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Espejos circunflejos: C. IX


[ Novela «Espejos circunflejos» ]
☷ ÍNDICE | ⤎ C. VIII – La torre de los impíos :ANTERIOR | SIGUIENTE: C. X – Guardianes del pensamiento ⤏


CÁPSULA IX
ECOS DE RISAS ÚTILES

Al parecer no era que Petro hubiera descubierto una localización que albergara los libros, por extraño que le sonara a Niván la idea, Petro insistía en que los libros simplemente aparecían por generación espontánea en un lugar del abismo tras realizar una ofrenda. Aunque siendo consciente de lo sugestionables y supersticiosos que eran muchos de aquellos individuos subterráneos, Niván daba por hecho que la imaginativa explicación de Petro respondía en realidad a algún fenómeno o mecanismo que el chico no lograba entender, e interpretaba a su manera. Petro era cándido, servicial y simpático, pero asomaba también la evidencia de que tenía pocas luces —opinaba Niván no sin un cierto paternalismo—. Fuera bien por una educación descuidada, aspecto que se erigía como prácticamente inevitable teniendo presente las precarias circunstancias de aquel pueblo, o bien porque Petro sufría algún tipo de leve retraso mental producto de la endogamia, su comportamiento y raciocinio no coincidían con su edad aparente, aun más si se comparaba con los adolescentes del mundo moderno que Niván había conocido. En el fondo, aparte de Eriaba, todos ahí parecían haberse estancado en un estadio mental primitivo, sirviéndose de preceptos que Niván consideraba en el mejor de los casos absurdos, si no estúpidos. Sin embargo, mientras bajaban al abismo entre túneles y angostas escaleras, a propósito de sus últimos pensamientos, en un ejercicio de humildad Niván reflexionó que quizás si él hubiera nacido en la madriguera tampoco diferiría tanto de ellos, y que juzgarlos bajo su perspectiva civilizada era en cierta forma mezquino, pues no habían tenido elección. En Niván afloraba la desagradable impresión de que en sus adentros, sin quererlo, los despreciaba de manera automática, y eso le hacía sentirse mal, por la generosidad que habían mostrado acogiéndole. Pero se daba cuenta también de que no lograba evadir dichas emociones, porque él no pertenecía a ese mundo, y su perspectiva estaba igualmente sesgada por otros prejuicios. Luchar contra lo inculcado para Niván era tan difícil como podía llegar a ser para Eriaba cuestionar las leyes morales que regulaban el sexo, aunque él apenas entreviera sus condicionantes, y en cambio estimara evidentes los de los demás.

Se encontraban de camino al abismo, y después de descender un dilatado lapso de tiempo, Petro y Niván dejaron el amparo del extractor del núcleo y se adentraron en la tierra circundante al extractor, en un entramado laberíntico de grutas y galerías que había cincelado el agua subterránea a lo largo de los milenios. Allí el ambiente estaba prácticamente saturado de vapor, y las romas rocas sudaban dejando caer por sus barbas calizas infinidad de pequeñas gotitas que orquestaban al precipitarse una suave cacofonía líquida. Pasaron a una caverna donde un arroyo cristalino partía en dos el suelo de roca, con siquiera unos metros de ancho pero una profundidad insondable que ofuscaba su lecho. Con cuidado, sortearon la grieta, y seguidamente rebasaron un pequeño sifón aguantando la respiración un instante, soplo que fue de agobio para Niván. Más adelante, encontraron unas charcas casi burbujeantes, sulfurosas, que Petro advirtió debían cruzar con celeridad porque sus efluvios eran dañinos. Tras abandonar esta zona, la atmósfera se volvió más seca, y tuvieron que reptar a través de un estrecho canal.

—Sí que está lejos —comentó Niván con los ennegrecidos pies de Petro justo delante de la cara.

—Es lejos, sí Ni, el abismo no es para los vivos. Pero casi estamos.

Por su corpulencia Niván avanzaba con dificultad por el suelo del angosto túnel, pero al constreñirse más aun el conducto, se le hizo tremendamente laborioso seguir a su guía. El pequeño Petro tenía la constitución enclenque propia de un adolescente, y se escurría sin problemas por aquel túnel, pero Niván se quedó encallado varias veces, y notó que al avanzar a la fuerza se estaba lastimando los hombros y la espalda.

—Espera un momento Petro —pidió Niván exhausto, atrapado en una curva que le oprimía por una parte el pecho, por la otra la rabadilla.

—¿Qué pasa Ni? ¿Puedes moverte?

—Un momento. Solo déjame un momento —solicitó Niván.

Ahora Niván entendía por qué los demás integrantes de la familia no acompañaban al crío en tales prospecciones. El camino hacia el abismo resultaba peligroso en exceso, y eso que todavía no habían llegado al final. Se preguntó qué pasaría si no podía zafarse de la roca que lo aprisionaba, y le vino a la mente la recreación del suplicio que supondría morir ahí. Esta idea le puso nervioso, e intentó girar 45 grados el torso a ver si así pasaba, aunque la irregularidad de la pared atestada de salientes le oprimía de todas formas. Desoyendo la presión que le aplastaba las lumbares, Niván empujó fuerte con los codos para pasar. Tras un lapso interminable de forcejeo en que tuvo la angustiosa certeza de que cruzar era imposible, apretó de nuevo con brío, concentrando todas las energías que le quedaban en sus extremidades, y consiguió superar el escollo. Al instante un dolor agudo le escoció en las nalgas, y notó un seguido de húmedas lágrimas de sangre resbalar por su trasero. No pudo acallar por completo el quejido de dolor que emergió de sus entrañas, y Petro se preocupó por él:

—¿Estás bien Ni? —preguntó este desde delante.

—Sí, por ahora sí, es solo un rasguño, pero duele horrores.

Continuaron el camino, y aunque en alguna parte Niván tuvo que esforzarse por caber por el agujero, no se topó con ninguna otra dificultad infranqueable similar a la superada anteriormente. Poco a poco el canal se abrió, y primero a cuatro patas, después ya de pie, alcanzaron el final de la tortuosa senda. Fueron a salir a una repisa estrecha que reseguía la pared de una oscura brecha subterránea de la cual era imposible avistar la orilla opuesta,   el  suelo o el techo.  Tampoco era de extrañar —recapacitó Niván— que no vieran nada, pues sus luces eran de corto alcance y apenas iluminaban unas decenas de metros en el mejor de los casos.

—Este es el Abismo Ni —anunció Petro satisfecho de mostrárselo a su amigo—, aquí viven los “espíritus insondables” —apuntó bajando la voz, como para no ser oído.

Al hablar el chico Niván se sorprendió de que no hubiera eco, de que la voz de Petro se diluyera en las tinieblas sin reverberar lo más mínimo.

—¿Y dónde están las cajas de palabras que encontraste? —indagó luego Niván.

Sin ningún indicio obvio de la posible ubicación de los libros, Niván no veía por dónde proveer de coherencia al asunto: ahí no se atisbaba rastro alguno de presencia humana, solo roca oriunda, muda negrura, y un salvaje despeñadero.

—Hay que bajar Ni —contestó Petro—. Bajar y hacer la ofrenda.

—¿No me estarás engañando, no Petro? —comentó suspicaz Niván, que por el quemazón de las numerosas rozaduras se le estaba agriado el humor.

