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Crónica de mis pesadillas (primera parte)


Crónica de mis pesadillas (primera parte) 

Marcos Santos Gómez


Las visitas de seres desconocidos a mi Casa han aumentado en los últimos tiempos. Se trata de un constante trasiego que he debido asumir como cosa inevitable. Acuden también viejos conocidos que daba por seguro que jamás se volverían a cruzar conmigo, seres que habían sido arrojados de mí, pertenecientes a épocas que finalizaron con mejor o peor fortuna. Pero sobre todo los más perturbadores son los que remiten a sueños y ansiedades, y hasta, rayando en la extravagancia y el absurdo, hemos de considerar la visita de seres monstruosos. Por esta razón, mi soledad, repartida habitualmente entre prolongados ratos de lectura y el disfrute esporádico de capítulos de series televisivas, que trato de justificar considerándolas obras maestras, rebosa para mí una intensa vida social. Mi vida vuelve a ser plena. Mi soledad, de manera paradójica, es un hervidero de seres.

Lo más, digamos, llamativo de esta situación data de hace unos quince años. O tal vez veinte. No son visitas agradables, de hecho nunca lo han sido, pero me acostumbré a soportarlas y ya hasta las espero.

Podemos considerar que la incubación de todo esto remite a la temprana infancia. Muy al principio, las sensaciones eran solo imágenes poco nítidas que durante el sueño irrumpían, generalmente terroríficas. Con frecuencia el miedo también era invocado a la mañana siguiente por una mesa que parecía haberse desplazado unos centímetros, un flexo que se había encendido solo o el leve movimiento de la cortina. Pero lo peor era el mero acecho de una oscuridad llena de ojos, que aún hoy envenena mis noches, como vaga sensación de que alguna misteriosa inteligencia está presente, acechando y observando, conspirando para sabotear mi sueño y cuya última intención desconozco. También me sucedía algo extraño que no acabo de creer, pero que recuerdo por su intensa realidad: soñar con personas que en la siguiente jornada conocía por primera vez. Me acostumbré a que habitualmente se me presentaran en el sueño acontecimientos que después viviría, tomándolo por algo natural. Debo precisar que no se trataba del clásico dejavu sino de una verdadera anticipación del futuro que podía recordar de un modo concretísimo. Tenía la imagen de ese sueño y coincidía con la realidad futura.

Hace unos veinte años este segundo espacio de mi existencia, de cuyo relato se ocupan estas líneas, comenzó a condensarse en concretos puntos de horror. Eran sensaciones como la de un ruido explosivo o una voz chillona gritando directamente a mi oído, igual que si perteneciera a alguien que se hallara junto a mí y me quisiera despertar. Tembloroso y taquicárdico, a tientas buscaba y aún busco el interruptor de la luz junto a mi cabecero, dando fuertes golpes en la pared con la mano abierta, tratando de acertar a encontrarlo en la oscuridad. Un día, hace bastantes años, un vecino vino alarmado a comprobar qué ocurría, tras haberme oído en su casa soltar alaridos a pleno pulmón pidiendo socorro en mitad de la noche. Mi angustia era grande.

Otra experiencia temprana es la de una sensación y seguridad absoluta de que alguien se ha sentado en mi lecho o permanece de pie en silencio junto a mí, con la mirada fija en mi cabeza o a un palmo de mi rostro. Esta impresión en sí produce un impacto terrorífico, pues suelo razonar entre sueños que nada bueno puede esperarse de alguien o algo que te vigila con los ojos muy abiertos, que se nota pesar como un lastre cercano hasta hacer que me despierte. A veces lloro o sangro por la nariz. De vez en cuando esta presencia se manifiesta al modo de un contacto directo con mi cuerpo, una experiencia táctil de ser tocado en la pierna o la espalda.

Por supuesto, no podía sino pensar en fantasmas y relacionar todo esto, de apariencia tan extraordinaria y sobrenatural, con el mal. Pero en ocasiones, a pesar del grito de horror que arrojo bañado en sudor, comprendo que no es algo malo del todo. Incluso diría que en ocasiones se trata de un ángel.

Estas vivencias antiguas siguen hoy tenazmente poblando mis noches, solo que se han ido añadiendo a ellas de un modo progresivo las nuevas, más vívidas, complejas y prolongadas, que se van superponiendo a las antiguas y aumentando mi ajetreo nocturno, cuando ni estoy despierto, ni dormido.

