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Notas sobre el Quijote y la poesía (5)



Notas sobre el Quijote y la poesía (5)
Marcos Santos Gómez

La rebelión consiste en mirar una rosa/ hasta pulverizarse los ojos
Alejandra Pizarnik



Lo excelso que los hombres aman salva, pero quien se juega el tipo por ello, quien lo encarna trabajosa e inocentemente, corre el riesgo de perderse, exiliado de la tierra y de los hombres. Así, la vida de Alonso Quijano es una vida condenada, aislada, en dos modos diferentes: 

Primero. Es hidalgo venido a menos que siente cómo los nobles de mayor rango ponen en duda su nobleza, mientras que tampoco el pueblo llano acaba de admitirlo en su seno. La suya es una vida que ha de encarnar los ideales que profesa por una obligación social, es decir, su nicho social, su aislamiento como miembro de una clase aislada, le obliga a vivir lo aristocrático como algo artificial, desnaturalizado, en lo que el elemento educativo manifiesta su necesidad para alcanzar los valores que no recibe como herencia de sangre. De un modo semejante a otras clases ascendentes en otros tiempos, Quijano, el hidalgo, se ve obligado a elegir quién quiere ser y, además, a desdoblarse entre quien elige y lo elegido; es decir, entre la persona que aspira a ser más desde su inanidad social, lo que constituye su segunda persona o máscara, puesta como algo aparte frente a sí, con fuerza ejemplar. El hombre previo y latente que intuimos en Don Quijote y que aflora en algunos pasajes muy relevantes (cuando es más autoconsciente y reflexiona, de manera distanciada, sobre la caballería y manifiesta su elección y voluntad de resucitarla en nuestros tiempos) se complementa con la máscara social que ha de ganar en un costoso y largo bautizo. Se sitúa, a nivel social, en una zona límite que solo la educación y la aventura pueden salvar, lleno de indigencia existencial, pero que es la zona donde es posible emprender la crítica social y la voluntad utópica. Una suerte de fisura, de sima donde se va abriendo, y transformándose, la historia, cuya transformación parece requerir, generalmente de estas crisis. 

En segundo lugar, don Quijote (ese más allá de Alonso Quijano) vive el aislamiento de una libertad que experimenta en lo más profundo como soledad y delirio. Esta situación de pender en la cuerda floja, que es, propiamente, la pura condición existencial del hombre y que es justamente lo que lo fuerza a pensar, lo que le hace tomar conciencia de su modo de ser abierto y procesual en la aventura educativa, se encarna en el hidalgo que habita entre varios tiempos y mundos. Su posición social, su desconcierto entre las cosas, lo fuerza a intuir y olfatear el sustrato de su apertura ontológica. Sin saber vivirlo, experimentarlo, de otra manera que como una tarea solitaria, como la soledad íntima del que opone a su realidad la forzosa imaginación de un nuevo mundo.

Nostálgico de una edad de oro cuya ausencia el provinciano hidalgo manchego es capaz de sentir más que nadie, alejado pero próximo a la eufórica agitación de un inusitado e inimaginable horizonte extendiéndose mucho más allá de la Península, quizás incluso por ello, su misión vital ha de ser tornar a dicho periodo áureo. Parece que olfateaba algo grande muy cerca, que su imaginación debía dibujar, pero algo inefable acechante, tan amenazador y terrible como elevadamente prometedor. Es como si hubiera caído en la cuenta, en un sublime ataque de cordura: no, no me la cuela esta realidad mundana mediocre y olvidada. Esto es más, mucho más. Y don Quijote fue el precario y fracasado intento de mostrarlo.

Significativamente el caballero ya se hallaba, y hasta cierto punto sin saberlo (porque en la segunda parte don Quijote es ya lector de don Quijote y ha comenzado su metamorfosis hacia esa broma que llamamos inmortalidad), inmerso en una edad que, sin él saberlo, acabaría siendo llamada el Siglo de Oro, o, mejor dicho, en una novela de ese periodo áureo, en la primera novela de la modernidad como tal, que al mostrar esta guerra del hombre con lo real ya embelleció y enalteció lo real. Cervantes nos muestra nuestro mundo actual, enriquecido por el esfuerzo de un personaje literario cuya ingente tarea y esplendor acabarían brillando más que la Mancha, más que el propio lector actual y más que él mismo, que como su coetáneo inglés, sería disuelto por su propia obra. Porque crear, y ni siquiera hay que ser un genio como ellos, es, contra la creencia usual, disolverse, desaparecer en la propia obra que nos roba realidad e incluso llega a matarnos. Por eso, el arte antes que donar, como se creía, la inmortalidad, antes que garantizar una forma de supervivencia del yo creador, aniquila dicho yo. La verdad es que este yo no existe y la prueba de ello es la realidad, mucho más obvia, densa y elocuente, de lo que ha creado, en el arte, pero también en todos los documentos, webs, labores y amistades en las que algo se prolonga y vive, pero algo que es, para siempre, ni siquiera nuestra sombra, sino otra cosa que, contrariamente, nos ensombrece a nosotros y cuenta siempre lo que en realidad no somos, lo que, justamente, ha de morir.

