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CUATRO CAMINOS


Era un cruce cualquiera, es decir, cualquiera para las personas comunes y corrientes, pero para Charol era un cruce de cuatro caminos muy importante. Esa noche podría al fin develar el misterio.

Todo empezó nueve lunas antes… bueno, nueve y media para ser exactos, la noche en la cantina del pueblo donde los miembros de la mara tomaban y se dedicaban a burlarse de don Dámaso; uno de los viejos vagos que ahogaba sus últimos años en aguardiente barato. El viejito se sentía de cierta forma en familia con los jóvenes que lo animaban a contar sus historias. Ellos se reían de sus ocurrencias, pero Charol le ponía un poco más de atención.

- ¡Miren pues, muchá! - Decía animado por el alcohol. – Hay formas de hacerse de plata, formas de hacer pisto, pero ustedes son bien brutos para entender.
- No hombre, cuéntenos – lo aupaban.
- Miren pues, pero no se vayan a burlar.
- No si ya le dijimos, queremos saber – reían todos.
- Miren pue… - respiraba profundo pensando sus palabras, desenmarañando recuerdos de algo borroso que no sabía si lo había vivido o lo había inventado

Todos quedaron callados

- Tienen que pintar al diablo – dijo.
- Todos irrumpieron en risas.
- ¡Les dije que no se rieran! - Decía el viejo entre serio y contagiado de risa – tienen que hacer un dibujo del diablo, así grande en la pared de su casa, si quieren pueden ponerlo medio escondido para que no lo mire nadie más.
- ¿Y usted ya lo hizo? Le preguntó el Happy, un miembro de la mara alto y corpulento.
- Huy no, Dios me guarde ¡Jajay! yo les digo para que lo hagan ustedes si se animan.

Y vuelta a la risa

- Viejo maricón, anda diciendo las cosas y no las hace
- Pues no te voy a decir lo que he hecho, pero ahí vean ustedes.
- Va, pintamos al chamuco y de allí qué.
- Tienen que llegar todas las noches y echarle agua y hablarle, ¡Pero bravos! “¡Dame dinero vos o te voy a seguir echando agua, vos que vivís entre el fuego, dame pisto y te dejo de joder! Tienen que gritarle así duro para que entienda, ahí van a ver que les va a dar plata.
- Si y yo me chupo el dedo.
- ¡Coman mierda pues!

Nueve lunas y media habían pasado después de esa noche, nueve lunas y media desde que todos dejaron al viejo loco hablando solo se le acercó a Charol.

- A vos te voy a dar un secreto también. Porque me invitaste este octavito.
Según recuerda Charol ese octavo le valió el secreto. Total, no tenía nada que perder.

¿Por qué le decían Charol? Parece obvio ¿No? Bueno, era moreno oscuro, aunque no pareciera negro de raza, tenía rasgos de blanco pero color negro, desde que tenía uso de memoria recordaba que le decían Charolito, nunca le molestó así que ya era como su nombre de pila.

Esa noche era negra también, era luna nueva así que las estrellas regalaban un espectáculo increíblemente hermoso. Era el lienzo magnífico de un pintor celestial con chispazos de estrellas fugaces, Charol vio al cielo un momento y pensó todo lo que se perdía la gente en las ciudades con el alumbrado público, aquello era realmente majestuoso.

- Tenés que agarrar un gato negro – dijo el viejo bocón-. ¿Qué por qué un gato negro? ¿Por qué vos sos negro? Qué te importa, así tiene que ser, un gato negro porque tiene que ser negro y ya.

Tomó, pues, un gato negro.

- Tenés que buscar un cruce de cuatro caminos. Claro que tiene que ser algún cruce donde no pase mucha gente, si no te miran y se te sala la cuestión. Tiene que ser en luna nueva.

Charol se abstuvo de preguntar por qué en luna nueva, las cosas son como son y punto.

El chiste del diablo pintado en la pared se le hacía de mal gusto, pero entre otras cosas el viejo tenía algunos momentos de aparente lucidez. En algún momento le habló de Maximón (también conocido como San Simón, un “falso santo” venerado en algunos municipios de los departamentos de Sololá y Chimaltenango, pero eso es otro cuento…).

Hubo que preparar un fogón, con ciertas hierbas que don Dámaso le diría a Charol: “Ramas de taray, cola de caballo y uña de gato, no de los animales, sino de las plantas. También no se si has visto una planta que crece en las orillas de algunos arriates, la fruta es espinosa y adentro están las semillas, le dicen vuelveteloco. Agarrá unos cuantos de esos pero cuidado te picás que allí mismo vas a averiguar porqué le dicen así.”

Tomar al gato, meterlo en la olla y cocerlo en seco hasta que quedara en le puro hueso era la parte difícil. Primero mantener al gato adentro de la olla y taparla bien, ponerle un par de ladrillos o piedras pesadas encima para que no escapara. Soportar los gritos de desesperación del animal; al principio era un siseo de desesperación y furia, escuchó las uñas rascando el metal hasta el cansancio. Luego unos gritos desesperantes, guturales, casi humanos que erizaban el pelo y helaban la sangre. Hasta llegar a los últimos estertores que se confundían con la piel reventando en ampollas hirvientes.

Luego nada.