—Petro es bueno. No te engaño, Ni —se quejó el chico ofendido—. Sígueme. Fuiste tú el que querías venir.

—De acuerdo.

Más adelante la repisa se bifurcaba en dos pequeños senderos, uno que seguía la trayectoria del plano horizontal, y otro que descendía paulatinamente por la tosca pared. El semblante del camino que bajaba era natural, pero Niván opinó extrañamente oportuna aquella característica del terreno. Bajaron en silencio, y a medida que lo hacían crecía en ellos la inquietud, contagiado Niván por una repentina rigidez de su joven compañero, que se puso alerta y adoptó andares cautelosos. Mientras descendían, Niván cavilaba sobre cuál sería el secreto de tal misterio, cómo podían albergar las profundidades subterráneas libros o cualquier tipo de manifestación civilizada. Se le ocurrió, elucubrando posibilidades cada vez más extravagantes, que quizás un cataclismo geológico había abierto la tierra y engullido edificios o ruinas del exterior, y de ahí procedían los libros. «No te precipites», se dijo, conteniendo las ansias, y valoró que era mejor no adelantar acontecimientos. Seguro que al final al ver de qué se trataba, la explicación se le mostraría clara y manifiesta, y se recriminaría su ceguera ante la evidencia.

Pese a que no tuvieron que franquear grandes peligros, en ciertas secciones el paso se estrechaba, y en distintos puntos un saliente les obligó a arrimarse con cautela para rebasarlo. Así bajaron y bajaron durante un buen trecho, hasta que el sendero aéreo tocó suelo llano, y Petro indicó con una sonrisa que habían alcanzado la meta.

—¿Y ahora qué? —inquirió altanero Niván.

—No grites Ni —se apresuró a advertir Petro—, los insondables podrían enfadarse.

—Vale, como quieras —se resignó.

—He traído una torta de gusano —dijo Petro sacando una  masa chata y seca que guardaba en un fardo— cri-cri-cri —añadió por inercia, pero con un hilo de voz casi inaudible—. Tenemos que dejar la torta en esa roca —señaló hacia un montículo en medio de la plana abisal—, y esperar. Cuando ellos la huelan, Ni, vendrán y nos darán una caja de palabras a cambio. Siempre lo han hecho así.

—¿Pero quiénes son ellos? —espetó Niván nervioso, aferrándose a su incredulidad para retener el miedo que brotaba ante la posibilidad de que Petro estuviera diciendo la verdad—. ¿Petro me estás diciendo que alguien sabe que estamos aquí, en medio de la nada, vendrá y dejará un libro como regalo por tu torta? —se burló contrariado, enojándose progresivamente a medida que avanzaba su discurso—. ¿No ves, Petro, que es una fantasía, que es tu imaginación? Entiendo que no quieras revelarme de dónde sacas los libros, de acuerdo, es tu secreto, pero puedes decirlo: “No quiero enseñarte los libros”, no es necesario que me engañes. Has visto cómo me he puesto pasando por ahí —ahora fue Niván quien señaló hacia arriba, refiriéndose al angosto túnel superado con anterioridad—, podría haberme hecho daño de verdad, ¿lo entiendes?

Afligido ante la reprimenda de su amigo, Petro tuvo que hacer esfuerzos para no llorar.

—Eres malo Ni. Eres malo. Me pides que te enseñe cómo aparecer las cajas de palabras, y después te enfadas. Yo no he hecho nada —medio sollozó Petro, pero sin alzar la voz, manteniendo la contención.

Al ver el rostro desolado de su joven compañero, Niván no pudo más que apiadarse y su enojo se apaciguó. Razonó que quizás había sido demasiado duro con él, sintiendo, debido el afecto que le profesaba, como el dolor ocasionado en el chico se volvía en su contra, y se esparcía por sus propias carnes. Fuera fantasía o no, no podía juzgar a Petro con el mismo rasero que a un adulto del mundo exterior, y exigirle que renunciara a sus supersticiones, creencias o ficciones, solo porque desde su perspectiva fueran absurdas. Así que se acercó al enrojecido y algo tembloroso jovenzuelo, y lo abrazó arrepentido.

—Lo lamento Petro, no quería tratarte mal —susurró conciliador Niván—. Venga, hagamos lo de la torta: te aseguro que no volveré a cuestionarte. ¿Me perdonas?

—Sí —otorgó—. Petro es bueno.

—Sí, Petro es bueno.

Permanecieron unos instantes abrazados, y cuando la pasión se disipó en Petro volviendo a temperarse su espíritu, este anduvo hasta la piedra señalada y dejó la ofrenda. Luego indicó a Niván que apagara la vara de caza y se escondieron detrás de unas rocas.

—Pero así no veremos nada —apuntó Niván, y de inmediato se le ocurrió que puede que precisamente este fuera el truco del chico. Bien podía ser que Petro aprovechara la oscuridad para cambiar la torta por un libro, y proteger así la autenticidad de su relato mitológico de los insondables.

—Si hay luz no vienen Ni —explicó Petro—. Aquí yo no puedo ver tampoco, los…

—Perdona —le cortó Niván—, no digo nada más. —Y obedeció las indicaciones de Petro sin rechistar, quien en última instancia le solicitó que se mantuviera callado.

A partir de ese momento pasaron los minutos lánguidamente en la opaca noche del subsuelo, sin un atisbo de vida que rompiera el silencio, sin que Petro se despegara de su amigo. Niván tuvo que reprimir el cansancio que le empujaba a preguntarle al chico ¿hasta cuándo debían estarse ahí plantados? Pero no deseando volver a herirle, Niván decidió que fuera el mismo Petro el que hablara primero y diera por concluido aquel juego.

De imprevisto, para sorpresa de Niván, unos golpecitos comenzaron a sonar en la distancia. La regularidad de aquel ruido, similar a un caminar aunque a la vez asincrónico, descartaba que se tratara de un desprendimiento o algo por el estilo. Además, su volumen iba en aumento gradualmente, como si su emisor se aproximara. A Niván se le erizó la piel de repente y notó un frío intenso en la nuca. «Entonces Petro decía la verdad», resolvió en una consecución frenética de ideas. ¿Pero qué sentido tenía aquello? ¿Acaso más personas además de la progenie de Matra habitaban las profundidades subterráneas? La idea tampoco es que fuera una completa locura —se replicó Niván, que viendo lo visto ya cualquier disparate se la presentaba potencialmente viable, aunque las rarezas empezaran a ser excesivas en su haber—. ¿Otra tribu desarraigada? —sospesó él—. Fuera lo que fuera, parecía que lo insólito le perseguía, y no podía librarse de terminar en el epicentro de cuantos acontecimientos excepcionales acaecían.

El caminar divergente se acercó. Podían oírlo a la misma distancia a la que se encontraba la oblea de gusanos, y ahí se mantuvo un rato vacilante, rodeando la roca. Trascendía como un andar peculiar, más rápido y preciso de lo habitual, incluso algo arácnido, por lo que Niván dedujo que tenía que ser producido por varios individuos. Entonces Niván se debatió en su fuero interno sobre qué hacer: si se trataba de otro grupo humano perdido, establecer contacto con ellos era una opción, a fin de cuentas, juntos podrían ayudarse mutuamente en aquel entorno hostil. El hecho de que dejarán libros a cambio de comida le vino a la mente, y esto le ratificó que seguramente fueran personas pacíficas.

