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Los oídos de Ludwig

Ayer, abría los ojos y cada pieza estaba en su Lugar, el estante de los muñecos en orden perfecto, la certeza de la buena acción de cada día e ir a dormir con el sr. Colcha, casi como ahora. Un manojo de límites, ahí nomás, balanceándose frente a mis narices y yo nunca tentado a destruirlos de un golpe innecesario. La estructura mental, molde de plasticina diseñado por Madre y Padre, a imagen y semejanza y los días-horas que corrían como reloj suizo. Todo parecía circular derecho, sencillo, cubierta resbalosa y los años que se ataban unos a otros, la cola del gusano agitándose en el aire, feliz con cascabel. Los árboles estaban en su lugar, piso de asfalto jacarandá y el mismo camino a la escuela para luego dormir arrollado hacia un costado. Ellas estaban, siempre estuvieron, pero solían pasar e irse, cada una con sus cabellos más o menos lacios, más o menos claros. Yo vigilando, los ojos de búho que aprendían a identificar cualquier imperfección ridícula.

Y luego el mundo dejó de serlo; y fue habitáculo descartable para tratar de pasar los días mientras las llagas queman y el sol no deja ver, egocéntrico de competencias. Hoy el mundo se acumula en mis espaldas como montañas de basura, el colesterol que tapa las retinas de grasa y ya no puedo distinguir si quiero irme o apenas empiezo a quedarme. A quedarme, sí, de este lado del mundo que parece no tener lugar para nadie más, para otro pedazo de carne sin rumbo, el frigorífico amenazante, blandiendo el gancho y en vías de desaparecer.
Nos extinguimos y mientras aprendemos a menear el culo. Los ritmos caribeños copan los oídos con terrones de azúcar y colgamos a los sordos de las narices. Ya no alcanza ponerse en puntas de pie; ya no alcanza un banquito rojo, en la vereda, las hojas bajas al alcance de la mano. Sólo nos resta tener una escalera infinita y aprender a subir más rápido de lo que la podredumbre pueda avanzar, carcomiéndonos las entrañas, ojos sudorosos y las neuronas en déficit de trabajo.

Hoy no logro mirar, rodeado de paredes de moho destilando vapores venenosos, gases nocivos horadando los huesos de mi cráneo. La gente sale a la calle con colador cerebral pero nadie pretende usar casco. Las ideas se evaporan y otras ocupan su lugar, viajeras en el aire común, iguales a todas, siete millones de clones por segundo. Así se construye un mundo, una choza de metal radioactivo con sistema de identificación, los niños fotocopia enclaustrados en una vida ajena, la que ellos no encargaron al delivery. Los padres de pecho inflado por la tarea cumplida, años después recibiendo el fruto de lo que ellos decidieron. El sinfín de espejos camina por las veredas, todas ellas y ellos, preparados para el camuflaje perfecto; la mimesis mental y las ideas que vienen en cajita feliz.

No aprendo a ver con lentes de cuero negro, las pupilas vueltas hacia adentro de vergüenza porque cada día parece ser una broma de mal gusto. Y no puedo interactuar, parejas destinadas al fracaso porque ninguna es vos y todas los son al mismo tiempo. Aunque no sepa distinguirte; aunque te presentes frente a mi en mil rostros y más piernas; aunque te hagas visible con bengalas de colores.
Hoy no te encuentro, no aprendo a verte entre la gente, vos jugando a las escondidas, yo dejando pedazos de voluntad por el camino. ¿Dónde están esos ojos, verdes de rabia incinerándome la frente, ellos, brillando eternos y yo sin poder dejar de soñarlos como si en verdad hubieran existido? ¿Cuán hondo puede ser este agujero negro, este inmundo pedazo de nada donde mis más cercanos interlocutores son mis oídos?
Y así era más fácil, antes, cuando cada día amanecía por el mismo lugar y las palabras flotaban, cometas en el aire que nunca pude remontar. Cuando la sonrisas me alcanzaban y no necesitaba mendigar afecto en cuotas. Cuando miraba siempre de frente, caballo enceguecido y el resto de la existencia que explotara por los aires. Era más fácil así, cuando podía jugar a ser Beethoven.


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