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RELATO: Vacaciones

Vacaciones
Marcos Santos Gómez


Era una tarde más húmeda y fría de lo que solían serlo las tardes de verano en aquellas tierras desérticas. Tierras ocres y amarillas de mansas colinas y llanura que en aquel momento la lluvia tornaba erial de barro en el que el polvo se asentaba y dejaba de pulular como una plaga que la mayor parte de los días obligaba a continuas toses y carrasperas. En pocos lugares la muerte anda tan cerca de la vida, la violencia de la paz fraternal, el vicio y el crimen de la honestidad. Un lugar ya presente en las literaturas del siglo que lo cantan y sazonan con leyendas e historias truculentas. Nada de esto, sin embargo, parecía afectar a Ernesto, incapaz de pronunciar una sola palabra y que cerraba los tratos con un exánime amago de sonrisa, de una sonrisa fría y desalmada como sus ojos. No era malo ni violento, pero parecía no tener alma. Contra lo acostumbrado, no iba allá para matar ni ser matado, sino que cumplía una rara misión que el enterrador aceptaba sin preguntar. Entre ambos, el español y el mexicano, se daba uno de los comercios más bárbaros y macabros que puedan darse, el que comercia no tanto con la muerte, sino con los muertos.

El vendedor de las morbosas prendas que constituyen las partes blandas de muertos recientes o los huesos de un viejo cadáver era un hombre joven, con un fino bigotito a lo Clark Gable, mas galán feo y despeinado, de inexpresivos y diminutos ojos negros como botoncillos hundidos en la carne del rostro, moreno de piel y de tez mal afeitada, que trabajaba de enterrador en aquel lugar de la frontera. Era el mismo de tantas veces, y le dijo al mudo Ernesto, en un español rasgado con el acento del norte de Sonora, que podía recoger sus huesos, un contundente fémur, que iba a costarle cincuenta dólares y un gran fragmento de peroné. Los traía dentro de una bolsa de tela anudada en el extremo de la abertura. Ernesto dio las gracias asintiendo impertérrito, con la acostumbrada mudez y parquedad, para tomar la bolsa con gesto maquinal en la mano izquierda, a la par que tendía sus dólares al sepulturero con la derecha. Era un paradigma, diríase, de indefinición, de quien no podía saberse qué pensaba o si pensaba. Esta vez había sido una buena venta, con una paga cuantiosa, que el mexicano iría a beber a la cantina, cuidándose de decir nada a nadie de su trapicheo. Así que, con un gesto cortés, algo amedrentado por la imponente figura del impasible español, alzó levemente su gorra de enorme visera y mostrando unos dientes sanos y muy blancos en el rostro moreno, dijo “Quede con Dios” y se marchó por donde había venido. Ernesto, con mirada lenta e inexpresiva, lo vio caminar alejándose, entre las colinas desérticas y polvorientas tornadas barrizal, no lejos de la frontera con Estados Unidos, que era el país a donde Ernesto iría a continuación, con mágica velocidad. En Europa, en la ciudad de Madrid de donde provenía, todos dormían en la noche cerrada, incluido él mismo. 
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“En Nueva Orleans no se puede visitar el cementerio sin guarda. Está prohibidísimo allanarlo. Las multas por profanación son cuantiosas”, dijo Leonor. Entonces, recién llegados de Nueva Orleans en viaje de vacaciones, unos cuatro años después del Katrina, cuando todavía gran parte de la ciudad era un gran caos, contaban su aventura a Cosme y Marga. “Lo peor fue el susto cuando Ernesto se entretuvo tanto. Salió a caminar de noche, porque el calor era insoportable, y no regresó hasta casi mediodía. Vino cansado, sin recordar bien dónde había estado. Sin duda, sufrió un síncope por la temperatura tan alta”, relató Leonor. “Aquello es bonito, pero tiene un toque de desolación que apenas se adivina. Es un lugar duro y peligroso, lleno de supersticiones, que el resto del país, como quedó probado por la poca ayuda prestada para paliar los efectos del Katrina, no ve con buenos ojos”. “Bueno -puntualizó Ernesto casi con ternura-, es la patria del jazz, por ejemplo”. “Cuando el Katrina -continuó Leonor sin hacerle caso- hubo gente que salió a cometer asesinatos por el mero gusto, por tener la experiencia de matar a alguien, por ver qué se siente”. “¡Qué barbaridad! -dijo Marga”. “Tú no los defiendas -replicó su esposa mirando al amedrentado y débil esposo-, que por su culpa no andas bien, desde entonces”. “El caso es que -continuó Ernesto-, desde aquel viaje padezco la fatiga crónica. Es cierto. No importa lo que descanse y duerma, nunca tengo fuerzas y necesito tumbarme a menudo días enteros”. Leonor señaló que habían llegado a creer en un principio que Ernesto había cogido un dengue, pero en las pruebas nunca se demostró. Su cansancio había ido a más y a más, día tras día. “Día tras día y noche tras noche” -completó el hombre. “Soy un tipo cansado, siempre cansado. Es más serio de lo que parece. Mi rendimiento ha bajado en todos los aspectos, no puedo realizar casi ninguna actividad el tiempo suficiente, tengo que acostarme, la memoria también me falla y el agotamiento me ha hecho más torpe para todo”. “Vaya -contestaron casi simultáneamente Cosme y Marga”. “Desde entonces apenas he podido viajar”. “Sí -dijo Leonor-, he intentado cambiar de lares y visitar lugares fríos, el Norte, quizás Islandia o incluso Groenlandia, porque el calor es lo que tanto le afectó, pero siempre se encuentra sin fuerzas, incapaz ni de hacer la maleta”. 