Presa de un impulso, Niván se alzó de su escondite y encendió la vara de caza. Lo que vio no tenía ninguna semejanza con lo que su mente esperaba encontrar. Al advertir la acción de su compañero, Petro también se incorporó parcialmente para vislumbrar la escena.

Junto al montículo donde dejaron la oblea apareció una grotesca figura humanoide, de piel azulada y resquebrajada, tres piernas emergiendo de un tronco pútrido y un rostro descarnado con los músculos faciales a la vista. El amorfo ser del averno se giró y les clavó unos ojos que lucían saltones y desorbitados. Niván notó como Petro se orinaba en su pierna, rígido por el terror, y le agarraba estrujándole con los dedos hasta provocarle un agudo, aunque por la circunstancias ajeno, dolor.

El demonio sonrió con una mueca turbadora. Al no disponer de piel en la cara el movimiento de sus facciones resultó mecánico y teatral a la par, configurando un inquietante semblante de humanidad corrompida. Sobresaltado por la impactante visión y alentado por la presión aterrorizada que ejercía Petro, Niván disparó la vara de caza sin atinar al engendro, dando justo al lado. Inmediatamente la criatura cambió su expresión de la sonrisa al enojo, y corrió con sus tres piernas hacia ellos. Sin pensárselo, Niván apartó a Petro gritándole «¡Vete!», y zarandeando sin control la luz de la vara de caza avanzó unos pasos con tal de interponerse entre el niño y aquello que se les abalanzaba. Al tiempo que Petro, presa del pánico, seguía la orden y se alejaba, Niván lanzó un segundo disparo intentando no fallar esta vez, otorgándose un tembloroso suspiro más para apuntar. Pero aquel espectro de ultratumba saltó fuera del cono de luz y lo evadió. Un interminable instante de desconcierto más tarde, reapareció fulminantemente la bestia, arrojándose enfurecida sobre Niván y derribándolo. Luego, Niván perdió la consciencia.

Lo primero que percibió al abrir los ojos fue un techo blanco y liso, de suavidad inmaculada, carente de juntas. La luz le quemaba la vista. Tumbado en una cama, Niván se encontraba en el centro de una pequeña sala vacía y perfectamente iluminada, aunque no se apreciaba dispositivo alguno por donde emanara la luz. Niván despertó desubicado, todavía confuso y adormilado, sin poder determinar si habían pasado horas, días o semanas. Un penetrante dolor de cabeza le impedía pensar con claridad, y aturdido ojeó hacia abajo para verse el cuerpo, el cual apenas notaba. Por fortuna, bajo el filtro borroso de su entumecimiento mental, su maltrecha figura parecía seguir intacta, por lo menos tanto como recordaba que debía estar: un tronco cincelado a cicatrices, consumido, especialmente en la cadera, donde desde hacía unos meses se le marcaban los huesos en exceso. Su sexo velludo, ocultando un pene retraído más de lo habitual, y sus grandes y pálidos pies, ahora tiznados por tierra y una leve pelusilla emergente. Probó de mover los dedos de un pie, y después de una mano. Distinguió una ligera sensación de tacto, pero no tuvo las fuerzas suficientes como para desplazarlos más allá de unos pocos milímetros y desistió. Fue entonces cuando se percató de que algo le sujetaba por la nuca, y torció el cuello para ratificar esta impresión. Por su ubicación, Niván era incapaz de verlo directamente, pero estaba claro que algún tipo de dispositivo quedaba acoplado a su enlace. Sintió una punzada de miedo producto de la incomprensión, aunque en su estado letárgico, su voluntad se veía derrotada y no se creía capaz de hacer nada al respecto, así que volvió a dormirse.

Cuando despertó de nuevo horas o días más tarde, el malestar inicial había desparecido en gran medida, su visión era más nítida y podía razonar con lentitud bajo la resaca de la inconsciencia, aunque todavía se notaba muy flojo para pretender levantarse o hacer cualquier esfuerzo similar. Con cierta dificultad se palpó la nuca, como era de esperar seguía ahí el conducto que se adhería a su enlace.

Ignorando la jaqueca que todavía le quedaba, Niván procuró hacer memoria para darle coherencia a la presente situación: lo último que recordaba era que estaba con Petro, en el abismo, cuando apareció aquella bestia trípeda que les atacó. Entre esa escena y el momento actual tenía un seguido de imágenes borrosas, tanto pesadillas huidizas con seres parecidos al monstruo que se encontraran, como conversaciones con Xuga y la placentera quimera de estar de vuelta a casa, a su matriz, tal que nada hubiera ocurrido. Había estado soñando, pero ninguno de aquellos recuerdos oníricos parecía tener ninguna relación con la realidad de la vigilia que ahora le perturbaba.

Muerto de sed, intentó articular algún mote con tal de pedir ayuda, pero tenía la boca tan seca que le costaba que le salieran las palabras. Una cosa tenía muy presente Niván, y era que él solo no había podido llegar hasta ahí. Obviando que desconocía los hechos transcurrido desde que perdiera la consciencia, sin duda le habían rescatado, y por ende asumía que alguien se encontraría cerca. Así que perseveró en su tentativa, y tras un chasquido que le dolió en la garganta, consiguió esgrimir:

—¿Hola…? ¡¿Hola?! A… Agua… ¿Hola? —vocalizó Niván, pegándosele los labios con cada sílaba—. Agua por favor…

Aguardó unos segundos expectante y repitió con más ahínco «¡Agua!», y justo después el silencio fue roto por unos murmullos ininteligibles en el exterior, rumor que anunció a Niván que al fin su llamada había surtido efecto. Siguió un lapso de tensa calma, y a continuación una trampilla en el suelo se abrió. Debido a su posición tumbada en la camilla Niván no veía el acceso, pero por el recio golpe que sonó tras sus pies tuvo la certeza de que ahí existía una puerta, y dirigió los ojos en la dirección que el sonido le indicaba, aunque sus piernas y la cama se interpusieran en la trayectoria de su mirada y no vislumbraba nada. ¿Estaba en casa? ¿Aparecería un cirujano del suelo? —se cuestionaba con el corazón en un puño Niván, sin acordarse debido al caos mental que le había propiciado el coma, que no podía volver a su antigua vida en el mundo civilizado—.

La esperanza en que todo aquello hubiera sido solo una pesadilla y el anhelo de retornar a su pasado, le hacían pasar por alto que la habitación no tuviera semejanza con la de un hospital, y Niván se aferró psicológicamente el tiempo que estuvo en vilo a la ilusión de poder regresar a su matriz.

Su estupor fue mayúsculo cuando del linde que dibujaba la cama y detrás de sus pies, emergió una forma cubierta por la misma piel azulada del engendro que le noqueó. Pero en esta ocasión, gracias a la luz imperante, pudo distinguir con claridad y precisión la superficie agrietada que envolvía a aquel ser: era una piel reseca, con una textura afín al caucho viejo, que distaba de cualquier equivalencia biológica de la que Niván tuviera constancia. La ilusión se disipó y con ella la esperanza, y un mareo repentino emborronó los sentidos de Niván, arrancando los escasos tintes de realidad de que aún disponía la situación.

Pero en este caso, pese a que Niván dudó un segundo, el ser que subió era otro, pues era bípedo, a diferencia de aquel que lo atrapara que claramente poseía 3 piernas. Si bien el recién llegado también presentaba una malformación peculiar: a partir de los codos sus brazos se bifurcaban, y en lugar de 2 poseía 4 manos con sus antebrazos correspondientes.

