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RELATO: Polvo de estrellas

Polvo de estrellas
Marcos Santos Gómez

Llevaba horas despierto. Bocarriba, solo en su habitación, con la persiana subida y al fondo el paisaje de estrellas que se había ido aclarando para dar paso a la multitud de colores propios del amanecer. Un amanecer en el campo; en la nada de la meseta castellana, limpios la tierra, el cielo y el espíritu. Los cielos habían vertido sus estrellas sobre Mario, que las había estado siguiendo por la noche sin mucho interés en su progreso celestial. El lugar estaba bellamente rodeado de todas estas cosas, pero no era un lugar ni del campo, ni de la ciudad. Era un limbo bajo la amplitud que día y noche exhalaba su letanía sobre ellos, sobre los ancianos, en su forzado retiro. Mario, ya con los ojos muy abiertos, pues sentía el amanecer, a sus ochenta y cuatro años no tenía mucho más en que pensar. Ya no necesitaba dormir demasiado y pasaba las noches en lenta rumia, no siempre alegre y menos feliz. A la sazón, su digestión espiritual era difícil y lo poseía un odio obstinado; aquel que sentía contra Casimiro, huésped también de la residencia. Un odio largo e inexplicable, destilado en las noches de insomnio en que a menudo pensaba en él, en su maldita presencia, en su mezquina personalidad, en su mediocridad. 

“Ahora amanece”, pensó. El lucero de la mañana y la claridad y el gélido aire del invierno castellano lo gritaban. “De nuevo, lo de siempre. Aunque entretiene. Vérmelas con Casimiro”.

Con lentitud, Mario fue incorporándose y bebió agua directamente de la jarra en la mesita de noche. Vio las pastillas ya preparadas. Las primeras. Debía espabilarse bien, porque el día le traería la noticia esperada de la biopsia. Calculó que lo sabría a media mañana. Hasta digamos las once, tenía tiempo para no pensar en ello, es decir, para disputar con Casimiro. Así que se vistió solo, pues aún podía hacerlo, se duchó y fue en batín a tomar el desayuno. Estaba su enemigo.

- Hombre, ya estamos todos –exclamó este al verle irrumpir en el comedor-. Siéntate aquí, con nosotros.

Con un amago de sonrisa no demasiado cordial, se sentó con ellos. Tomás, Jaime y Casimiro.

- Qué le vamos a hacer. Me sentaré con vosotros.
- Hoy tenemos…
- ¡Ya! Ya lo sé… dominó y mus.
- ¿Cómo lo sabías? –le preguntó asombrado Jaime, al que le palpitaba la papada de manera ostensible. 
- ¿Ya no te acuerdas? –respondió.
- Es todos los días lo mismo –indicó Casimiro. Las mismas caras, las mismas cosas.
- Eso, las mismas caras, las vuestras –espetó Mario.

Comenzó el día oyéndoles sorber indecorosamente sus colacaos, toda una provocación al asco, pensó. No acababa de verse allí, donde sin embargo llevaba residiendo casi cinco años. Pero aquel día traía algo diferente, porque, como hemos mencionado, Mario esperaba su diagnóstico. Esperaba. Solo eso. No pensar demasiado.

- Pues hoy echan Cine de barrio.
- Y la Concha Velasco, tan guapa.
- Es que esto de la soltería forzada se nos da mal por aquí. ¿Por qué no habrá más mujeres? –preguntó Tomás, hombre tristemente sondado y con inicios de Parkinson.
- No quieren que liguemos –puntualizó Jaime, palpitándole la papada.

Sin mayores comentarios, Mario terminó su desayuno y subió de nuevo a la habitación a vestirse bien. Era un hombre espigado, con buena apariencia para su edad, que incluso conservaba algo de su color negro original en el pelo muy liso.

“Seguro que Casimiro me ha echado el mal de ojo”, murmuró para sí. “Lleva días mirándome mal y es un brujo. Sé su vida. Todos la sabemos. Un agarrao peleándose por un metro cuadrado en el campo y de familia bruja. Eso lo hacen con cosas, los sortilegios. Cogen tu foto o sencillamente piensan en ti y te maldicen. Él es muy capaz, muy capaz”.

