé­cada del treinta, que hasta entonces permanecían al margen de la vida nacional? No ya a través de la mediación voluntarista de un partido cerrado, de una élite de combatientes y de revolucionarios, sino más bien merced a la sola partici­pación de grupos ya existentes en el movimiento del arqui­tecto... ¿Cuáles son los objetivos del arquitecto? Desper­tar y reunir todas las energías disponibles.
[6]

Con la seguridad derivada de su anterior aplicación exitosa, el vendedor concepto fue puesto nuevamente en circulación. Se afirmó que, de esta manera, el público dejaría de ver al APRA como un partido sectario o integrado por fanáticos violentistas. Es esta la forma como el Partido Aprista siguió el ejemplo de Acción Popular, convirtiéndose en un mero club electoral. Las palabras que uso Bourricaud para calificar a ese partido podrían aplicarse al caso del PAP de 1985, convertido en “una máquina para ganar elecciones o, más precisamen­te, para ganar una elección presidencial.”
[7]

Esta vez la táctica daría resultados positivos. El 14 de abril de 1985, el Partido Aprista ganaría ampliamente los comicios, fa­vorecido por una coyuntura electoral totalmente propicia. Ésta incluiría la presencia simultánea de un conjunto de factores objetivos y subjetivos. La persistencia de la grave crisis económica, social y política, el agotamiento cronológico de los principales líderes de Acción Popular y el Partido Popular Cristiano y la fal­ta de carisma y magnetismo personal descalificaron a los candidatos gobiernistas; el desgaste político propio del ejercicio de la alcaldía de Lima, el temor de ciertos sectores de la sociedad al triunfo del comunismo y la abúlica conducta electoral de su candidato actuaron en contra de Izquierda Unida.

Empero, si bien el belaundismo fue ampliamente derrotado en las elecciones generales, el populismo, entendido el concep­to en su sentido sociológico, se afianzó en el poder.

El 28 de julio siguiente, el candidato del PAP asumiría la res­ponsabilidad de dirección de la república. A partir de ese mo­mento, el país comenzaría a navegar en los mares de un nuevo populismo. Por consiguiente, suponer que el APRA gobierna a partir de esa fecha constituye un grave error de apreciación. Cuesta efectuar este reconocimiento, sobre todo si se lleva el aprismo más en el corazón que en el cerebro. Parece un hecho increíble; sin embargo, la política peruana es así.


EL POPULISMO EN ACCIÓN

Es el momento, ahora, de presentar una breve caracterización del populismo gobiernista, en tanto desviación política del apris­mo doctrinal.

En este libro, se entenderá que el populismo es la típica ex­presión política de un sector de las clases medias que, habiendo captado superficialmente la problemática del país, aspira llegar al gobierno (subir) y retener la hegemonía política por el ma­yor tiempo posible (durar). En la practica, el populismo tiene una aprehensión del poder como un fin en sí mismo, a pesar de sus originales intenciones de mejoramiento de los sectores desfavorecidos.

El grave problema del populismo es que pretende la elevación del bienestar social careciendo de un programa de transforma­ción revolucionaria. Un gobierno populista normalmente adopta aplaudidas medidas económicas –mejoras salariales, controles de precios– o iniciativas sociales como son la habilitación estatal de plazas de trabajo, creación de clubes de madres, o puesta en marcha de aldeas infantiles.

Sin embargo, las acciones populistas no intentan llevar ade­lante un auténtico proceso de cambio; sólo afectan la epidermis del sistema. Dejan intactas las estructuras de explotación y de­pendencia pre-existentes. Como consecuencia de este querer quedar bien con todos y no querer afectar a nadie, la nación se ve inmersa con rapidez en serios desequilibrios económicos. La agudización del conflicto social conduce finalmente al fracaso del modelo, desencadena la crisis política y determina, en la ma­yoría de casos, la sustitución del régimen populista por un go­bierno de fuerza.