Don Quijote existe a golpe de la conciencia, a fuerza de voluntad, desde la distancia y sabedor del esfuerzo que hay que hacer por recuperar lo que se había perdido, lo que se admira próximo pero inalcanzable. Dicho de otro modo, su estado social, o sea, su vida, su ser ahí, le fuerza a pensar, a situarse de un modo racional en el mundo y a educarse, a adquirir lo que a otros les viene dado, lo que acaso murió con la muerte de los dioses y lo que acaso nunca existió. Su manera de sentir el mundo es la nostalgia por los perdidos dioses, que un par de siglos después tan bellamente prolongaría Hölderlin, y la melancolía. Porque, recordemos, el caballero tiene lo que al burgués le falta, pero no llega a tener lo que tienen los nobles y, aun más arriba, los dioses. Por eso ama a la verdad, porque es inalcanzable y está fuera de lugar. Por eso se agita en él un afán, un amor y un vivo deseo. Pero amando fantasmas, sin tierra bajo los pies, se vive en el desconcierto. Su sino es estar abocado a la desubicación, a la nostalgia, y, destaquemos, a la racionalización y a la educación. Así, don Quijote surge por el esfuerzo de Alonso Quijano por comprender su mundo, por realizarse de un modo meditado y voluntario, en la plena conciencia de quién quiere ser, de elegir su ser. Pensar y verse abocado a tener que hacerse son un solo movimiento.

Pero el movimiento por el que una voluntad trata de apropiarse de lo excelso, cuya concreción manchega y renacentista fue Alonso Quijano, es también aquel por el que cualquier vida en otros tiempos decide afirmarse de un modo consciente y elegirse. Dicho de otro modo, nos referimos al movimiento por el que la propia vida se erige en vida lúcida, la que se sabe cabalmente en la historia (Tucídides, Pericles) y en la necesidad de definirse de manera precaria, como lo nunca logrado del todo. Lo que deseo resaltar es, apuntando a este halo por el que don Quijote es más que un mero afán de afirmación social (que lo convertiría en Sancho), que don Quijote es alma que opta en el empeño de ser libre, de optar en libertad, lo que caracteriza a cualquier hombre realizado en cualquier tiempo. Que su condición fuera de noble nostálgico y empobrecido, hasta cierto punto, es lo de menos. Lo que le pasaba nos pasa a todos. Esto equivale, en su tiempo y en todos los tiempos, al hombre que se realiza, nada menos, aquel que halla y piensa su lugar exacto entre los seres, capaz de adivinar su apertura esencial, su indefinición como esencia y la consecuente necesidad de decidirse acerca de su existir.

En don Quijote se pueden pensar, pues, dos dimensiones de la existencia humana. La óntica, por la que el hombre es determinado y situado entre los entes, siendo él mismo un ente que responde a las leyes de lo óntico, a sus causalidades y progresiones. Pero en la medida que se da en su existir concreto y determinado la paradójica necesidad de ser radicalmente libre, de hallarse como una cierta voluntad en medio del abismo y pender constantemente en la cuerda floja, don Quijote está expresando algo mucho más universal que la mera condición de su hidalguía. Es en esto en lo que deseo fijarme. En el trasfondo ontológico que se da en lo antropológico, por el que el hombre es ser consciente, como han subrayado los existencialismos. En el plano educativo, diríamos que para que lo óntico del educarse que nos entiende como construcción y fabricación de una cierta identidad, aunque dinámica y tensa, que nos sitúa como hombres concretos, está la mayor concreción del ontológico tener que hacerse como condición existencial, como la condición “humana” (frente a “naturaleza humana”), lo que hemos de asumir, la libertad como esencia, para realizarnos en lo que podemos ser más allá del animal inconsciente.