El sol iba templando casi impotente un poco la mañana, mientras Mario meditaba camino de su cuarto. No eran ya meditaciones como las de su profesión en la facultad, donde había entregado su vida a la Física. En esos momentos no prestaba ninguna atención al curso del sol, de la mañana, al juego y cambio de los colores en el cielo, a las nubes, a los pájaros cuyos trinos y gorjeos se colaban por su ventana. Guardaba un pequeño telescopio y algunos libros, pocos. La mayoría eran clásicos de la Física, las Matemáticas y las Ciencias Naturales. Pero no se acordaba siquiera de ellos. Con ilusión, hacía meses, quizás años, se había propuesto acudir a los que lo inventaron todo, a los grandes autores, a los libros que marcaron la ciencia. Pero pronto la abulia le quitó toda fuerza e interés por ellos y por todo. Bien es cierto que el paraje invitaba a la meditación, que un alma fuerte y joven podría extraer ilusión del campo y de aquellos amaneceres, de las mañanas luminosas y gélidas de diciembre. Él había sido un perseguidor, o, mejor dicho, un buscador toda su existencia. Es cierto que la facultad no era un entorno ameno y fácil para sobrevivir, pero la ciencia le había dado todo. Había dirigido tesis doctorales, escrito, leído libros que solo unos cuantos en el mundo podían entender. Había imaginado, desarrollado, calculado universos de diez dimensiones. Había comprendido los más difíciles desarrollos matemáticos de las últimas teorías de la Física, había creado con el álgebra, con la geometría. Pero todo aquello había devenido en una situación de atroz aburrimiento en la que el universo era solo su lucha con Casimiro. Este, de vieja familia campesina y ciertamente un poco brujo, parecía vivir feliz sus últimos años allá en la residencia.

Desde un principio no se tragaron. Casimiro repartía hechizos y amuletos por toda la residencia y todo el mundo le creía a ciencia cierta, con absoluta ceguera, en todas las explicaciones e instrucciones mágicas con las que pretendía curar lo incurable. Había un absoluto convencimiento en que era capaz de ello.

De pronto, alguien interrumpió su quietud llamando a su puerta.

- Don Mario, nos han llegado los resultados.
- No tienes que decirme nada. Lo veo en tu cara. Así que ahora, por fin, ya sé de qué voy a morirme.
- Puede haber formas de tratamiento…
- Déjelo. No quiero eso. Quiero una muerte noble.
- Pero por Dios, ¿quién está hablando de muerte? 
- Nadie, Rogelia, nadie. Bueno, voy a ducharme otra vez, para pasar el tiempo.

En la expresión de Rogelia había estupor. ¿Ducharse para pasar el tiempo? ¿Recién duchado como estaba? Bueno, se dijo, lo mejor era dejarlo.

Mientras se duchaba por segunda vez aquel día odió con especial énfasis a Casimiro. Cayó en que era él, con su malquerer quien le había traído un mal fario. ¡Él! ¡Él le había traído el cáncer! ¿Quién si no? Era un hombre con maldad, con el alma sucia, impura. Esa eterna sonrisita que siempre asomaba en su cara de facciones grandes, campesinas, la de una vida de enredos o, mejor dicho, de liante, de abominable y maligno hechicero. Porque en la residencia se hablaba demasiado de su magia y sus hechizos. Todos estaban fascinados con él. Y aseguraba la mayoría que acertaba en todo. Era capaz de leer las cartas, las manos, y accedía a tu mismísima alma. Todos parecían tenerlo claro. Era una especie de curandero, pero a él, ¡ay! A él lo iba a matar. Decidió retarlo en duelo. Quizás así, la muerte noble.

Una vez duchado, bajó de nuevo, despacio, bien vestido, con los guantes de cuero puestos (lo que no iba mal para el frío que a duras penas lograban controlar en la residencia). Casimiro ya estaba echando con los dos amigotes su partida de dominó. Mario, muy serio, se situó frente a él, casi en posición de firme, y le espetó:

- Has sido tú. Me has aojado.

El hombre mostró una expresión de pasmo. Le dijo:

- Yo no echo maldiciones. Eso es magia negra. Yo no practico la magia negra.
- Pero Mario –dijo Jaime-, si usa sus poderes para curar.
- ¿Es que te han dado una mala noticia, Mario? –Le preguntó Casimiro-. Esperabas unos análisis, ¿verdad?
- No te hagas el tonto. Tú me quieres mal. Tratas de matarme.
- ¡Pero hombre! ¿Qué estás diciendo? Siéntate y juega con nosotros. Aquí nadie te odia. –dijo Casimiro.
- Es inútil que disimules. Vengo a retarte en duelo.
- ¿De qué hablas, por Dios?
- No lo nombres, hereje.
- Chicoo, estás perdiendo la cabeza –apuntó Tomás.
- Pensad lo que queráis. Pero todo tiene un límite. Has jugado con mi salud, así que toma, acepta este envite –dijo, y le arrojó un guante a la cara-. Te espero al anochecer, en el campo.
- Estás loco, no pienso ir. ¡Un duelo!
- Sí. A falta de pistolas y espadas… pues… a puñetazos o a pedradas. Hasta que uno de los dos muera… te vas a ir tú antes que yo.

Los tres amigos no salían de su asombro. Se miraban entre sí llenos de pasmo.

- Pero… balbuceó Casimiro.

Entonces, dándoles con brusquedad la espalda, Mario se retiró de nuevo a ducharse por tercera vez y a meditar en la habitación. Era enérgico, le quedaban muchas fuerzas y no necesitaba a nadie para ducharse, vestirse o comer. Así que no escatimaba en agua de ducha o ropa.