Los antecedentes históricos

El fenómeno populista no es nuevo en el país. Jorge Basadre recuerda en Perú: problema y posibilidad que ya anterior­mente la patria conoció ufanos ejemplares de esta desviación política:

"En el siglo XIX, el precedente histórico se apellidaría Castilla, El ilustre tacneño afirmaría respecto a él que “la situación se le presentaba frente a las siguientes pa­labras: subir, durar.”
[8]

A comienzos de la presente centuria, la tendencia se expresa­ría a cabalidad en la persona de don Augusto B. Leguía. Basadre re­cordaría la trágica consigna del dictador del oncenio, siempre desdeñoso del natural desgaste del poder: “durar”.
[9]

Posteriormente, a comienzos de los años sesenta, aparecería en escena Fernando Belaúnde Terry, hasta hace muy poco tiempo el exponente más genuino del populismo peruano. En cuanto a Belaúnde, Bourricaud explicaría: "A la pregunta: '¿qué hacer?', Fernando Belaúnde jamás dudó de que una sola cosa era de seguro necesaria y acaso del todo suficiente: ¡llegar a la presidencia de la república!"
[10]

Belaúnde aspiraba “subir”; Leguía quería “durar”; Castilla ansiaba ambas cosas. El nuevo populismo se sentiría discípulo de los tres. Por un lado, García es a Leguía como “el futuro di­ferente” es a “la patria nueva”. Comparten además las intencio­nes de perennidad en el poder. Por otro lado, el belaundismo y el alanismo se asemejan como dos gotas de agua. El Perú como doctrina es al compromiso con todos los peruanos como Fernando es a García.

En especial, Belaúnde, triunfador de dos procesos electorales previos, señalaría el camino que debería seguir aquel peruano que quisiera acceder al poder y permanecer en él. Esto último, por supuesto, sólo podría asegurarse en la medida que no se cometieran los errores en que FBT incurrió. Después de todo, para algo debería servir la experiencia. Habría pues que partici­par del mismo estilo de manejo personal y administración de imagen del político arequipeño.

En resumen, el populismo de los años ochenta puede asimilar­se a un extraño emplasto político de leguiísmo y belaundismo, al cincuenta por ciento por cada parte; corregido y aumentado; desprovisto de su original esencia aprista y presentado en envoltura llamativa .


Los métodos

Los procedimientos básicos usados por el populismo están di­rigidos a influenciar sobre el Partido Aprista y la colectividad nacional. En la búsqueda de los objetivos de “subir” y “durar”, el populismo acudirá al procedimiento de la degradación parti­daria; presentará en su reemplazo una propuesta alternativa ga­seosa y no conflictiva y manipulará a la opinión pública median­te la instrumentación de los medios de comunicación social.

La degradación partidaria

Haya de la Torre tuvo una visión muy clara de los rasgos que configuran la existencia de un partido político orgánico. Estos serían la existencia de la ideología, el programa, la acción colectiva, la disciplina y el control del partido por la opinión pública:

"El gobierno de un país, especialmente de un país como el nuestro, exige muchas condiciones superiores no sólo en un hombre, sino en un grupo de hombres vinculados por una ideología, consecuentes a un programa de principios y sujetos a una disciplina. Vale decir, hombres de un partido orgánico, controlados por la opinión pública."
[11]

Sin embargo, Celso Furtado también escribiría con toda ra­zón, tiempo atrás, que “en los movimientos populistas todo se sacrifica para subir al poder, que casi siempre se confunde con sus símbolos –muchas veces entregados a los líderes populistas a través de hábiles maniobras estratégicas de las clases domi­nantes– con el fin de satisfacer su vanidad.”
[12]

En la presente experiencia, el sacrificado en el altar del poder sería el Partido Aprista Peruano. En típica actitud populista, el nuevo gobierno renunciará a la doctrina y el programa partida­rios; prescindirá del control de la opinión pública y dejará de la­do a sus cuadros políticos más ideologizados y honestos. Cayó así en el natural autocratismo, tan propio de los regímenes po­pulistas.