Esto duró sin nuevas formas hasta aproximadamente cumplir los treinta años. Ha sido después cuando todo se ha ido precipitando. Tan solo, de esta primera etapa anterior a mis treinta años, con la visita de entidades abstractas o menos definidas, tengo que evocar, entre el sarcasmo y la ternura, un caso concreto. Fue la noche en que sentí una presencia física, real, de carne y hueso, para deducir entre sueños que se trataba de un asesino o de un ladrón que entraba en mi dormitorio. Aquello respiraba de verdad. Lo sentí franquear la puerta de mi habitación, palparme, y cuando mis gritos se materializaron y pudieron con esfuerzo ser arrojados de mi garganta, la otra cosa o presencia aulló llena de bestial estupor, hasta la asfixia, con estertores ansiosos y también, como yo, mientras sus manos buscaban torpemente en la pared el interruptor, con el fin de que la luz disolviera el espanto. Lo que esta reveló no fue sino la imagen de mi amigo X, a quien considero ayer y hoy más real que yo mismo. Compartíamos el dormitorio y se había quedado a ver en la tele hasta tarde un documental de psicópatas y asesinos en serie que le había impresionado. Cuando se recogía para acostarse, en la misma habitación donde yo dormía hacía rato, a solas con mis horrores, fue asaltado por mis alaridos en la oscuridad malsana. En el momento en que se hizo la luz, nos miramos el uno al otro aterrados, gritando aun un buen rato durante segundos interminables. Pronto se nos hizo evidente, con el resuello todavía agitado, que éramos dos amigos recíprocamente asustados y que no había que temer del otro más que de uno mismo.

Pero estas experiencias no pasaban de ser amables preámbulos de lo que estaba por venir. Vayamos ahora al lapso temporal que arranca con el siglo, hace unos dieciocho años, aunque habrá que emprender un breve paréntesis y flash back. Porque en el presente viven activos y actuales los momentos del pasado, todos los tiempos en un mismo tiempo, como si uno estuviera saltando constantemente del presente al pasado y del pasado al presente, bajo la vaga sombra del futuro que se va perfilando en el horizonte, punto final y arquimédico donde nuestras vidas cobran su sentido, su forma definitiva.

Mi vivienda actual la había habitado previamente una familia. Un matrimonio, ambos maestros, y sus dos hijas. Gente que conocí pero con la que no intimé demasiado. Se trataban de personas normales y, como yo, amantes de la lectura. Como yo mismo ahora, tenían habitaciones y paredes saturadas de libros, revistas, atlas y mapas, enciclopedias, diccionarios, etc. Recuerdo la cálida sensación de abrazo cuando entré en una de las habitaciones de la casa completamente atestada por todas las paredes, desde el suelo al techo, de libros y más libros, con olor de papel antiguo, que parecían envolverme.

Estuve los primeros años sospechando, no sé por qué, que alguno de ellos, acaso una de las dos hijas, o las dos, o vete a saber si la familia en pleno, habían celebrado una ouija.Yo mismo varios años atrás, mucho antes de adquirir el piso, había asistido a una sesión de ouija espectacular. Hasta dicha sesión, ocurrida en mi último periodo de estudiante en la universidad, los intentos de ouijasanteriores habían sido todos vanos. Ahí nadie se manifestaba y nunca pasaba nada diferente de las risitas y el tonto nerviosismo de los celebrantes. Pero hete ahí que funcionó un buen día. En el piso donde residía en mis últimos años de carrera, en torno a 1995, que era una enorme casa de varios niveles con un bajo o sótano donde estaban dos lóbregas habitaciones, como celdas de una prisión o cuevas. En una de ellas, igual que una mazmorra de algún filme de horror bizarro, pendían unas extrañas cadenas que allí se quedaron. Nunca quisimos ni siquiera imaginar qué hacían ahí y quién y para qué las había puesto. En la otra habitación siniestra, los muebles estaban llenos de telarañas y olían raro. Nada de eso nos afectó, hasta el fatídico acontecimiento de la única sesión de ouija exitosa en la que he participado.