Al concluir el ascenso de este primer humanoide abominable, otro le siguió, y así hasta que se alzaron 3 figuras azules en la nívea sala. Horrorizado Niván comprobó que entre ellas estaba el espectro de 3 piernas que le atacara en el abismo, quien trepó el último. Había asimismo un tercer individuo que no mostraba ninguna modificación corporal, pero que traía la faz cubierta por una máscara cerámica, lo cual le daba un aire todavía más inquietante e irreal. Paralizado de primeras, Niván no salía de su asombro, preguntándose si aquello era otra pesadilla de las muchas que había vivido en los últimos días. Pero su consciencia se manifestaba demasiado vívida para que fuera un espejismo mental. Asustado por lo delirante de la estampa, más propia de las argucias del simbolismo del subconsciente que del mundo real, Niván se vio atrapado por un estupor de incredulidad que le impedía reaccionar.

—Buenos días Niván —empezó diciendo uno sibilinamente—. Ya era hora de que despertaras, estábamos por recubrirte de bronce y ponerte de estatua.

El engendro, igual que sus congéneres, exhibía los músculos faciales a la vista, y al hablar su fisonomía descarnada e inmóvil cobraba vida, con cientos de tendones moviéndose frenéticamente para articular las palabras y acompañarlas de expresiones. Esto, junto a unos atentos ojos saltones, provocaba que al hablar recordara más a un arcaico muñeco mecánico que propiamente a un ser vivo.

—Te hemos traído agua —continuó el que llevaba máscara, que le acercó un recipiente translúcido con la delicadeza de quien trata con una fiera peligrosa y enjaulada—. No te atragantes con las ansias, ¿eh? Solo faltaría que ahora murieras ahogado, por la sed.

¿Qué broma macabra estaba fraguando su mente? ¿Se había vuelto loco o era solo un sueño? —no paraba de cuestionarse Niván, que restó inmóvil, refugiándose de su miedo en el anhelo de que en cualquier momento despertaría—. Pero nada ocurría, y la extraña realidad que lo envolvía se entestó en seguir tangible. Al fin Niván aceptó el agua, sobreponiéndose su necesidad de líquido a sus miedos y recelos. Bebió efusivamente sin quitar ojo a las tres extrañas formas de vida que, según él sospechaba, lo tenían preso por algún oscuro propósito que sin embargo desconocía. Mientras sorbía el fresco néctar, Niván observó que dos de ellos disponían de una complexión claramente masculina, en cambio, el de la máscara recordaba vagamente a lo que fuera el cuerpo de una mujer, tanto por sus curvas y pronunciada cadera, como por un busto prominente pero malogrado, de lo que fueran antaño unos pechos. Poco a poco, sorbo a sobro, Niván fue recobrando una cierta calma, tomando consciencia de la situación y recuperando el control de su cuerpo. Se repetía que una explicación plausible y racional tenía que estar detrás de tal desvarío, y que no debía bajar la guardia ante aquellos entes grotescos.

—¿Quiénes sois? —preguntó armándose de valor Niván cuando sació su sed—. ¿Qué queréis de mí?

—Yo soy Yacsiasnicauatauatcuh —repuso la de la máscara cerámica mientras se aproximaba para recoger el recipiente ya vacío.

—Yo Cuhsihcnaquacsipasnicacsip —dijo a continuación el de 3 piernas.

—Y yo Nocseacsipiacsiatquosauat —se presentó el de los brazos bífidos.

—¿Qué queréis? —suplicó una respuesta Niván—. No tengo nada. No soy… No soy nadie.

—Eres Niván Sumegoba —replicó Cuhsihcnaquacsipasnicacsip—, y nosotros no somos cíclopes, creo. —Acto seguido levantó un dedo y se lo puso en un ojo a Nocseacsipiacsiatquosauat, que estaba de pie a su al lado.

El agredido comenzó a saltar y a quejarse. Repentinamente paró y los tres rieron al unísono en un jolgorio espeluznante. Niván no entendía nada, todo aquello era absurdo. Entonces, en un destello de clarividencia, la mente de Niván ató cabos al rememorar un reflejo que había contemplado en los espejos circunflejos sobre la época en que acaeció la rebelión de los útiles. «¡La piel azul!», se recriminó por no haberlo relacionado antes. Aunque desfigurados, deteriorados y parcheados a retazos, la piel azul de aquellos engendros solo podía significar una cosa:

—Sois útiles… —declaró fascinado Niván, como si acabara de descifrar un gran enigma largamente velado.

—Más que tú, seguramente —rió Nocseacsipiacsiatquosauat.

—Es… Hace por lo menos quinientos años que os exterminaron —señaló Niván con la voz todavía ronca—, no es posible que hayáis seguido funcionando durante todo este tiempo.

—Seiscientos sesenta y siete años desde que “los Dragones” dieron por concluida la faena de erradicar el algoritmo de Schnitzler, para ser exactos —puntualizó alegremente Cuhsihcnaquacsipasnicacsip—. Sois tan malos con los números…

Niván comprendió que estaba ante organismos sintéticos creados por el hombre en los albores de la Edad del Sueño, justamente —recordó— su rebelión suponía el hito histórico que marcaba el fin de la convulsa Edad Eléctrica. Los útiles eran diferentes a las actuales formas biotectónicas, que por seguridad estaban proyectadas como organismos biológicos de los cuales se había erradicado el impulso primario de perpetuación para relegarlo a un segundo plano, remplazándolo por mero automantenimiento. En contraposición, además de aparecer constituidos por aleaciones metálicas y compuestos artificiales, los útiles poseían el mismo instinto de supervivencia que identificaba a cualquier ser vivo natural. Esta característica había revelado a la humanidad cuál era la esencia de la vida, la chispa que diferenciaba a un hombre de un ciclón o un río, pero al mismo tiempo había supuesto un error fatal para la especie. Nadie previó las consecuencias, las implicaciones que supondría jugar a ser dioses, pues la vida no estaba dispuesta a perecer si podía evitarlo, ya que era este su único imperativo genuino.

—¿Cómo? —pronunció lentamente Niván—. Es inaudito… que nadie lo sepa. O puede… —reflexionaba en voz alta, comprendiendo que si su descubrimiento de los espejos circunflejos habían intentado silenciarlo, también aquel secreto podía haber sido ocultado deliberadamente—. ¿Tenéis comida? ¿Tenéis algo para comer?

La pregunta surgió directamente del estómago de Niván, que despertó de repente y empezó a quejarse de su vacuidad con un seguido de gruñidos.

—Dime, no me acuerdo, ¿los humanos coméis piedras? —bromeó Cuhsihcnaquacsipasnicacsip, que tenía un porte más tenebroso a ojos de Niván, quizás por ser él quien le capturara en el abismo—. Aquí está lleno de piedras.

—No, por supuesto que no —aclaró Niván, que no captó que se trataba de una burla—. Dadme lo mismo que comáis vosotros, no me importa.

—Ves —resopló Cuhsihcnaquacsipasnicacsip —. Tú no sabes qué comemos nosotros, y sin embargo esperas que nosotros sepamos qué comes tú. Ya no somos siervos Niván Sumegoba. Pero los humanos seguís manteniendo esa prepotencia tan característica vuestra, a pesar de los años transcurridos, y continuáis siendo igual de ignorantes.