Haya de la Torre previno sobre esta peligrosa desviación. Al respecto opinó: “El autócrata que rige acompañado por su taifa no reco­noce la organización partidaria ni se interesa por constituir la suya propia. L’Etat cest lui. El Estado es él."
[13]

Contrariamente a la práctica populista, Víctor Raúl censura­ría prescindir de los movimientos políticos para efectos de go­bierno. Sería muy enfático en defender el papel rector que de­berían jugar los partidos en la determinación de los rumbos gubernativos:

"No podemos aceptar nosotros que se diga que la única forma de gobierno es la de ponerle una vela a Dios y otra al diablo. No podemos admitir nosotros que se diga que la única forma de gobierno para la Nación es gobernar sin partidos. Eso es falso. Eso es gobierno de dictadura. Los gobiernos democráticos gobiernan con partidos, y los parti­dos mayoritarios son los que determinan la acción del go­bierno."
[14]

El abandono de la ideología y el programa

Una característica básica de todo populismo es su prescindencia ideológica y programática. Celso Furtado destacó así el fenó­meno:

"La falta de contenido ideológico ha sido la principal ca­racterística de los movimientos de masas heterogéneas sur­gidas en América Latina, lo que explica su rápida degenera­ción en populismo."
[15]

En nuestro caso, los objetivos de “subir” y “durar”, la necesi­dad de practicar el transformismo político y la intención de im­pedir la ocurrencia de conflictos desestabilizadores, indujeron al nuevo caudillo a abandonar definitivamente la ideología y a re­nunciar a la ejecución de programa político alguno. El populis­mo no puede aceptar la vigencia de compromiso ni ataduras pro­gramáticas que limiten su capacidad de maniobra para retener los símbolos y los privilegios del poder.

En este proceso jugaron un rol muy importante los especialis­tas en marketing político, que basan el accionar de los líderes no en ideología o programas sino en encuestas o poses cuidado­samente estudiadas.

Refiriéndose a Leguía, en texto aplicable al nuevo populismo, Basadre señalaba que el presidente, “careciendo del lastre de las ideologías, podía manio­brar ágilmente por los altibajos de la política, apoyarse en elementos heterogéneos y cambiar de política.”
[16]
Hoy, al igual que ayer, el caudillo populista debe estar en ca­pacidad de demostrar ser un aprovechado gimnasta de la política. Por eso, tomaría mucho de la polifacética y vacía ubicuidad leguiísta:

"Siendo oligarca, habló en algunos discursos de socialis­mo. Ajeno a las reivindicaciones de la raza oprimida, exaltó a 'nuestros hermanos los indios'. Con optimista resolu­ción, abordaba las soluciones, ajeno al miedo ante las responsabilidades. Sin trabas éticas ni de casta, una vez satis­fecha su ambición, aceptaba a quien habiendo sido su ene­migo de ayer, quisiera acomodarse bajo su égida. Deferente y afable, su sonrisa y su sobrio acicalamiento en el vestir, contrapesaban a la luz fría de sus ojos y la dureza de su mentón."
[17]

Similar conducta observaría el belaundismo en la década de los sesenta. Al respecto, Bourricaud recordaría que el populismo “no quiere ser una filosofía que suministre respuesta a todos los problemas de la vida pública y privada. Mucho antes que doctrina, es un estilo o, mejor aún, un eclecticismo antes que un estilo.”
[18]

No obstante, no se crea por este motivo que el populismo no es capaz de atacar o identificarse con determinadas posiciones aparentemente friccionales. El caudillo puede censurar a la oli­garquía o, incluso, confesarse socialista, como lo recuerda el so­ciólogo francés. Pero tales declaraciones no pasan de ser figuras retóricas sin contenido real ni convicción verdadera: "Por lo demás, hemos visto con qué precaución… pre­viene las reacciones negativas. Ataca a la oligarquía, pero, ¿quién no la ataca desde 1956? Veremos que el propio general Odría se califica de 'socialista'."
[19]

