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EL VIAJE DE ALFARO A CANTÓN 3

Una gruesa pared de piedra rodeaba todas las edificaciones. Desde el río espiaron el trajín de los habitantes, las barcas cargadas de fruta y pescados, los hombres y las mujeres de tierra que iban y venían muy atareados alrededor del muro. Los tejados suavemente curvados asomaban por encima de él. Durante varias horas esperaron en el río para ver si alguien adivinaba quiénes eran y de dónde venían. Nadie les molestó. Aburridos y tranquilizados llamaron a gritos a una pequeña embarcación cargada de fruta, Juanico les habló y los ayudaron a llegar hasta la orilla. Como iba muy cargada fueron necesarios tres viajes para llevar a los cuatro religiosos, los tres soldados y Juanico hasta la hierba que bordeaba la muralla. El converso preguntó y se enteraron que estaban muy alejados de su destino, a cien leguas, que habían llegado a una ciudad llamada Río Cantón. Todos juntos en la orilla entonaron con devoción el Te Deum Laudamos. Los hombres que andaban por la zona miraron con curiosidad al grupo de extranjeros que hablaba en alto arrodillados en el suelo. Poco a poco, entre risas y codazos, los rodearon tocando sus hábitos y las armaduras de los soldados. Juanico se encogía nervioso y asustado. Mientras estuvo en Filipinas, había olvidado lo crueles que eran los oficiales de su país. Sabía que sin licencia no podrían dar un paso por China, recordó la prohibición expresa del Emperador de admitir en su Reino a ningún extraño. Habría interrogatorios y prisión por osar desafiar sus leyes. Empujado por la multitud que los llevaba casi en volandas hacia la puerta principal de la ciudad vio, como en una pesadilla, aparecer a dos soldados que se abrían paso a manotazos hasta el pintoresco grupo. No habían dado ni treinta pasos desde que cruzaron las puertas de madera decoradas con metal dorado cuando los dos soldados les dieron el alto. Juanico enardecido por su nueva pasión cristiana no había sopesado los peligros de su aventura y fue en el barco cuando despertó de su místico sueño, pero ya era demasiado tarde, no podía escapar; ahora el pánico a la cárcel, donde habían muerto su padre y un hermano, lo enmudeció. Los vigilantes interrogaban a los visitantes y los españoles miraban a Juanico esperando su traducción pero el converso sólo oía un zumbido en su cabeza. Los ojos desorbitados, la tez blanca, el sudor frío corriéndole por la espalda. El capitán Díaz Pardo lo zarandeó ordenándole que descifrara el extraño lenguaje, los centinelas se impacientaban. Juanico abría la boca aspirando ruidosamente aire pero no conseguía articular palabra. Los soldados del Emperador, impertérritos ante las súplicas de los religiosos, los detuvieron y escoltaron hasta una húmeda celda de la prisión de Cantón.
El capitán Díaz Pardo gritaba y amenazaba a Juanico quien se tapaba la cara llorando en un rincón. Los Padres Alfaro y Lucarelli sujetaron al encolerizado soldado que había comenzado a golpear al converso.
- No lo asuste más, capitán. Si lo sigue golpeando, no hablará nunca. Debemos dejar que se calme para que pueda recuperar el habla. Tenemos un verdadero problema y él es el único que puede ayudarnos. Si estuviera aquí Fray Esteban...
    La noticia de la detención se extendió por la ciudad. No había hombre o mujer que no jurara que él había asistido a la detención o que no dijera que los había visto cantando en la orilla del río. Simón, un sangley que había vivido en Macao y había aprendido allí el portugués, oyó la historia de boca del dueño del bar donde pasaba la mayor parte del día. Sonrió al comprender por las descripciones que eran frailes, como los que paseaban por Macao; pensó que eran portugueses. Frailes sin armas pero con cruces y copas de oro, plata y piedras preciosas a las que eran tan aficionados. Eran gente de paz, había conocido a muchos, fáciles de engañar. Frotándose las manos se fue a la posada donde vivía, rescató unos viejos pantalones como los que usaban los portugueses y una camisa. Tenía que convencerlos de que era cristiano, que en Macao había abrazado la religión que predicaban y que sólo deseaba ayudarles. No sería complicado, siempre y cuando el chino que los acompañaba y que por la historia que le habían contado era mudo, no descubriera sus verdaderas intenciones. Si esto llegaba a suceder, ya se encargaría de él. Esperaría a la mañana siguiente, después de una noche en la cárcel estarían más desanimados.
    Con gesto humilde se acercó a los barrotes de la celda donde estaba apoyado Fray Agustín de Tordesillas. El Padre Alfaro se inclinaba ante Fray Sebastián de Baeza que tenía mareos y la temperatura muy alta. Juanico dormitaba en el suelo. El Padre Lucarelli y los soldados hablaban muy quedo en un rincón. Las palabras portuguesas de saludo les sonaron a música celestial. Se agolparon en la reja mientras Simón se presentaba y les ofrecía sus servicios como intérprete. Como cristiano que era no podía permitir que sus hermanos sufrieran en prisión. Sus ojos miraban hacia abajo y dando la espalda al vigilante hizo sobre su frente la señal de la cruz.
    - Simón, ha sido usted enviado del cielo. Una vez más, Nuestra Señora de los Ángeles no nos ha abandonado - proclamó triunfante el Padre Alfaro. - ¿Dónde ha aprendido portugués?
      Simón tardó unos instantes en comprender al fraile que le hablaba, sus palabras aunque muy parecidas no sonaban como el idioma que él había aprendido; no obstante, podían entenderse. El falso cristiano explicó que Macao, donde vivían los portugueses, estaba a dos jornadas de Cantón y que él había vivido en esa población diez años. Les preguntó su procedencia y torció el gesto al comprobar que se había equivocado y los cautivos eran de los famosos Castilla tan odiados por los portugueses. No se arredró ante el fallo y prometió que los sacaría de allí.


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