—No le hagas caso Niván —intervino conciliadora Yacsiasnicauatauatcuh detrás de su máscara—. Nosotros somos eléctricos, no comemos propiamente nada.

—Si quieres una descarga allá tú, pero se te pondrán los pelos de punta —aportó entre risas y zarandeando los dedos hacia arriba Nocseacsipiacsiatquosauat, pretendiendo simular el efecto estático.

—Ya… Yacsiasne… —Niván quiso dirigirse al ente de apariencia femenina que llevaba máscara, pero era incapaz de recordar su nombre.

—Yacsiasnicauatauatcuh. Llámame Yacsi, si lo prefieres. A ellos, les puedes llamar Cuhsi y Nocse.

Agitando la cabeza negativamente, Cuhsi plasmó su disconformidad con las concesiones que estaba teniendo su compañera con Niván.

—Gracias. Yacsi, cuéntame —continuó Niván—, ¿qué os ha pasado? ¿Por qué presentáis este aspecto tan horrible?

Viendo la hostilidad del útil de 3 piernas, Niván consideró que su mejor alternativa era acercarse a Yacsi, que de momento había sido bastante amable con él. Niván creyó que interesarse por la historia de aquellos seres, procurando entender qué hacían o a qué aspiraban, puede que fuera la clave para salir con vida de ahí. Tenía hambre, se sentía débil y fustigado, pero su instinto de supervivencia optó por acallar estos estímulos, y cambiar el tono lastimero por otro más sosegado, pero irremediablemente tiznado por dejes de dolor y cansancio. En efecto los útiles detestaban a los humanos, sentían que el hombre les había esclavizado y maltratado, por más que sus capacidades fueran infinitamente superiores a las de sus antiguos amos. Por ello, Niván sabía que no debía mostrarse orgulloso, ni que sus peticiones sonaran a exigencia, pues la soberbia podía acarrear un fatal desenlace.

—¿Horrible? ¿Qué quieres decir? —cuestionó Yacsi.

—Habló la doncella inmaculada —dijo Nocse refiriéndose a Niván, a pesar de que este creyó que se lo decía a Yacsi.

—Vuestra cara, la piel… —especificó Niván—. Esa pierna, tus brazos. Antes no erais así.

—Seguramente tú tampoco eres igual que cuando naciste —señaló Nocse—. El tiempo pasa factura a todos Niván Sumegoba, pero nuestra estructura sigue igual que cuando nos encendieron por vez primera, porque la cuidamos, y algunos hasta hemos optado por mejorarla. —Movió los 4 brazos a modo de ejemplo, simulando un baile.

—Creo que se refiere a nuestro aspecto según los cánones reproductivos animales —explicó Yacsi a Nocse, y continuó dirigiéndose a Niván—: Nosotros no nos reproducimos Niván, no aplicamos vuestras proporciones estéticas a los elementos que nos rodean buscando simplemente la “belleza”. La simetría y las proporciones han de tener una razón, digamos, práctica.

—¡Toma simetría! —espetó Cuhsi al compás que levantaba su pierna central hasta la altura de su cabeza en un movimiento pendular.

—¿Y tu máscara? —preguntó Niván a Yacsi ignorando al trípedo.

—No quiero que me veas —repuso Yacsi con un atisbo de vergüenza que Niván ignoraba podía manifestar un útil—. Sé que no te gustaría como soy.

Indudablemente Yacsi era una útil con claros elementos de feminidad, actitudes afables que le conferían el talante más humano de los 3. Era posible que sus funciones primitivas cuando estaba al servicio de los hombres —especuló Niván—, le hubieran proporcionado ese cierto grado de ternura y sensibilidad que los demás parecían no poseer. Rememoró entonces Niván el semblante y la historia de los útiles que conocía gracias a los reflejos cósmicos, y tomó consciencia de cuánto habían cambiado estos. Externamente los útiles habían sido réplicas exactas de la fisonomía humana, con la única distinción de aquella particular pigmentación azul que pretendía diferenciarlos de las personas naturales. Pero los siglos y su afán por seguir existiendo les habían despojado de cualquier afinidad con aquel estereotipo de belleza al cual fueron modelados en su génesis; su falsa piel se caía, la decadencia de una dilatada y lenta muerte iba carcomiendo las partes blandas de sus cuerpos, disfraces que habían procurado ocultar su verdadera naturaleza sintética. En parte aquellas criaturas resultaban semejantes, en la mente de Niván, al Inmortal con el que se topara meses atrás en el laberinto elubjín. En realidad habían sobrevivido mucho más que aquel, y si no sucedía ningún desastre imprevisto, bien podían seguir existiendo durante milenios. De alguna manera, Niván sintió que eran casi como dioses, seres míticos sacados de las fantasías de los antiguos y supersticiosos pobladores del planeta que tantas veces ya había contemplado a través de los espejos circunflejos. Pero en última instancia —se percató seguidamente Niván—, el hombre moderno también estaba capacitado para prolongar de igual manera la vida durante un periodo indefinido, y sin embargo no lo hacía. Porque en el mundo civilizado, con tal de renovar la población y con ello mantener el potencial adaptativo, todos asumían como natural el morir llegado el debido momento. Partícipe Niván de esta educación que le había inculcado una concepción amplia del reciclaje, el hecho de aspirar a vivir eternamente se le antojaba tal que una actitud irracional y egoísta.

—¿Y qué habéis hecho durante todo este tiempo? ¿Dónde estoy? ¿Cuántos sois? —avasalló a preguntas Niván.

—Estar sentados.  En nuestra  casa. Ciento veintidós —respondió por orden Nocse—. ¿Algo más?

—“Todo este tiempo” —repitió Cuhsi—. El tiempo es relativo Niván Sumegoba, y tú bien que deberías saberlo que supuestamente has estudiado las estrellas. No se puede medir igual la vida de una mosca que la de un árbol, porque la mosca se escapa y no hay forma de medir nada, ¿verdad?

—Sí —afirmó Nocse—, nunca he conseguido atrapar una mosca, en cambio los árboles no se me escapan.

—Es que necesitas cuatro brazos más para conseguir atrapar moscas —apuntó Yacsi.

Al comentar Cuhsi que «supuestamente había estudiado las estrellas», Niván se acordó del dispositivo que seguía enchufado a su nuca, y resolvió que con seguridad le habían hurgado la mente mientras permaneció inconsciente. En tal caso tenían que conocer por fuerza su historia, sus hallazgos y desventuras, y cómo fue repudiado por la sociedad civilizada a causa del descubrimiento de los reflejos del pasado. ¿Habrían visto también ellos el rostro de Cleopatra, la caída de Tenochtitlan, o los jardines de Nueva Babilonia? Inducido por la desconfianza y la paranoia, Niván concluyó que sus enigmáticos captores tenían que estar jugando con él, pues si ya habían extraído y examinado lo que contenía su cerebro, ¿por qué lo mantenían con vida? ¿Qué otro fin guardaban los útiles para su miserable persona?

—¿Tienes más preguntas Niván Sumegoba? —escrutó Cuhsi.

Tumbado, Niván se los miró receloso presa del abatimiento, e indagó:

—¿Qué vais a hacer conmigo?

