como lo perdió Bolaño.
Como el país del diario a diario.
Poco a poco
me consumí hasta la médula.
Bailé punk con los punks más punks.
Hablé de Nietzsche hasta deshoras con los más inquietos.
Inhalé cocaína en todos los baños
y antros más oscuros de ese país oscuro
que ahora me parece lejano e indolente.
Prometí cosas que nunca cumplí.
Fui un gran mentiroso, egoísta y obstinado.
Bailé house con los mismos que edificaron este país al filo de las ruinas.
El mismo país
que me hice con mis manos a deshoras
me mandó a una puerta sigilosa.
¿La abres?, me dijo sin decirlo.
La abrí,
y todas las luces iluminaron el pasmo.
Todos los demonios se desintegraron
uno a uno como en un viaje de ácido lento y poderoso.
Uno a uno fueron incendiándose los cielos sicodélicos del país que amaba/odiaba
como en una canción de Tame Impala o The War on Drugs.
No lo sé del todo cierto,
pero sé que fue algo honesto, tierno y solemne.
Un día lunes me encontré
con la sorpresa de sentirme vivo.
Estaba en un restaurante lejano.
Comía un postre y saboreaba una cerveza belga oscura.
Pensé tanto en los monjes trapistas,
pensé en Bolaño, pensé en los perros románticos.
Pensé en muchas cosas.
Y aquí estoy,
semanas después
volviendo a pensar en Bolaño
como un péndulo sin ansias ni tristeza.
Las caderas de la vida me exigen ternura y ruptura.
Romper con ese país insomne,
trémulo, desquiciado y cotidiano.
Ese país que uno se Hace de a poquitos.
Ese lugar sagrado que uno lo hace sagrado.
"No detengas tu camino",
me dijo un libro de Auster que abrí hace poco.
Todo lo que no hagas por miedo
serán fantasías trémulas, solo tibios adioses y no definitivos.
Mejor dejarlo todo.
Empezar de nuevo.
Olvidar el país con sus bondades, ritos y bellezas.
Eso hice.
O tal vez,
venía haciéndolo
desde hace mucho tiempo
sin darme cuenta de la magia del paisaje.
Ese paisaje
que uno olvida
y que ilumina el rostro,
y da calor a los rinconcitos más ricos,
y da calor a los rinconcitos más ricos,
esos que uno quiere broncearse en el trópico.
