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El azar cierra el círculo (MS)

Con este texto de Mónica Sabbatiello empezamos una serie de entradas en las que podréis leer fragmentos del libro que presentamos en abril, "Sis maneres de menjar una magdalena". Esperamos que os gusten, que nos dejéis vuestras opiniones y, si os quedais con ganas de más, que os paseis por cualquiera de las librerías en las que están disponibles. Como siempre, gracias por leer.

MÓNICA SABBATIELLO (Foto: Ibel Lacasa)



La atraían las geografías indómitas y aceptó acompañarlo. Él se dedicaría a las prospecciones con otros técnicos; ella, como antes, cuando había vivido en la zona más desértica del planeta, a escribir y pintar, y se conectaría apenas con la realidad exterior por medio de una pequeña radio, lo que podía congeniar con su carácter soñador y ensimismado. A pesar de su disposición, el Lugar era excesivo. La pampa con cielos inmensos parecía a Punto de ser parida una y otra vez por los vientos. 
La recibió una cabaña de madera con tres habitaciones y tres estufas, que esa tarde cuando llegó se hamacaba en medio del temporal como una canoa a punto de naufragar. Sus maderas crujían con ritmos desacompasados. Estaba fuera del pueblo, en lo alto de un cerro ocupado por ingenieros y técnicos, extranjeros y solitarios, como figuras fantasmales de la legión. En aquel lugar no podían ser vistos ni oídos. Alejadas entre sí, las viviendas se ocultaban en bosques de ñires y lengas, árboles patagónicos que con sus ramas retorcidas parecían jugar, en las noches de luna, a crear caricaturas del horror. 
Los primeros días andaba intranquila, con una sensación de riesgo, como si la acechara un peligro que podía saltar no sabía por dónde. Todo era posible ahí. 
Él comenzó con brío sus jornadas de trabajo de lunes a lunes. Ella consiguió estanterías en la única mueblería del pueblo y fue acomodando las telas, los óleos y los libros en la habitación pequeña, que llamó el estudio. En el salón extendió la alfombra que había comprado en la ciudad. Colgó espejos y distribuyó lámparas. Buscaba armonía y tibieza ante la amenaza que dominaba el ambiente. 
Quizás volvería a escribir. Era inspirador ese lugar cambiante. En pocas Horas podían aparecer infinidad de climas, las más locas nubes, claroscuros y tormentas. Incluso en verano los termómetros se desplomaban varios grados bajo cero y de la nada nacían temporales de nieve y viento, como imprevistas emociones. 
Con los días aparecieron los perros. Les puso nombre y los alimentó. Fueron ellos los que la condujeron a la abandonada playa del río. Pero eso sería más adelante, en el momento justo, cuando su optimismo estuviese a punto de agrietarse.
Compró una silla de campaña para leer fuera, Aunque el aire la empujaba hasta tirarla al suelo. Algunas tardes ventosas se quedaba en carne viva, como si un cúter le separara la piel. La sensación constante de estar en el fin del mundo, como si se tratara de una última y definitiva frontera, la agotaba.  Aún así recuperaba el ánimo de tanto en tanto. 
Disfrutaba de una rutina afectiva sin estridencias y de horas de silencio quebradas apenas por las conversaciones de cada atardecer, cuando compartía con su compañero las excursiones, las cenas, la cama. Hablaban y hacían lo justo. 
Al ser verano austral, amanecía a las cuatro y oscurecía pasada la medianoche. Y aunque no del todo, siempre quedaba una especie de aurora boreal. Ante tanta claridad, su imaginación dejó aflorar lo opuesto. Sus pinturas se volvieron sombrías. En las telas se insinuaron esporas de su infancia. Violencias de familia. La cara de su hermano sietemesino, en colores grises, negros, tierras de sombra. Sospechoso desde el primer momento, cuando lo conoció en la maternidad: un pequeño monstruo en la incubadora. 
En otros instantes, deslumbrada, se dedicaba a la contemplación. Observaba al tero, sus cautos pasos destinados a percibir los escondrijos de la lombriz en las galerías subterráneas. Parado en una sola pata, las cazaba de un picotazo. O a la bandurria, que llegaba en bandadas, grande como una gallina y voladora como un pato, con pico largo y curvo con el que atrapaba gusanos. Durante horas miraba a tantas otras criaturas, nubes y flores.
Hizo excursiones. Su principal temor era encontrarse con jaurías silvestres cuando los perros, sus compañeros, se alejaban detrás de las liebres. La jefa de la manada la condujo hasta una playa solitaria en un viejo recreo. El río venía desde un monte azulado. En su lecho, visibles a pesar de cierta turbidez, trozos de mica, refulgían con el sol. A lo lejos, entre nubes sueltas, la frialdad de la cordillera. Se sentó sobre una piedra lavada por los años, junto a los troncos blanqueados que descansaban en la orilla como restos de animales prehistóricos. Había un puente de madera y senderos. Oyó voces y vio a dos viejos idénticos que sólo se diferenciaban por el color de sus boinas. Delgados y altos, con cejas blancas y disparadas como colas de zorro. Uno de ellos se disculpó por haberla asustado, aunque no era así pues nada en su aspecto le sugería peligro (-CONTINÚA-...).

"Sis maneres de menjar una magdalena". Disponible en:
BARCELONA Llibreria La Impossible (c/ Provença 232) La Caníbal (c/ Nàpols 314) Rocaguinarda (c/ Xiprer, 13) L'HOSPITALET Perutxo Llibres (rambla Just Oliveras, 66) SANT BOI Llibreria Les Hores (Torrefigueres, 8) VILADECANS Els Nou Rals (Sant Joan, 19)


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