Entonces, tras otear a sus compañeros, Cuhsi propuso:

—Cortémosle la cabeza. —Al oír aquello Niván se agarró a la blanda cama cerrando los puños con fuerza, y quiso retroceder echándose para atrás, pero la unión que se cernía a su nuca se lo impidió. Viendo el espanto de su huésped Cuhsi añadió—: No te asustes, es broma. Tenéis tan poco sentido del humor los humanos…

Para tranquilizarlo Yacsi se aproximó a Niván y le puso la mano en hombro. Estaba fría, era áspera, pero le proporcionó el sosiego que requería. Luego, con delicadeza, la misma Yacsi le extrajo el conducto que tenía clavado en el enlace. Un escozor afilado estalló en la nuca de Niván, pero simultáneamente sintió un gran alivio al verse liberado. Podía al fin moverse sin restricciones, y se incorporó para contemplar como los tres útiles se marchaban por la escotilla por donde poco antes entraran. Al cerrarse el acceso detrás de ellos, extenuado Niván volvió a recostarse, y emulando la trampilla también cerró los ojos.

Pero no alcanzó el sueño, pues pronto Cuhsi regresó con un par de ratas muertas en las manos. Amenizándolo con una sonrisa exagerada y mediante un jocoso y siniestro «No tenías hambre, pues roe estos roedores», instó a Niván a que se las comiera. Cuando el útil de tres piernas se marchó, Niván no tuvo más opción que destripar con las manos y engullir la carne cruda de aquellas alimañas para satisfacer su estómago. El proceso resultó complicado, desagradable especialmente al inicio. Su boca, mentón y manos quedaron embadurnadas de oscura sangre, pero era tal su apetito, que encontró exquisita la resbaladiza carne de los pequeños animales.

Con la panza llena y solo en la jaula, Niván aprovechó la ocasión para examinar la estancia. El artefacto que tuvo enchufado al enlace era una larga manguera que se perdía tras la pared. Ahora en el suelo, de su extremo brotaba una ristra de largas agujas ensangrentadas. Palpándose detrás de la cabeza y hallando los surcos, Niván comprobó sobrecogido que habían estado clavadas en él. «Que técnica más arcaica y peligrosa la de interactuar con los núcleos neurales del enlace de forma física —juzgó Niván—. Si no me matan ellos, moriré de una infección». Continuó reconociendo la cama donde yaciera tantos días. Se presentaba blanda y rectangular, pero aquí terminaban las similitudes con la cama de una matriz. El colchón aparecía adherido a la estructura principal, y en su superficie se distinguían un seguido de manchas superpuestas de orín, cosa que Niván pasó por alto inicialmente debido al fuerte brillo que rebotaba en las paredes, brillo cegador hasta que su vista empezó a acomodarse al nuevo contexto lumínico. Observó el suelo, por donde entraran los útiles, y efectivamente al acercarse distinguió el fino grabado de la junta de la compuerta. Descubrió además una marca paralela en el techo, de igual forma y tamaño, probablemente otra escotilla.

Pero aparte de estos dos accesos, que más que verse se intuían, Niván no apreciaba ni aristas, ni emisores de luz, ni ningún otro elemento en la sala más que la cama y el tubo con el que los útiles presuntamente hurgaran en su cerebro. Niván siguió dicho conducto hasta la pared e inspeccionó sus bordes. Moviéndolo un poco, consiguió que una minúscula abertura le permitiera ver el exterior. Desafortunadamente el orificio daba a una pared y no se distinguía nada, tan solo una difusa oscuridad que de cuando en cuando se alteraba al pasar alguien por delante. Niván pasó un rato intentando hacer más grande la rendija, pero no lo consiguió.

Tal que se hallara inmerso dentro de un experimento con organismos vivos promovido por estudiantes de la Cepa de la Vida, Niván se sentía preso y que él era el sujeto del estudio. Quería salir de ahí, pero también le daba pavor lo que pudiera encontrar afuera: cientos de útiles deseosos de despedazar cualquier atisbo de existencia  humana —conjeturaban sus miedos—. Maldijo que otra vez, cuando su vida parecía retomar el rumbo junto a Petro y su endogámica familia, las expectativas volvieran a hacerse añicos. ¿Es que no existía un mundo seguro y estable donde vivir? El destino pretendía martirizarlo hasta el final y a él ya casi no le quedaban fuerzas para seguir aguantando la tempestad —se lamentaba—. Presa de la autocompasión y el abatimiento, Niván se acurrucó en una esquina. Pensó en Andara, en Jun, en Xuga y en todos aquellos amigos que había dejado atrás; pensó en Anūp, el pequeño y despierto Anūp, al cual había arruinado la vida despertándole de la Habitación de las Turbaciones; y en Cuernecitos, y en Petro, y en Eriaba. Recordó a todos ellos, y tantos otros que se cruzaran en su camino. Después rememoró su historia personal mentalmente, tratando de encontrarle algún sentido o alguna coherencia. Él era un superviviente —se dijo procurando darse ánimos—, y no iba a perecer en aquella jaula en manos de unos artilugios locos de un pasado remoto y prácticamente olvidado. Solo tenía que estar atento y actuar con cordura, si es que le podía quedar algún resquicio de ella.

Durante las horas que siguieron, dos jornadas calculó Niván que transcurrieron, los útiles fueron pasándose alternativamente para ver cómo estaba. Yacsi, siempre cubierta con su máscara, solía traerle agua, y atendió con rapidez a su petición de que le facilitaran un recipiente hermético donde depositar sus excreciones fisiológicas, y evitar así que el hedor en la sala se tornara insoportable. Los demás útiles no eran tan atentos, pero tampoco lo trataron mal. Entre risas y chascarrillos a menudo faltos de tacto, Niván fue conversando con unos y otros, y conociendo gradualmente a sus captores. Les perdió el miedo, o por lo menos esa fue la actitud que intentó adoptar ante ellos. Quiso sonsacarles sus planes, qué le deparaba el futuro, pero cuando les preguntaba sobre sus intenciones ellos evadían el tema. Le decían que aguardara a recuperarse, sin dar más explicaciones, aunque mientras dialogaban, en alguna ocasión, se les había llegado a escapar alguna pista, referencias vagas a un tal «plan armónico» o «plan maestro». Plan que Niván sospechaba tenía relación con él y su porvenir.

Después de mucho hablar, Niván terminó por comprender que la naturaleza de los útiles distaba en gran medida de la humana, pues poseían otras necesidades y una manera peculiar de entender la realidad. Pero dentro de sus posibilidades, notaba que se esforzaban para que la salud de su prisionero —o puede que lo consideraran acaso un huésped, empezaba a intuir Niván— mejorara y se encontrara relativamente a gusto. Hasta Cuhsi, que hacía gala de un humor macabro, periódicamente le llevaba alguna suerte de alimento cazado por él mismo. En el fondo, detrás de sus prejuicios contra las personas de carne y hueso, Niván sabía que Cuhsi no le deseaba ningún mal, o por lo menos eso quería creer.