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Ernesto se quedó parado, de pie. Dejó que se le empapara la cabellera, el rostro, la camisa, mientras contemplaba la figura del mexicano ya diminuta. Debían guardar ambos el secreto, porque tampoco en México se permitía la profanación de tumbas, pero la diferencia es que en México había, digamos, menos demanda y tal vez por ello menos control, aunque es cierto que también tenía allí su clientela el enterrador poco escrupuloso. Un fémur era, después de la calavera, lo más cotizado. Guardaba, se decía, parte del alma del muerto. Es por lo que él lo compraba.

Aquel día de lluvia, el de su enésimo viaje para encontrarse con el enterrador de Juárez, cerró los ojos con mansedumbre al fresco de la lluvia cuando este se fue. Agradecía en su fuero interno, aun sin ser muy consciente de ello ni capaz casi de pensamiento, que estuviera lloviendo. Así que, contra lo acostumbrado, quiso quedarse allí unos minutos más, lo que produjo que regresara la voz que resonaba dentro de su cráneo, en algún lugar de la cabeza muy arriba, casi en el propio hueso. Era la voz llena de sones afrancesados, de inglés rajado y criollo, que volvía a llamarlo, que le increpaba, que le ordenaba que en ese mismo instante, fuera a Nueva Orleans con el material que acababa de comprar. Pues no lo compraba para él, sino para la voz, que era la voz de Fabian. Nos referimos a Fabian, en Nueva Orleans. Un viejo hombre, de canas que contrastaban bellamente con su piel oscura, ajado, de tez arrugada y casi esquelético de puro delgado. Ernesto, junto a la voz, fue viéndolo materializarse frente a él, como viniendo de una nube, que tomó forma a la par que desaparecía el desierto y el espacio quedaba reducido a un cuchitril lleno de extraños fetiches y calderos.

Fabian hablaba un inglés veteado de francés o un francés criollo veteado de inglés, según se mire, pero no sabía español. Había hecho de Ernesto su lengua y sus manos para cruzar la frontera y proveerse del valioso género que necesitaba. Para conseguir buena osamenta el paraíso era el norte de México. Es ahí donde Ernesto, antes de la caída de la tarde (no disponía de la noche americana pues solo disponía de las noches europeas), negociaba y ejecutaba las compras en nombre de Fabian, tal como hemos visto; sin mediar palabra, incapaz de hablar, pero sí de escuchar y comprender al mexicano. Este a veces se santiguaba y le sacudía las mejillas, como tratando de despertarlo de un sueño ingobernable, y Ernesto le tendía la bolsa impertérrito, sin decir nada. Cuando Fabian vio el fémur se frotó las manos. “Va a haber buena fiesta. Pero como siempre, no te puedes quedar”. Miró con dureza de amo al español, que nunca decía nada, y le dijo “Pero hijo de perra, te puedes mover más allá del tiempo y del espacio”. Dejó pasar una media hora y entonces le dijo: “Vuélvete, vuelve ahora a España, que pronto amanece allí”.