La inmolación ideológica permite entender porque nunca se entregó para el conocimiento público el plan de gobierno, conocido como Plan del Perú, formulado por la Comisión Nacional de Plan de Gobierno del PAP (CONAPLAN). Un programa de acción que aspira a llevar adelante la revolución de pan con li­bertad; la justicia social; la república de trabajadores; el estado antiimperialista; la transformación de las relaciones de propiedad; la redistribución del ingreso; la democracia funcional; el congreso económico; la prioridad del cooperativismo; la refor­ma tributaria; la verdadera regionalización del país; la reforma urbana; el cambio radical de la educación; la construcción de la universidad científica, democrática y popular; la promoción de la integración latinoamericana; la solidaridad con todos los pue­blos y clases oprimidas del mundo y otros planteamientos fun­damentales del aprismo resulta totalmente disfuncional para los objetivos populistas.

La amnesia ideológico-programática del populismo está en abierto enfrentamiento con la doctrina aprista. Así lo expresó Víctor Raúl en Pensamientos de crítica, polémica y acción: "Los partidos políticos cualquiera sea su bandera, deben demostrar que tienen la capacidad de gobernar por sí mis­mos. Por eso son tan necesarios hoy los partidos de progra­mas integrales y precisos. Sobre todo, los partidos con pro­gramas económicos."
[20]

Al abandonar la ideología y dejar la realización del programa para mejores tiempos, la política deviene politiquería. Al menos así pensaba Víctor Raúl:

"Entonces aparece la politiquería y su portavoz el poli­tiquero o politicastro de aventura que representa la desviación anárquica, la venalidad sin escrúpulos, la demagogia desembozada y notoriamente la total orfandad de todo ideario y norma. Es así que surge el explotador oficial del chauvinismo; el demagogo aupado al mando sin populari­dad, que la busca adulando al pueblo, y el autócrata criollo repetidor de la socorrida frase: “mi única política es la pa­tria y mi único partido lo forman quienes están conmigo”. Soberbiamente reacio ante cualquiera forma organizada y culta de opinión pública, es éste el tipo de tirano hostil ha­cia toda disciplina de partido que implique control de sus actos. Ellos no tienen otros móviles que el rebajado perso­nalismo y el sórdido interés del sátrapa y su camarilla."
[21]

La marginación de los cuadros

Por su poderío como máquina electoral, la organización del PAP, sus cuadros y sufrida militancia fueron utilizados en fun­ción del logro de los objetivos populistas. Una vez cumplido tal designio, serían dejados de lado y reemplazados por amigos y conocidos del caudillo hasta que un nuevo proceso electoral obligue a reengancharlos.

Es así como el nuevo régimen llegará a caracterizarse por la marginación política de un amplio sector de apristas ideologizados y honestos. El descarte se produjo por la voluntad populista de impedir que equipos disciplinados ocupen ubicaciones estratégicas dentro del nuevo gobierno, pudiendo poner en peligro real los intereses de los grupos de poder económico. También influyó en este apartamiento, la exigencia de incondicionalidad al líder populista, pretensión no aceptada por quienes vieron en ella la inocultable expresión de la desviación caudillista.

Cuando se pidió explicaciones sobre esta conducta, el caudi­llo expresó en forma pública que el Partido Aprista carecía de cuadros político-técnicos adecuadamente preparados para el de­sempeño de la gestión estatal.

¿Qué hubiera opinado Haya de la Torre sobre el argumento populista?

En principio, si la respuesta del caudillo hubiese sido cierta, hubiera dejado en claro que un partido sin capacidad propia de gobierno no debería tener el derecho de dirigir el país:

"Cuando un régimen político se establece por la victoria de un partido que logra el poder, hay que suponer que ese partido representa un principio político económico con capacidad propia para cumplirlo. Si un partido político ca­rece de esa capacidad, ese partido no merece el gobierno. Entonces si es posible negarle el derecho de dirigir."
[22]

En segundo término, Víctor Raúl hubiera reconocido la responsabilidad partidaria en la preparación de recursos humanos ideologizados, tecnificados y disciplinados para la acción ejecu­tiva:

