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Ataques inaudibles

No esperaba escribir nada más sobre Cuba. Es un tema muerto, una tumba donde la gente sobrevive una mala vida, con los labios pegados, la boca muda, el sonido del pensamiento enmudecido en una mueca de indiferencia. Los cubanos nos hemos convertido en estos seres fantasmales sin voz, zombies de una realidad inexistente. Los artistas eluden un compromiso, los ciudadanos eluden una palabra, los gobernantes medran y las figuras que se piensan imprescindibles de la élite que desgobierna lanzan palabras de ineludible espanto.
Fantasmas, sombras sin cuerpo, cadáveres que siempre han estado muertos. Reinaldo Arenas ya lo re-escribió Alguna Vez en honor a aquel otro «Celestino»:
«Esta casa siempre ha sido un infierno.. Antes de que todo el mundo se muriera ya aquí solamente se hablaba de muertos y más muertos.»
Si Dalí estuviera vivo hubiera hecho trizas, literalmente, «la persistencia de la memoria» sin la necesidad de su re-pintura, y así esa desintegración fuera un verdadero sueño, una obra inoportuna en un tiempo surrealista inacabado de una isla inabarcable.
Pero todo sigue existiendo… igual. Y la isla se desintegra en pedazos sin que reste algo de su memoria. «Irma» dejó «sin huevos» libres a La Habana, o eso dicen. La noticia me parece como otra línea equivocada en una obra de Samuel Beckett. ¿Es que alguna vez los tuvieron libres en vez de estar firmemente apretujados en una muy femenina mano de hierro?
Y así, la última llamada del espanto surrealista cubano se aparece en unos Ataques Inaudibles que han dejado familias, diplomáticos, niños y embajadas en un desnudo bochornoso.
Canadá enmudece; Estados Unidos retira sus empleados; la diplomacia desfallece ante una incógnita y un misterio. Todo parece un capítulo en la crónica de Alicia a través del espejo.
Lo de Canadá es trivialmente explicable. Convivimos con un primer ministro más reconocido por un familiar castrista apellido, y por unas llamativas medias que supuestamente envían algún mensaje. No nos debe sorprender nada de este mundo hecho de crónicas anunciadas en oropel, donde «In Touch» resulta más respetable y reclama más verosimilitud, en multitudes acostumbradas a las medias verdades, que el muy buen conocido «The New York Times».
¿Cómo explicar lo inexplicable?
En Cuba no se mueve un índice, ni para rascarse su culo el más enteco humilde ciudadano de oriente, sin que la inocente rasgadura anal no se haga oír, con su estruendo de flatulencia oriental, en las oficinas refrigeradas del Consejo de Estado. ¿Cómo explicar su ignorancia?
¿Es que somos tan ingenuos?
¿Es que la diplomacia americana ha perdido su inteligencia?
¿Es que somos tan analfaburros que nos creemos este cuento?
¿Qué importa que el delincuente se encuentre agazapado en un tercer país, o en la «Cueva de Alí Baba» con Mariela Castro aplaudiendo su ladroncidio? Si en tu casa circula y habita un delincuente, tú eres el primer responsable de su delincuencia armada, especialmente si te tapas los ojos para no verla.
Pero ahí está, cayéndose de culo el habitante de la limosina acristalada de La Habana, y el mechón de pelo rubio en un sillón de cuero lustrado en ese templo neogriego de la capital del dólar.
Irma pasó y dejó ruinas en una isla de tablas. Se llevó viviendas, pobres pertenencias de un pueblo miserable en su miserable existencia. También se llevó las respuestas a este entuerto, y hasta las explicaciones policíacas de un FBI que parece perderse en las páginas de un Thomas Harris trasnochado.
¿Quién viene a socorrerlo?
No queda ni la espera.
¿Para qué escribir?
¿Qué esperar?
¿De qué lamentarse si no queda ni el lamento?
Los Ataques inaudibles a diplomáticos americanos y canadienses son los ataques sonoros ensordecedores a la vida de millones de cubanos que, por más de 50 años, han sufrido y nadie, absolutamente nadie, les ha llegado a interesar más allá de su indiferencia.
Los hoteles medio-españoles, medio-canadienses, medio-cualquier-otra-nacionalidad son los testigos silentes de esa otra guerra devastadora inaudible, la verdadera guerra. Y los cubanos nos hemos acostumbrado a ser corderos, mansedumbre apacible de un pueblo domesticado a la desgracia.
¿De qué sorprenderse entonces?
Los americanos se retiran; los canadienses se quedan - ¿comenzarán a usar esas medias noticiables?, me pregunto -. ¿No ha sido siempre así esta historia desde que Alicia atravesó el Espejo?
Queda solo el silencio.
¡EPD Cuba!


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