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Siete microrelatos de Los Inmortales



 
El "Jardín de las delicias" - El Bosco (Detalle)


Mandato divino

La suave brisa, el canto de los pájaros y las angelicales y sugerentes mujeres que con bondad le recibían, le anunciaron que había arribado al Paraíso.
Entonces supo que había valido la pena atender las enseñanzas de su Maestro, con modestia, sintió satisfacción por su ejemplar vida terrena y ya se disponía a disfrutar de la felicidad eterna cuando escuchó una ponente voz que le decía:
—¡Levántate Lázaro!


El "Jardín de las delicias" - El Bosco (Detalle)

El jugador

La tarde plomiza le halló echando suertes, arrodillado en el huerto de Getsemaní, furtivo lugar en donde le eran permitidos algunos momentos de privacía.
Sus discípulos dormían mientras que Él, el Maestro, quien días antes había dicho a los fariseos “Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”, temía entregar a su Señor aquello que le correspondía.
Había jugado a ganar un reino y comenzada la apuesta ya nada quedaba por hacer. Por una vez más volvió a dudar. La moneda de oro rompió el cielo y cayó nuevamente mostrando el sino fatídico: la suerte, irremediable, lo condenaba a la divinidad.


 El "Jardín de las delicias" - El Bosco (Detalle)
Secreta esperanza

José recibió con agrado el repentino interés de su hijo por la carpintería. Para estimularlo, accedió a que se encargara de construir la cruz en la que Herodes pretendía clavar a Juan el bautista.
El joven trabajó con energía y antes de una semana construyó una firme estructura de pulidos maderos entrecruzados. 
Sin embargo, su padre se dio cuenta que tan portentosa obra no había surgido del interés del muchacho por resaltar las bondades del oficio, sino que estaba animada por una secreta esperanza que se revelaba en lo más profundo de sus bellos ojos de condenado.


 El "Jardín de las delicias" - El Bosco 
(Detalle)

El hijo del Señor

Mientras se lavaba las manos fue alejando de su recuerdo el rostro de aquel desgraciado que, para gloria de dios, debería morir en la cruz.
Se sintió orgulloso de cómo había hecho las cosas: nacer romano fue el primer acierto pues no en vano no aquella nación gobernaba el mundo; ser un mandatario para ostentar poder sobre los pueblos esclavos y, finalmente, aprovechar la ignorancia de esa muchedumbre que le había puesto en bandeja de plata a aquel carpintero idealista.
Alzó su rostro y su mirada se perdió en la infinitud estelar en donde su padre debería estar orgulloso de la sagacidad de su vástago; Él, Poncio Pilatos, Hijo del Señor, quien —sin mayor trabajo— había cumplido su misión en la Tierra.


             El "Jardín de las delicias" - El Bosco (Detalle) 

El alma del guerrero

Tras la súbita muerte del guerrero; su alma, perdida en mitad del campo de batalla, de momento no entendía su nueva e incorpórea condición. Miró su entorno y allí cerca un Cuerpo sufriente, ya abandonado, estaba en sus últimos estertores. Sin dudarlo, se encarnó en él y le hizo volver a la vida. Con aquel nuevo cuerpo reanudó el combate.
Cayó varias veces pasando de un cuerpo a otro, comprendiendo que aquella masa de carne y huesos era apenas la armadura protectora del espíritu del guerrero.
Al final de la batalla, se hospedaba en el cuerpo de un general de otro ejército, horda de bárbaros que con servicia habían exterminado a su pueblo. Se sintió mal y por un instante pensó en abandonarlo, en resignarse y renunciar a la vida. Pasados estos minutos de vacilación, con renovada furia lanzó su grito de batalla, y partió en busca de otro pueblo para conquistar.


 El "Jardín de las delicias" - El Bosco (Detalle)

Umbral

De todos los olvidados que arribaron al lugar, ninguno tan desgraciado como aquel cuya luz en el fondo abismal de sus ojos delataba que, aun traspasado el umbral, todavía conservaba la esperanza.


 El "Jardín de las delicias" - El Bosco 
(Detalle)

Hombre en el umbral

Con la sensación del agua tibia deslizándose sobre su piel, la mujer, desnuda, sale del baño y frente al tocador se contempla, se reconoce bella, esplendida en su desnudez.
El hombre, parado en el umbral, la mira.
Ella se perfuma y un aroma de selva llena la habitación; cada movimiento de su mano entreabre su cuerpo, insinúa lo que viene. Los senos firmes sienten la caricia y se impacientan. Como para distraerse peina el ondulado manantial que llega a su cintura; de sus ojos azules brota el oscuro fuego que la embraga.
El hombre, parado en el umbral, la mira.
Ya vestida, su desnudez es mayor. Bajo la bata ceñida sus caderas auguran abismos. Sin prisa, se prepara una bebida, mira el reloj y en el lecho se abandona.
Es bella, piensa el hombre, y es mi esposa.
Una vez más vuelve a sentir el deseo pertinaz de ponérsela. En ese momento, alguien entra a la casa, la mujer sonríe complacida. “Tiene llave propia“, piensa el hombre y lo ve subir, la ve arrojarse en brazos del intruso.
El hombre, parado en el umbral, la mira, los mira, y nuevamente maldice su condición de fantasma.  

El "Jardín de las delicias" - El Bosco 
(Detalle)

Crisis vital

No recordaba nada sobre sí misma, acosada por la nostalgia buscó en su memoria alguna referencia de su pasado; hasta entonces comprendió que no vivía en lugar alguno, que no tenía familia, amigos ni conocidos, así mismo, no estaba segura de tener nombre.
El espejo le devolvió una imagen macabra. Supo entonces que además era fea.
Por momentos deseó, salir a la calle, caminar un rato y no pensar. Se moría de ganas por entrar en una cafetería, tomarse un tinto y mirar pasar a la gente. Alcanzó a ilusionarse con la idea pero comprendió que era imposible. Su capa negra y su capucha le parecieron incómodas; le disgustaba vestir igual que la niña del bosque que si tenía padre, madre y abuelita.
Si fuera otra circunstancia, pensaría suicidarse pero esta salida también era imposible. Quiso llorar pero dentro de sí solamente había vacío. Llevo su mano al corazón y, por supuesto no había nada. Ella no podía renunciar, evadirse. Lo supo y comprendió que para nada era bueno ser la muerte, ese destino no se le desearía a nadie, ni a su peor enemigo. Lo pensó y se dio cuenta que tampoco tenía enemigos, ni siquiera eso en la vida.


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© Carlos Castillo Quintero



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