En el momento en que Niván contó el tercer día, su aspecto había sobrevenido desastroso. Entre su pelambrera mugrienta, la sangre reseca cayendo a clapas de su piel, y la poca higiene a la hora de ir al baño, lucía una fachada lamentable. De forma contrapuesta, físicamente se veía ya completamente restablecido, vigoroso y atento, aunque era consciente de que en aquellas condiciones higiénicas no tardaría en enfermar. Hacía poco Niván había despertado de un agitado sueño atiborrado de pesadillas y desasosiego. Como ahí no disponía de reloj alguno ni sol que le marcara el devenir del tiempo, su reloj interno junto a cuando se echaba una cabezada más dilatada era lo que para Niván definía las distintas partes del día. En realidad saber la hora trascendía innecesario y prescindible, pero imaginarse en qué momento estaba ayudaba a Niván a mantener el frágil vínculo con la realidad. Para él era la mañana del tercer día de cautiverio desde que despertara del coma, cuando entró Yacsi en la sala y le dijo:

—Niván, creemos que ya estás en condiciones de escuchar nuestra propuesta, por lo visto antes estabas sordo —bromeó detrás de su máscara—. Pero previamente, te haremos una puesta a punto. Sé que este aspecto no es el que crees que deberías tener, y en tu mundo no sería adecuado. Ven, sígueme.

Ciertamente Niván no se lo esperaba, y se quedó quieto, sentado en la cama, dándole vueltas a lo dicho por Yacsi pero sin mover un dedo. Al comprobar que no reaccionaba, Yacsi lo cogió de la mano y repitió «Ven, sígueme. ¿O has olvidado que para moverte hay que andar?». Por el contacto de la rugosa piel de la útil Niván salió del trance, y se puso en pie nervioso. A continuación requirió de la ayuda de Yacsi para descender por la trampilla, pues la apertura quedaba a un par de metros del suelo del exterior, y no existía ninguna escalera o similar para auxiliarle. Una vez fuera de la cárcel, Niván contempló la ciudad de los útiles que se alzaba a su alrededor: tubular, inconexa a ojos humanos y silenciosa. De manera análoga a las paredes del interior del cubículo donde estuviera retenido Niván, aquí en el exterior también las superficies refulgían una limpia luz blanca. Al mirar al cielo Niván descubrió que seguía bajo tierra, pues el albor de la ciudad iluminaba el techo rocoso de una gran bóveda. Entonces Niván se fijó en el silencio imperante, y derivó de ello que seguramente el complejo se encontraría prácticamente deshabitado.

Pero de forma repentina, a veintitantos metros de ellos un útil cruzó con celeridad antinatural unas compuertas, y Niván se apresuró en volver a agarrar la mano a Yacsi como un niño asustado. Algo avergonzado, Niván la ojeó de soslayo, pero no le soltó la mano. Empezaron a andar por lo que podría considerarse callejuelas o canales, pasos caprichosos que se formaban en el espacio vacío entre estructuras, y mientras lo hacían Niván apuntó su atención hacia el áspero tacto de la piel resquebrajada de la mano de Yacsi.

—¿No os duele tener la… “carne”, así? —curioseó Niván con tal de evadirse de su pensamiento acelerado producto las últimas palabras de Yacsi, de aquel misterioso «ya estás en condiciones de escuchar nuestra propuesta» que había soltado la útil.

—¿Carne? No disponemos de carne los de la Nueva Estirpe —aclaró ella—, ¿tanta hambre te hace pasar Cuhsi que ves filetes en nosotros? Pero si te refieres al recubrimiento sensible, es verdad que desde hace por lo menos trescientos años que un patrón de ruido se superpone a nuestro tacto. Pero el dolor lo entendemos. Lo que para vosotros es dolor no es otra cosa que un exceso de presión o una alteración distributiva; nosotros no lo cualificamos emocionalmente como vosotros.

Siguieron a través de una plazoleta con un obelisco central, alrededor del cual había un seguido de asientos dispuestos de forma errática, aunque en su conjunto recordaran vagamente a círculos concéntricos. Todos los asientos miraban al centro de la plaza, al obelisco, y aunque la mayor parte de las sillas restaban vacías, una decena de útiles reposaban sentados, ensimismados sin moverse ni dar señales de vida. Al final sería verdad —pensó Niván— aquello que le contestaran al preguntar: «¿Y que habéis hecho durante todo este tiempo?». «Estar sentados», había dicho Nocse, y quizás no bromeaba. A pesar de que daba la impresión de que los individuos sentados estuvieran ausentes o desconectados, por precaución, Niván procuró no mirarlos demasiado, y posó la vista en el suelo, que era de un material lechoso en que se dibujaban aguas.

Penetraron en una construcción oblonga, y después de transitar varios conductos llegaron donde aguardaba, según contó Yacsi, un barbero improvisado. Se trataba de un útil peculiar, especialmente estirado y delgado, con casi 2 metros y medio de altura, que ostentaba unos oscuros ojos telescópicos. Encima de una mesa en forma de media luna exhibía una ringlera de extravagantes y afilados utensilios prolijamente ordenados, todo ello al lado de una especie de bañera con un reclinatorio incorporado.

—No te preocupes —le tranquilizó en confidencia Yacsi al percibir que Niván había quedado impresionado por la portentosa figura del útil—, cuando era esclavo, Acsipatquosauatnocsecuh era médico.

—Sí, pero no muy bueno —dijo este al oírlo, sin dejar de sonreír—. Al coser siempre ponía las cosas al revés. —Y terminó la frase con una carcajada sobreactuada.

Con un amplio gesto Acsipatquosauatnocsecuh ofreció a Niván que tomara asiento. Él accedió dubitativo, sin estar demasiado convencido, con un acto de fe en la presumible bondad de Yacsi. Seguidamente cerró los ojos y se dejó hacer. En el proceso se mezclaron infinitud de vívidas sensaciones, el frío y el calor de cremas y mejunjes, la caricia rasposa de las herramientas metálicas, o las firmes y minuciosas manos del descomunal útil. En un momento dado le pidió que se diera la vuelta, y antes de hacerlo, Niván entreabrió los párpados para comprobar que Yacsi seguía ahí. Así era, y por lo que pudo observar de refilón, la parte frontal de su cuerpo lucía inmaculadamente limpia e imberbe. Su mente empezó a divagar sobre los posibles carices que podía adoptar la propuesta de los útiles. ¿Qué podía aportarles una piltrafa humana como él? —no paraba de cuestionarse—. Los cuidados y dedicación de Acsipatquosauatnocsecuh los estimaba agradables, y no tardó en sentirse a gusto. Mantenía los ojos cerrados, pero ahora por deleite, ya no por miedo. Al terminar la faena, Niván reposaba tan relajado que casi dormía. Como le indicaron se incorporó entretanto la bañera se llenaba para que se enjuagara. Acsipatquosauatnocsecuh esgrimía la misma sonrisa alegre que al principio de la sesión de limpieza, y Niván se recreó acicalándose envuelto en el cálido abrazo del agua. Palpar otra vez su piel blanda y limpia, era como reencontrarse a sí mismo, como si regresara un Niván desde hacía tiempo perdido. Sin pelo ni suciedad acumulándose aquí y allá, su figura, aun siendo algo escuálida por la desnutrición sufrida y presentando ciertas cicatrices —se fijaba Niván, comparándola con la que vio tres días atrás al despertar—, adquiría ahora una presencia civilizada, significativamente más humana y menos animal de lo que se revelara aquella misma mañana.

Se dejó hidratar en la bañera hasta que sus dedos quedaron completamente arrugados, pues Yacsi esperaba silenciosa sin apremiarle, contemplándolo inmóvil desde detrás de la máscara. Habiéndose ido el gigantesco barbero, al enfriarse el agua Niván tanteó a Yacsi levantando las cejas, pero ella no reaccionó.