Se sentó en la cama, que ya le habían hecho. Tenía el rostro muy triste, compungido. Tan limpio y ágil en el pensamiento como había sido, ahora se veía derrotado. No pudo evitar soltar alguna lágrima. Morir. Por fin iba a morir, o a empezar a morir. Allí, perdido, solo. Llegó la hora, pensó. Por donde todo el mundo ha de pasar. Vio, casi por primera vez en la vida, el rostro inexpresivo de la muerte, como una falsa mujer o un ser hermafrodita, quizás vestida de blanco y no de negro, que le miraba callada, sin decir nada del otro lado, el mismo silencio de la noche en aquel campo. No quiso llamar a nadie y decidió encararlo como un hombre. Era su último deseo. Una muerte noble. Y aunque preguntaron por él, no bajó a almorzar.

- ¿Qué estará haciendo en su cuarto? Deberíamos ir a verlo –se decían sus amigos.
- Si no baja en un rato, vamos –decidió por ellos Casimiro.
- Pero lo del duelo es absurdo –dijo Jaime.

Mario no quería salir de su cuarto. Se echó vestido, bocarriba, en la cama, con la cabeza apoyada en los antebrazos, en una postura rígida, inquieta. No lograba dormir, que es lo que quería, y movía nervioso los pies sin los zapatos. Entonces, de puro aburrimiento, cogió un libro, el primero que tenía a la mano: Principia mathematica… de Isaac Newton. Lo acarició. Se dijo que hacía tiempo, bastante tiempo, que no pensaba en la Física. Lo abrió con amor y comenzó a leer. “Newton es -se dijo como retornando de un sueño-, el mayor científico que ha dado la humanidad. Lo que él hizo solo, sus descubrimientos y su elegancia matemática. Este libro es una joya. Me encantaba. ¡Qué desarrollos magníficos!” Sin darse cuenta, se olvidó de todo y estuvo absorto, completamente inmerso, en la lectura del clásico. Según leía, lloraba, gimiendo incluso entre algunos aspavientos, casi escalosfríos. Sentía que entraba en algo así como el alma del mundo. Pensó en Galileo, en los físicos contemporáneos, en los enrevesados misterios y teorías de la Física actual. Pero Newton… lo que había hecho era muy superior, en esfuerzo, en belleza, en arrojo, en pretensiones. Nadie había logrado tanto como él, pero no era ya Newton lo importante. Newton había muerto. Había pasado por lo mismo que él pasaría, quizás pronto. Solo quedaba el mundo, aquello que les había fascinado, a Newton y a él, inmutable ante nuestras muertes.

Se puso a rebuscar en sus cajones, hasta dar con el pequeño telescopio. Nada. Apenas una maquinilla de escasa resolución, pero el aire era muy seco y estaban en el campo. Calculó que Saturno se hallaba a la vista. El viejo Cronos, el tiempo de los griegos. Y él su hijo. Acarició el telescopio con infinita lástima. No era por él, sino por todos y por todo, por el mismísimo universo por lo que sentía algo que parecía compasión al principio y que luego fue una oleada de recogimiento, de éxtasis y de tranquilidad lunar, todo a la vez.

“¿Cómo he podido enfadarme?” –murmuró. No había bajado a almorzar. Miró a través de la ventana la tarde invernal anticiclónica. Simplemente estaba ahí. Todo. Los pájaros que ya comenzaban a cantar al crepúsculo, el despliegue de colores de la luz del Sol incidiendo en la atmósfera… la Tierra, la vieja Tierra. Ya se adivinaba el lucero vespertino, el planeta Venus. Anochecía muy temprano. “Esta noche se verán los anillos. Con esto”, susurró asiendo con fuerza su pequeño telescopio refractario con la resolución tan solo de un buen prismático. Pero con un buen prismático puede verse incluso la Galaxia Andrómeda.

Mientras todos merendaban, ya oscuro, salió al campo. Seguía sin poder contener las lágrimas admirando los astros. La noche iba a empezar sin Luna. Mejor. Ya miraría otro día a la Luna. Hoy quería una buena visibilidad en el cielo. Empezaría con el Sistema Solar y trataría, con dificultad, de adentrarse en el Espacio profundo, a miles o cientos de millones de años luz. El cielo de los dinosaurios.

Entonces sintió a alguien acercarse.

- ¿Me vas a dar de puñetazos, pues? –le dijo a su espalda Casimiro.

Mario recordó aquello, su ira, el reto, como en un sueño. Se sentía joven. O joven y viejo al mismo tiempo, habría que decir. Todo a su alrededor era sobrecogedor. Recordó con vaguedad el ridículo desafío.

- Anda, hombre. Solo quería que miraras por aquí. ¿Le has visto alguna vez los anillos a Saturno?


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