"No hay escuela política posible sin un partido organiza­do en el poder, porque el partido cuando es principista y económicamente adoctrinado, es base de preparación téc­nica y disciplina para dirigentes y dirigidos. Pero la acción pedagógica de un partido político debe completarse por la acción pedagógica del Estado."
[23]

En tercer lugar, hubiera afirmado que la función pública re­quiere de profesionales y técnicos peruanos, capaces y honestos, que deberían ser atraídos y retenidos por el estado, no im­portando cual sea su filiación política:

"No hay que olvidar, sin embargo, que hay una catego­ría de funcionarios del estado que deben ser técnicos per­manentes en las dependencias públicas, lejos de las contin­gencias de la política."
[24]

Sin embargo, también hubiera prescrito que el Partido ten­dría que colocar a sus mejores exponentes en los puestos más importantes de la administración pública, a fin de asegurar que la ideología y el programa guíen la gestión gubernativa
[25]:

"El servidor público, el funcionario, el civil servant del léxico político inglés, debe ser preparado y seleccionado tanto por el Partido como por el Estado."
[26]

Finalmente, coincidiendo con Seoane, Haya de la Torre, hu­biera advertido respecto al posible oportunismo e inmoralidad de los técnicos “independientes” personajes que “piruetean a través de todas las situaciones” y siempre están a la búsqueda de acumular éxito y poder:

"Los que no representan un partido político, los que no tienen detrás de sí masas que al mismo tiempo que los res­paldan los controlen, ésos tienen una posición peligrosa."
[27]

Justamente, la política populista de colocación de “indepen­dientes'' en los puestos estratégicos de la administración públi­ca –marginando a los cuadros partidarios– contribuyó a la degenerativa falta de mística que se observa en múltiples dependencias estatales.

La renuncia a los símbolos apristas

Otra muestra de la degradación partidaria dispuesta por el populismo fue la renuncia a los símbolos apristas. Así se dejarán de lado valores, mística, fórmulas de saludo, himnos, voces de orden, emblemas y hasta la historia del PAP. Serán reemplazados por el culto a la personalidad del caudillo. Así, éste se en­frentaría directamente a la enseñanza original del aprismo. Víc­tor Raúl pensaba de otra manera:

"Nuestras fórmulas de saludo y nuestras palabras de afir­mación no son cifras vacías ni externas manifestaciones de rito. Son expresiones de algo más hondo y referencias de lo que es el Partido como hermandad, como escuela y como fuerza unitaria. Es preciso que todo eso se sepa para que el verdadero compañero cumpla realmente con su misión."
[28]

Esta política llegó a lamentables extremos. Por ejemplo, al­gún alto dirigente llegaría a expresar públicamente que había hecho mucho daño al Partido la afirmación de fe doctrinaria condensada en la frase “sólo el aprismo salvará al Perú”. Vergonzosamente, con un plumazo muy propio de su vanidosa y terca subjetividad senil, descartó las últimas palabras de Carlos Phillips, héroe del aprismo, fusilado por su participación en la Revolución de Huaraz.

Haciéndose eco del significado acordado a la frase por los enemigos del Partido, ese personaje destinaría al olvido forzoso la explicación que Víctor Raúl diera en 1932, a raíz de la ins­tructiva que se le abriera por supuestos delitos contra el Estado:

"A la última parte de las preguntas del señor Juez sobre el sentido de nuestra palabra de orden, “sólo el aprismo salvará al Perú”, debo declarar que no es en nuestra opinión el aprismo solo, como Partido que excluye toda otra colaboración, sino el aprismo como doctrina, como pro­grama, como línea directriz, en el que caben todas las colaboraciones y todas las ideas sujetas a un plan constructivo y realista."
[29]

La propuesta alternativa

Empero, en la escena política, al igual que a un compromiso en la vida personal, uno no puede presentarse con las manos va­cías. Por este motivo la ausencia ideológica tendría que ser disi­mulada con la enunciación de ciertos planteamientos genéricos no conflictivos con los cuales se pudiera llamar la atención de la opinión pública.