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Habían pasado varios años de la visita a Cosme y Marga antes referida, cuando revelaron al matrimonio amigo la rara afección de Ernesto. De hecho, el Katrina, aunque no sus secuelas, quedaba ya lejos, pues ahora andamos por 2012. La fatiga crónica avanzaba y Ernesto pasaba los días en cama, a menudo inmerso en ensoñaciones, aunque solo por la noche, decían, dormía verdaderamente. Entonces se sumergía en un hondo sopor al que nada era capaz de herir o hacer mella, como si estuviera muerto, irresistible y para quien tratara de despertarlo o le observara así sumido como en un estado de coma, espantoso. Le daba como un síncope al caer la tarde y con la frente a menudo perlada cerraba profundamente los ojos. Al despertar por la mañana, siempre tardaba mucho en hallar una cierta lucidez, le costaba incorporarse al mundo de la vigilia y arrastraba extraños sueños. Soñaba con algún lugar de México y con aquella maldita ciudad de Nueva Orleans donde había comenzado todo. Ya sospechaban de algún parásito. El Katrina había extendido enfermedades insólitas, en apariencia superadas hacía décadas, cuyos rebrotes llevaban años azotando a la población más pobre, de origen negro y criollo o haitiano. No tenían duda de que Ernesto había contraído algo de eso, pero nunca aparecía nada en las pruebas. De noche, cuando Leonor lo miraba dormir, más que preocupada, horrorizada, lo veía agitarse, sudar, tratar de incorporarse y dejar escapar fragmentos de lo que parecían extrañas conversaciones que mantenía en su sueño. Con frecuencia eran, sin embargo, sonidos ininteligibles, guturales, de ahogo, que no querían decir nada. Pensaron, por todo ello, que sufría algún tipo de sonambulismo parcial, decían unos, o incluso narcolepsia; en cualquier caso, algún raro trastorno del sueño por el que no descansaba bien y que era la causa de su fatiga crónica durante el día. 

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Al tiempo que, costosamente, el cuerpo de Ernesto, con su alma devuelta, despertaba en Madrid, un fémur humano crepitaba en el caldero de Fabian llenándolo todo con sus efluvios, con los vapores que desprendía el malsano caldo caníbal que Fabian preparaba mientras los asistentes entraban en distintas formas del trance, del éxtasis, del arrobo por el que la deidad los poseía. La posesión era como una catástrofe para el cuerpo entero, que se agitaba cual si pariera o sufriera en extremo, pero que en realidad era una especie de alegre histeria por la que se era capaz de mirar directamente y no de soslayo a la demoníaca divinidad convocada. Emanaba del cauce oral verborreico del poseso una ancestral y tenebrosa sabiduría de hechizos y sortilegios, poderosa, capaz de alcanzar aquello inimaginable e imposible de alcanzar para la razón. La potente energía espiritual y carnalísima operaba milagros, profecías, maldiciones, sanaciones que de manera espectacular iban dándose en morbosa procesión toda la noche americana, cuando el sol podía verse por Madrid.

Un espectáculo prohibido, perseguido, que podía dar con todos en la cárcel. Lo principal, lo imprescindible, eran, siempre, los huesos de muertos humanos, difíciles ya de extraer de alguna tumba en la misma ciudad ni en toda La Luisiana, pero fáciles de encontrar en las vastedades de Sonora, en el vecino México. Fabian no tenía que desplazarse. Bastaban las noches en España cuando Ernesto dormía para que este mismo realizara su tarea, aquella por la que había sido vuelto a crear y renacer. Este había sido embaucado durante su viaje para asistir a un ritual, a escondidas de su mujer, que era muy impresionable, pero acudió ignorante de que él mismo iba a protagonizarlo. Fue adormecido con drogas, enterrado y desenterrado a la mañana, cuando se vio, sin saber cómo ni por qué, caminando por alguna calle de las afueras, con la memoria incierta de lo que había sucedido. Así, la policía lo localizó y condujo de vuelta al hotel, donde Leonor había perdido los nervios. Él venía atontado, como muerto, y solo poco a poco comenzó a parecer él de nuevo. Pero, como había dicho ella a Cosme y Marga, nunca volvió a ser el mismo.


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En tus noches, serás mi esclavo. Yo guardo tu alma en un cofre y a mi poder la ligo y te ordeno que vivas para mí. Te concedo la profanación del tiempo y del espacio, para que vengas cada sol antillano, robado de la luna europea y del sueño, a este mismo lugar, para que yo te guíe en tu búsqueda, nuestra búsqueda, de la sagrada carne, sangre y osamenta de los hombres, para propiciar inmolaciones y sacrificios, hasta que ya la fatiga impida vivir finalmente a tu cuerpo. Dijo esto Fabian cuando, al amanecer, lo desenterraron.  



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