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La sombra

No hay otro, es Borges en su plenitud. «El animal ha muerto o casi ha muerto; quedan el hombre y su alma». Con la punta borrosa del lápiz remata la redondez de la palabra, «humanos». Una redondez inhumana que remata con un punto final. Lo imagino humedeciendo la punta oscura de grafito en los labios secos. Los dedos largos, las uñas pulcramente ovaladas en un retoque casi femenino que recuerda la vejez. Vejez, memoria y silencio.
«Las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años, las esquinas pueden ser otras, no hay letras en las páginas de los libros». Borges se ríe de la Sombra, desde la vejez. Su lápiz afilado no ha perdido su punta. Retrocede, pero es un viaje infantil al hombre que fue, entero. Es una reafirmación de sí mismo, no una pérdida. Atrás no ha manchado ningún papel, ha dejado notas regadas, pero no son poemas dolorosos a la vida de otros hombres. Se ha visto a sí mismo, no a los demás. A juzgado a su sombra, no a la de los otros. Ha llegado a su centro, a su álgebra, su clave, su espejo.
«Pronto sabré quién soy», presiente.
Pero el otro nació con la plenitud de su predestino. Predestinó su álgebra, su clave, su espejo. Se reconoció entonces superior, intentó serlo. Su vida ha sido la utopía de sí mismo frente a la desgracia del hombre pequeño. El  trayecto hasta la mortalidad ha sido el juego macabro de levantarse sobre los otros de ese intento.
Hoy las mujeres ya no le parecen lo que fueron hace tantos años. No reconoce las esquina. Las letras se le pierden en las páginas de los libros. Y en su desdicha parece querer reescribirlos otra ver. Reiventar su historia. Volverse a nacer en el Birán del padre, en la mirada huraña del jesuita, en el dedo inquisidor de Chivás, en la trágica soledad de los que le aplauden en el precipicio asfaltado de las plazas.
Es un hombre en la soledad y en su soledad. Sobre las cabezas oscuras de los que le atienden, se extiende desmesuradamente una sombra que nadie logra borrar. Esta allí, sobre todos. Es la guillotina silenciosa de Robespierre sobre las cabezas de generaciones enteras de cubanos.
Unos se marchan en balsa, otros atraviesan selvas, recorren caminos y pueblos, se marcha, vuelan, sucumben, pero sobrevive «la firme espada», «la luna» y «los actos de los muertos». Otros cierran sus puertas en La Habana, pero la sombra se escurre entre los visillos, el calor, las noches calientes de apagones.
«Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas», le increpa Borges con palabras y versos.
Quizo reescribirlo todo. Las comidas, las historias, las agrupaciones de los hombres, la sexualidad desinhibida de los adolescentes, las canciones, el hábito temprano del que cultiva su huerto, o el campo, los calderos de las madres, las modas tropicales, los perfumes, el aliento, las palabras. Nada escapó a la comedia nacional. Hasta la forma en que nuestras abuelas nos cocinaban nuestro arroz blanco sucumbió a sus dedos. Los trajes de los novios, la plancha necesaria en la casa, la forma destemplada de hacer el amor, la curva en que la pelota se lanza en el poblado estadio del pueblo.
Ni nosotros sobrevivimos a su infierno. Flota. Navega. Sobrevive naufragios, escapes, traiciones y vuelos.
Corren y saltan y golpean en Rio. La sombra aun se les inmiscuye en Miami cuando se acuestan a hacer el amor a cualquier encuentro fortuito. No nos libramos incluso de su nombre. Nos lo recuerdan dolorosamente cada vez que, sentado en su silla en algún punto cero, afila con su dentadura gastada el lápiz y apunta, mortíferamente, a nuestra memoria.
«Aún estoy aquí, todavía sobrevivo», parece decir.
«Esta penumbra es lenta y no duele; fluye por un manso declive y se parece a la eternidad.» Le presta Borges el verso.
Y es una eternidad.
Lo peor de la tragedia es que seguimos, indeleblemente, con el muerto cargado a nuestras espaldas. Somos el hombre con el ladrillo de Bretch, para mostrarle al mundo como es nuestra casa. No lo enterramos. No olvidamos la memoria. Traspasamos nuestras vidas a otras alfombras, otros pasos, otras cortinas y otro teatro. Pero él aún sigue allí, condenándonos.
No es una Némesis a nuestra memoria y sobrevida. La Némesis somos nosotros que la reeditamos. A pesar de que aquel nunca fue el hombre, y a pesar de Borges, y sus versos, y las palabras escritas en tantos diarios del mundo, careció de alma y nosotros arrastramos la sombra del que no fue y quiso serlo. No valen los noventa años. Ni las manos, las palabras, el libro, la punta aredondeada del lápiz, los dedos, las uñas, el destino insepulcrable de la sombra. Nada de eso existe sin nosotros, sin nuestra acción de renacerlo. Somos nosotros los que le agregamos vida, y edad, y memoria.
Bastaría hacerle silencio para verle morir, pero nos aferramos a la palabra que le sopla memoria, y edad, y sobrevida.
Hagámosle un favor al muerto, ofrezcámosle el silencio. Allí, al doblar las esquinas y para de encontrar las letras en los libros, sucumbirá, y lo que alguna vez pareció eternidad solo mostrará la mortalidad de un tiempo inexistente.
Porque la sombra solo existe si hacemos que sobreviva el hombre.


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