Como decía Bourricaud respecto a Belaúnde, en palabras en­teramente aplicables a nuestro caso, “para ganar elecciones, hay que llegar al público o más bien a públicos muy diversos, y a ellos se dirige… No pretende atraérselos ni por la imposición de una disciplina estricta, ni por la predicación de una serie de fórmulas o de un catecismo.”
[30]

Es cierto: el populismo reemplazará la ideología y el progra­ma con dos propuestas que por su elevado grado de imprecisión encontrarán la aprobación unánime: el nacionalismo y el anti­centralismo.

La primera gran propuesta –al igual que Belaúnde hiciera ha­ce tres décadas– sería el nacionalismo. Las siguientes palabras del arquitecto, citadas por Bourricaud del folleto belaundista Pueblo por pueblo bien podrían haber sido pronunciadas por el nuevo líder populista:

"Hemos logrado arraigar en la ciudadanía la honda con­vicción de que en nuestro propio suelo está la fuente de inspiración de una doctrina, siendo innecesario importar ideas político-sociales a un país que desde el remoto pasa­do se distinguió en producirlas… Si de alguna gloria nos ufanamos es, precisamente, de haber encontrado una solu­ción peruana para los problemas nacionales."
[31]

No debe perderse de vista que el nacionalismo populista per­mitiría consolidar el frente político interno siempre y cuando se lograra asegurar la acechanza del “peligro” imperialista que per­mitiera reclamar tal unidad nacional. Es por esto que la historia volvería a repetirse. Al igual que ayer Belaúnde, se “manifiesta desconfianza y escepticismo respecto de to­da solución que acreciente la dependencia del país de los mercados y capitales extranjeros… El nacionalismo… cobra un relieve más acusado: la desconfianza hacia las grandes compañías extranjeras y especialmente hacia la famosa International Petroleum.”
[32]

Muy rápidamente, sin embargo, el nuevo gobierno seguiría la misma conducta de Belaúnde frente al imperialismo. Los contra­tos petroleros y el convenio aéreo comercial con los Estados Uni­dos son pruebas palmarias del falso nacionalismo populista.

Pero hay más. Al igual que antes lo hiciera Acción Popular, sería importante “reivindicar” las aspiraciones de las provincias olvidadas, el interior marginal de la república, el campesinado y la agricultura. Así el populismo debería establecer, al menos en la retórica,

"Una ruptura deliberada con los hábitos centralistas y un esfuerzo por recoger las exigencias provincianas. La provincia no puede gobernarse como simple colonia, a base de un centralismo por control remoto, no sólo ineficiente, sino ofensivo al decoro de las regiones que mis adversarios no se han dignado visitar… Voy en busca de los pueblos a escuchar su reclamo y recoger su esperanza. No aguardo en la quietud de mi casa que ellos toquen a mi puerta. Soy yo quien los visita en la costa, en las serranías, las punas y las selvas."
[33]

Como se podrá percibir, el mensaje belaundista y el del nuevo caudillo son excesivamente parecidos. La anterior cita, tomada de un discurso de Belaúnde, no desentonaría en una perorata del líder de 1985.

Según Bourricaud, es así como el populismo “piensa contar con las esperanzas que ha hecho nacer ca­si por todas partes anunciando los prodigios que no dejarán de hacer surgir las iniciativas espontáneas de las comunida­des, de las aldeas perdidas en la sierra… Ante todo, para él el punto de referencia es la sierra.”
[34]

Empero el anti-centralismo oral es uno de los rasgos que per­mite apreciar con mayor nitidez las limitadas intenciones del po­pulismo. En efecto, la constitución política del Perú establece plazos perentorios para la regionalización y descentralización del país. Estas acciones, incluidas hace más de medio siglo en el ideario aprista, constituirían un paso importante en el camino de la ampliación de la base de sustento de la democracia en el Perú y la transformación de la estructura del estado. Desafortunadamente al menguar las atribuciones de los órganos políticos centrales, el proceso constitucional entra en conflicto con los objetivos personalistas de concentración del poder, tan caros al populismo.