Aquella casa fue importante porque en ella pensé por primera vez y con seriedad en la muerte, nuestro sino mortal que es eludido en las preocupaciones de adolescencia y primera juventud. Fue la repentina y segura certeza, mientras observaba mi antebrazo, de que aquel miembro se pudriría. Es difícil describir la intensidad con que llegué a ser consciente de este destino seguro, del cierto e ineludible final del camino. Un vivo antebrazo, de nervios y músculos palpitantes, lleno de energía, concretísimo, que todavía hoy veo con sus treinta y seis grados de temperatura, regado por la sangre y la linfa, albergando su fina malla de nervios, de compleja estructura ósea formada por huesos vivos y sensibles; un antebrazo que se esfumará.

La sensación y la idea de la muerte, de desaparecer físicamente de un plumazo, aunque solamente en aquella casa, como he dicho, se me pegó al alma, sin embargo y hasta cierto punto la habían anticipado mis pesadillas sobre un holocausto nuclear en los coletazos de la Guerra Fría, en los ochenta. Algunas pesadillas de entonces consistieron en que un rayo procedente de una pistola espacial, por ejemplo, me desintegraba, lo que quiere decir, que me hacía desaparecer por completo, físicamente, en una nada horripilante, como si nunca hubiera existido, como si me quisiera palpar y no pudiera tocarme, como si ni el recuerdo quedara de mí. Es difícil describir hoy cómo aquel miedo a la muerte atómica capaz de volatilizar un cuerpo en décimas de segundo había calado en muchos niños.

La ouijala celebramos en el piso de la gran casa que daba a la fachada y puerta principal, es decir, el primer nivel de la mansión por encima del mencionado sótano. Éramos cinco estudiantes, cuatro españoles y uno marroquí. Hay que precisar esto por lo que pronto vamos a revelar. Fue crucial también que hubiera un par de oficiantes que conocían bien cómo invocar, interrogar y, finalmente, abrir la invisible puerta fantasmal, para que el espíritu abandonara la casa. Si no, se dice, esta puede quedar encantada.

Mi ánimo y previsión era que, como siempre, allí no pasaría nada. Absolutamente nada raro o anormal como los fenómenos aparatosos de las películas, donde intervienen poltergeists. Por otro lado, guardaba en mi memoria el recuerdo de que cierto familiar había celebrado impactantes sesiones que llegaron a obsesionar y aterrorizar de tal manera a él y sus amigos, simples colegiales, que los adultos de las distintas familias tuvieron que intervenir vigilando de cerca para asegurarse de que no siguieran practicando su espantosa obsesión. Nunca he sabido exactamente qué pasaba en esas funestas reuniones, aunque alguien me dijo que se les manifestaba un egipcio del tiempo de los faraones y espíritus de antepasados recientes y miembros fallecidos de la familia.

Así pues, con el vago recuerdo de aquellas ajenas experiencias esotéricas, contundentemente negadas e impugnadas por mis propias experiencias frustradas, nunca fui testigo de un contacto veraz con la condensación de lo terrible. El espanto inefable que no podía describirse o pintarse porque sencillamente no era nada o porque llena todo siendo nada, como si lo horrible fuera que todo esté no vacío, sino lleno de algoo lleno de una nada.

He ostentado toda mi vida, desde la niñez, un orgullo filosófico, una suerte de fe intelectual que cura de espantos. Si me invadía el temor en mi casa familiar, algo destartalada y también de varios niveles, en las tormentosas noches del invierno y los numerosos apagones, intentaba vencer los miedos con razones filosóficas o verdades científicas. No había ningún fundamento para sospechar de la presencia de ningún fantasma, de que existieran fantasmas. Sin embargo, los terrores nocturnos y las pesadillas me asediaban también por entonces y contradecían de noche lo que afirmaba de día. Cruzar el oscuro pasillo a tientas en medio de la tiniebla era, en el fondo, un mal trago.

Pues bien, como decía, la ouija celebrada en la época final de mis estudios resultó exitosa. Relataremos lo sucedido en la segunda parte de esta crónica de horrores. Todavía hoy, cuando lo recuerdo, pienso que fue espeluznante. Yo traté de salvarme del temor asiéndome al flotador de la razón y la ciencia, como siempre he tratado de hacer, mientras agradecía en silencio y con orgulloso disimulo que aquella noche durmiéramos en las tristes habitaciones como cuevas acompañados unos de otros, echando mano de sacos de dormir o incluso sobre el duro suelo, con tal de dormir acompañados.


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