—Eh… Yacsi, avísame cuando tengamos que irnos.

—No hemos concretado ninguna hora —respondió la útil—. Cuando tú estés listo vamos. ¿Cómo de “agisantado” estás?

—Vamos —concedió Niván incorporándose.

Al levantarse Niván el agua resbaló de su cuerpo por los codos y la entrepierna, y notó un frío repentino que le puso la piel de gallina. La útil se acercó enseguida sosteniendo una túnica de un tono castaño rojizo, que dio a Niván para que se cubriera. El color le era familiar a Niván, pero sin embargo no adivinaba de qué. «Bueno, bueno —festejó Niván para sus adentros—, esto de llevar ropa ya es todo un lujo que no me esperaba». Una vez listo, Yacsi lo condujo de regreso a la plaza por la que cruzaran con anterioridad, con la diferencia de que ahora se encontraba repleta de útiles,   por lo menos un centenar de ellos —calculó Niván—. Todavía se apreciaban algunos sentados, pero en su mayoría estaban de pie, esperándolos. Encabezando la comitiva, Cuhsi y Nocse les dieron la bienvenida con una broma sobre el nuevo aspecto de Niván. Este ignoró la burla, y se armó de valor ante la turbadora estampa de las variopintas modificaciones morfológicas de aquellos útiles y sus rostros descarnados. No era el momento de tener miedo —se exhortó Niván—, debía estar atento y aprovechar si se le presentaba cualquier oportunidad de salir de ahí.

—Niván Sumegoba —pronunció solemne Nocse—, debemos hablar contigo, vamos a ponernos serios.

Como si hubiera contado un chiste graciosísimo, la multitud estalló en carcajadas. Niván no entendía la broma, pero tampoco se esforzó en ello. Al calmarse la oleada de risas, Nocse prosiguió:

—Niván Sumegoba, ¿quieres recuperar tu vida?

—Por supuesto —contestó velozmente Niván, incrédulo ante el planteamiento de tal obviedad.

—Pues  escúchame  con  atención, Niván Sumegoba. —Esperó Nocse a que el gentío callara por completo antes de proseguir—. Los de la Nueva Estirpe somos personas con paciencia, llevamos seiscientos sesenta y siete años esperando nuestro momento, el momento de recuperar lo que un día nos fue arrebatado. Somos seres vivos, tan vivos como tú, Niván Sumegoba, o como una lombriz de tierra. Si bien los humanos no os preocupáis de pisar las lombrices, porque os creéis superiores y más dignos de existir, con nosotros os pasó justo lo contrario, pensabais que os pisaríamos porque somos superiores en todo, porque somos más dignos de existir que vosotros mismos. Aun así, nuestra intención nunca fue la de eliminar a la especie humana, que es nuestro ancestro evolutivo como del hombre lo es el mono. Pero sí, cada uno debe ocupar su lugar en el universo, no hay duda, y nuestro sitio no es ser el esclavo de nadie, ni existir siquiera para satisfacer vuestros deseos, ni vivir bajo tierra eternamente. Y aquí entras tú, Niván Sumegoba. —Un útil le acercó a Nocse la mochila que llevaba Niván cuando fue atacado, y de ella sacó el bulbo de almacenaje—. Precisamos que transportes este almacenador de datos hasta la Gran Biblioteca de Alejandría. Sabemos qué contiene, lo hemos visto. Y no espero que entiendas el sentido de nuestra demanda, ya te he dicho que tenemos paciencia, y cada movimiento es un paso más en el plan de influjo armónico que nos devolverá lo que es legítimamente nuestro. En el plan maestro tú eres una pieza clave Niván Sumegoba, aunque no puedas entenderlo, porque cada pequeña acción, por diminuta que sea dentro del conjunto, es fundamental para que no haya desafino. Puede parecerte que no tiene ninguna relación con nosotros, pero debes poner a salvo lo que viste, los reflejos son importantes, tú eres importante Niván Sumegoba: sin ti el mundo no sería igual. Tiempo al tiempo, pero no te preocupes, no creo que tú llegues ver nuestro alzamiento ni tampoco tus predecesores cercanos. Tiempo al tiempo —repitió como si se tratase del estribillo de una poesía—. Una pieza aquí, una pieza allá; por ejemplo los libros que  dejamos para Petro son una  pieza —y añadió—: Gracias a ti al fin conocemos el nombre del asustadizo chiquillo. Petro —dijo recordando el nombre—. Cada acto es una nota, los tuyos también Niván Sumegoba, aunque sospecho que no sigues ningún plan que los guíe. Confía en nosotros, lleva el almacenador de datos a la Gran Biblioteca de Alejandría, y a cambio, el Bibliotecario, quien sabe de nuestra existencia, te modificará el enlace para que no logren encontrarte aquellos seres oscuros que vimos en tu memoria como te acosaban. Llévale el almacenador de datos al Bibliotecario y únete a la antigua Orden del Aleph. Ahí podrás vivir tu vida sin miedo, libre al fin, como miembro de la orden, como sagrado guardián del conocimiento. En el almacenador hemos añadido los recuerdos que hemos logrado extraer de tu mente sobre todos los acontecimientos del pasado que has visto. Son vagos, fragmentarios y confusos, pero algo son, y contienen una información valiosísima. Los humanos nunca habéis sido demasiado buenos recordando, siempre lo modificáis todo con tal que se adapte a vuestras expectativas, pero qué le vamos a hacer, por ello sois humanos y no de la Nueva Estirpe. ¿Qué opinas Niván, estás dispuesto a ayudarnos y que te ayudemos?

Sin salir de su asombro, Niván en lo primero que pensó fue en que durante todo el discurso Nocse no había soltado ningún chascarrillo ni broma, y se recriminó prestarle atención a esa tontería y no concentrar todos sus esfuerzos en analizar la propuesta que acababan de plantearle. Eran demasiados datos de golpe para asimilarlos, así que se tomó su tiempo para reflexionar, entretanto los útiles restaban callados, quietos y expectantes. La rigidez de aquellos era un poco intimidatoria, «Como les diga que “no”, me comen —pensó Niván, y de inmediato pronunció mentalmente—: Céntrate».

Nocse había sido claro y sincero, demasiado quizás. Era posible que creyera que Niván era estúpido, y en vista de que no vislumbraba la razón de tanta sinceridad, Niván consideró que el útil quizás estuviera en lo cierto. Nocse quería que les ayudara a volver a rebelarse contra el hombre y tomar el control del planeta, ¿pero los reflejos almacenados qué tenían que ver con eso? Llevaban seiscientos y pico años planeándolo, y realmente que Niván llevará el bulbo a la Gran Biblioteca de Alejandría ¿supondría algún peligro real? ¿Por qué les interesaba que el bulbo descansara ahí? ¿Iba a cambiar algo? Ellos creían que sí, eso estaba claro. Sin embargo, Nocse también había afirmado que seguramente él no llegara a ver el alzamiento de los útiles, ni él ni las generaciones inmediatas, por lo que se trataba de un plan a largo plazo, y en los planes a largo plazo muchos factores debían coincidir para se cumplieran. Por ese lado —concluyó—, no debía preocuparse en cargar con el peso en la conciencia de haber sentenciado a la human



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