Es esta la razón que explica porqué, inicialmente, se ensayará la distracción de la opinión pública con la propuesta de la micro-regionalización. Esta permitiría manejar publicitariamente el concepto de anti-centralismo y postergar de manera indefinida la creación de las regiones y los respectivos órganos de gobierno, sin cuya implantación no podrá haber una efectiva descentrali­zación en el Perú.

A lo largo de 1986, el caudillo persistiría en su actitud. Así, a mediados de ese año, el nuevo líder enmendaría la plana a un prolífico diputado organizador de eventos de diversa naturaleza, entre ellos de regionalización y temas afines. A tan distinguido servidor suyo, el gobernante populista propinaría una lección de descentralización sin creación, por supuesto, de gobiernos re­gionales. Dijo en esa oportunidad el caudillo que antes que re­gionalización, lo que el Perú requería era descentralización. En forma irónica, se adhirió justamente a la tesis que Haya de la Torre combatiera: la descentralización de los explotadores, manteniendo la estructura de poder centralista.

Meses después, en marzo de 1987, el caudillo tendría que de­cir exactamente lo contrario, no por convicción ni voluntad pro­pia sino forzado por la exigencia de eclipsar con el tratamiento del tema la consideración de aspectos negativos para su gestión como los constituidos por el asalto a las universidades y la apari­ción del informe de Amnesty International en torno a la masa­cre de los penales.

La manipulación de la opinión pública

Como ya se ha establecido, el populismo sigue mecánicas y pautas de conducta precisas. Una de ellas –la manipulación de la opinión pública– fue destacada hace dos décadas por Celso Furtado: "Hasta el presente, la acción política apoyada en masas heterogéneas ha asumido la forma de populismo, que con­siste en la manipulación de la opinión pública en función de objetivos personalistas."
[35]

La necesidad de digitar a la opinión pública obliga al caudillo populista a asegurar su influencia eficaz, directa o indirecta, so­bre los medios de comunicación social.

Deberá asegurarse que éstos transmitan el mensaje apropiado, la noticia correcta y el detalle preciso que permita acondicionar la moldeable opinión pública a las exigencias del populismo. ¿Cómo lograr este objetivo? Alguien podría pensar que sería ne­cesario expropiar diarios o estaciones de radio o televisión. Co­mo se podrá comprobar esto no fue necesario. Bastó con utilizar los servicios de los dóciles medios de expresión de los principa­les grupos del intocable poder económico. O designar como ase­sor presidencial al dueño de una poderosa red de televisión. O nombrar a algunos directores de diarios o periodistas-clave como asesores de prensa de tal o cual ministro. O facilitar la elección como parlamentario de algún propietario de periódicos. O recor­dar permanentemente a ciertos medios sus cuantiosas deudas con el sistema financiero. O administrar con inteligencia la cuantiosa publicidad de las dependencias del gobierno central y las empresas públicas. O establecer uno que otro medio de ex­presión. Así de fácil.

Obviamente, detrás de la política populista se oculta la con­cepción del caudillo en cuanto a la prensa. De acuerdo con ella, los medios de comunicación social deberían estar bajo su con­trol real.

El caudillo

El movimiento populista, en la generalidad de los casos, se encarna en un hombre que deviene caudillo.

El caudillo logra convocar inicialmente un amplio movimien­to de apoyo en su favor. Exhibe ante el país una figura aparente. Se trata de un hombre providencial, de amplia capacidad histriónica y marcado dinamismo juvenil: él es “el conductor” –recuérdese que en alemán la palabra führer tiene este significado–. Sin embargo, a pesar del decorado, la realidad indicará finalmen­te otros rasgos característicos que se procurará mantener ocul­tos: el individualismo, la improvisación, la falsificación política y la inmoralidad. Como decía Víctor Raúl,

"El caudillo es el producto del exceso de energías de un pueblo que –por lo menos en el instante en que aparece– no tiene ni pauta, ni ruta, ni plan. Es una fuerza caótica, desorientada, carente de una materia histórica que mode­lar, que conformar, que


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