Las gotas de lluvia golpeaban el alféizar de la ventana del dormitorio del Padre Alfaro en Macao aquel 20 de noviembre de1.579. La casa del obispo era una edificación típicamente portuguesa, la fachada blanca estaba adornada con cenefas labradas en la piedra bordeando las ventanas y los balconcillos rematados en arcos de cristales pequeños. La habitación de Alfaro tenía una enorme cama de mullido colchón con una mosquitera que la envolvía, dos cómodos sillones con una pequeña mesa y un lujoso escritorio chino con una silla de madera y piel. Un reclinatorio de terciopelo rojo bajo un crucifijo completaba el mobiliario. Sin embargo, y debido a tanto lujo, Alfaro no descansaba bien. Acostumbrado a la rigidez de la madera o del suelo, la espalda se curvaba dolorida entre los almohadones y despertaba cada mañana cansado. El Padre Lucarelli se reía de él y le insistía en que no desaprovechara esos bienes que Dios les regalaba. Villarroel estaba eufórico. Esa húmeda mañana de noviembre, Alfaro estaba escribiendo una carta dirigida a Fray Agustín de Tordesillas dando cuenta de su viaje hasta el territorio portugués. "Llegamos a Macao el domingo en la noche y con mi venida no sólo el señor obispo y nuestro devotísimo hermano Andrés Couthino, sinos todo el pueblo se alegró mucho... El señor obispo quiere que nos quedemos con él y comparte su casa con nosotros. Los padres de la compañía son muy generosos, sobre todo el Padre Couthino que es todo corazón y quiere hacernos una casita aparte, fuera del pueblo, muy a nuestro gusto y modo. Porque no piense, hermano, que ya he olvidado el negocio a que vinimos a tratar a Conchinchina..."