Después de la muerte del animal soportar el olor a quemado. Además ¿cuánto tiempo? Para eso tenía que destapar la nauseabunda olla y observar los restos.

Luego enterrar los restos con todo y olla y esperar nueve lunas.

- ¿Qué vas a hacer si funciona? Dijo el viejo
- Ahh por ahí tengo algunos planes
- ¡Verdad que sos un pícaro! En alguna patoja andás pensando
- Usted es el pícaro – respondió Charol un poco molesto, no quería que el viejo lo tuviese en tan baja estima. Yo sé lo que voy a hacer.
- Va, ta bueno, ahí ve vos.

Había llegado el momento de desenterrar la olla. Charol no sabía exactamente qué esperar. Había dejado una señal – una corta varilla de hierro enterrada hasta que solo quedara la punta sobresaliendo a medio centímetro de la superficie. Lo suficientemente disimulada para que nadie la tomara en cuenta. Le costó un poco encontrarla pero al hacerlo el resto fue fácil. Rascó despacio con la pala hasta tocar la tapa de la olla.

Eran las dos de la mañana, Charol se alumbraba con una lámpara de gas. Sacó el otro instrumento que lo acompañaba en su bolsa y lo colocó frente a él. Las palabras del viejo hicieron eco en su cabeza: “Sacá los huesos y ponelos en un trapo, tené listo otro pañuelo para poner los que ya hayás probado. Acordate que solo un hueso te va a servir”.

A pesar que habían pasado nueve meses, la putrefacción había hecho efecto y los huesos estaban sueltos, todavía quedaba algo del olor nauseabundo a muerto, a gusanos. Charol no pudo evitar llevar un trapo extra para limpiar los huesos mientras los probaba.

“Tenés que probar los huesos, uno por uno, ponételos entre el colmillo y la primera muela del arriba a la izquierda; sostenelos allí y detenelos con la lengua. Tenés que hacer esto hasta que encontrés el hueso bueno”.

Por un momento dudó… pensó “Esto es ridículo, yo no creo en estas cosas, y el viejo loco ¿Por qué no lo hizo él mismo? De haberle resultado sería millonario y no tendría necesidad de estar mendigando guaro. Pero ni modo, ya estoy aquí y no tengo nada que perder”.

En realidad Charol no tenía mucho que perder. Lo habían echado de su casa hacía un par de años, después que su familia se hartó de sacarlo de la cárcel y aguantar sus borracheras, delirios narcóticos, escándalos en vía pública y acusaciones de vecinos y amigos. Ahora vivía acompañado de sus compañeros de pandilla en una casa en un asentamiento humano, con paredes hechas con corteza de árbol y techo de lámina. Su vida pasaba entre asaltos con arma blanca, cerveza, cárcel y luchas con la pandilla contraria. Las visitas al centro preventivo ya eran rutina, era conocido de los policías que lo dejaban ir cuando sus compañeros le pagaban la fianza con dinero robado. Nunca había parte acusadora pues todos sabían que quien acusaba podría ser víctima de terribles represalias.

Así que Charol no tenía nada que perder.

Sin embargo, no sabía que los gatos tienen doscientos treinta y tres huesos, la mayoría en la cola. Empezó la rutina; tomó uno, lo limpió y se lo puso entre colmillo y premolar. No pasó nada, puso el hueso en el pañuelo vacío, tomó otro hueso para repetir el proceso. Nada, luego otro hueso, nada.

El mismo proceso se repitió ciento setenta y dos veces.

Mientras, Charol pensaba en las posibilidades; ¿Sería cierto? Y si lo fuese ¿Qué haría? Se le ocurrían muchas cosas. Primero hacerse de mucho dinero, tal vez deshacerse de una o dos personas que conocía. No dejaba detrás el caso de encontrar alguna muchacha bonita y averiguar todos sus secretos. Todo sin ser notado. Algo le sacudía el cerebro, como un mareo, el candil subía y bajaba su llama haciendo su sombra fantasmagórica en medio del cruce de los cuatro caminos. Como una rara casualidad del destino no pasaba nadie. O tal vez se había transportado a otra dimensión donde solo existía él, el cruce, el cadáver felino y la mortecina luz. Tal vez un poco de locura, producto de la espera y de las noches de ansiedad e insomnio esperando el momento.

Al llegar al número ciento setenta y tres sucedió algo que le hizo sentir la sangre en el corazón, luego oleadas de calor irradiaron desde su pecho hacia el resto de su cuerpo, se sentía lívido, blando, no podía creer lo que veían sus ojos, observando el último instrumento frente a él – un espejo-.

O mejor dicho, no podía creer lo que no veían sus ojos.

Charol era ahora invisible, lo que le había dicho el viejo loco nueve meses antes era cierto. El desvelo, el esfuerzo y la espera habían valido la pena. El espejo frente a él solamente reflejaba el cielo estrellado.

Charol separó el hueso de entre sus dientes y el efecto se perdió. Nuevamente apareció su imagen frente a él.

Ahora estaba todo listo. No tenía nada más que hacer. Tomó la olla, el resto de huesos, los pañuelos y los tiró a un lado del camino entre la maleza. Se colocó el hueso nuevamente y se alejó del cruce. Ahora la noche sólo escuchaba sus pasos.







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