Esta lucidez de que hablo es la que el hombre logra, en su contexto socio-histórico, con la tensión incorporada en su vivo existir hacia un frente a sí, como la encarnación de esa posibilidad básica de libertad que nos caracteriza. Se trata de una vida lúcida que es a la vez máxima expresión de lo “humano” y que trasciende lo educativo reificado. Así, el hombre concreto toma las riendas al saberse contingente y es esta libertad la que los proyectos éticos y políticos liberadores presuponen. El retorno a ella. Si no es así, todo es una mera ilusión, si la libertad no nutre y se entrevera en nuestros ideales, que emergen de ella y en ella subsisten, no habrá liberación sino, en palabras de Paulo Freire referidas a la educación, “educación bancaria”, o cosificación del juego vivo de la existencia. Una libertad que es saberse en la pura indefinición esencial, en la precariedad de la persona, y, justamente por ello, sacar el máximo esplendor a la vida. Esa libertad es la edad de oro que don Quijote busca, la que, al buscarla, ya invoca y realiza.

La rara forma de lucidez (cordura) a que me refiero es, también, la lucidez de don Quijote. Una lucidez que a los hombres procura ambiguos sentimientos, como recuerda Erich Fromm, que nos sitúa en el mismo filo de la nada, que disuelve, que relativiza, pero que en dicha nada y desde ella, el hombre es capaz de, frente a los demás seres, saberse abocado a la existencia y a la vitalidad efervescente, que hierve y le hace chapotear alegremente, siguiendo la imagen nietzscheana, en la ciénaga. Un infierno celestial. O hacer de este infierno un cielo. Esto es y esto quiso acaso decir, en los albores de la modernidad, en un tiempo de crisis, cuando el vértigo que somos hoy irrumpía en la historia, el viejo soldado, vencido, Miguel de Cervantes. Porque don Quijote existe en ese desfondamiento por el que el ser se da la mano con la nada, con lo indefinido, con la falta de fundamentos anunciada siglos después por Nietzsche y llevada a cabo por las derivas hermenéutica y deconstructiva del pensamiento. Cervantes intuyó esta sima en nuestro corazón y esta sima en la modernidad. Una maldición que trastoca la vida del hidalgo pero que, como una bendición, la torna divina. Hölderlin también deseará, en cierto famoso poema, haber vivido solo un día, al menos un día, como los dioses, y después, ya no importará la muerte.

Don Quijote ha optado por una vida buena (¿divina?) y la vive. Pero a solas o con la constante antítesis del escudero, mejor dicho. Y esta soledad que es tensión y apartamiento entre los hombres, puede también ser una carga, una insuperable consecuencia de su modo de ser que acaso no sabe vadear. Como tanto se dice en el texto de la novela, don Quijote es ambas cosas: loco y cuerdo. Es cuerdo, efectivamente, más, infinitamente más, que ninguno de los otros personajes con quienes se cruza. Pero su apuesta por un modo de ser que resucita a posta, con conciencia de lo artificial de este proceso que solo llega a través de lecturas, con la forzada invocación de los viejos ideales de una edad de oro que han dejado de tener lugar en el mundo, lo aproximarán a la locura. Un movimiento de la razón, que lo desquicia. Es cuerdo que empieza a pensar bien, pero se queda a medias. Pensar lo distancia infinitamente de un mundo al que comprende mejor que los demás hombres, pero cuya comprensión no es capaz de hacer llegar prudentemente hasta ellos. Justo porque es capaz de acceder al corazón irradiante y precioso de la realidad, no acaba de comprender cómo este se desenvuelve. Abre los ojos más que nadie, en la mayor de las corduras, pero es cegado por aquello que descubre, en la mayor de las locuras, la locura que da razones de las cosas, la locura de una sabiduría inocente. Él y Sancho son, ciertamente, sobre todo, veridictores, o sea, inocentes señaladores y decidores de la verdad. Y se sitúan de tal manera en la órbita de esta, que acaban estando fuera de lugar.

Su denodada defensa de una nobleza sin sentido exiliada al lugar de las ideologías, que vivía idealmente en la fantasía grotesca de las novelas de caballería o en los salvajes sueños, el pasmo y la sangrienta tenacidad de los conquistadores de América, pero también en la hipócrita fachada de aristócratas que hacía siglos dejaron de encarnar en sus obras los ideales que los fundaron, su querer ser auténticamente noble resucitando el muy lejano vínculo del aristócrata con lo excelso, fue su locura, a la que no faltaba un ápice de razón, sin embargo.

Así, la diferencia de don Quijote en relación con los demás aristócratas, de mayor rango, es creerse el ideal y tomarse más en serio que ellos su nobleza. Desde su clave indigente, profesa los ideales perdidos y vive en permanente tensión hacia ellos. Pero, hemos dicho, el don Quijote concretísimo y libérrimo que elige voluntaria y reflexivamente lo que quiere ser, o como quiere ser, resulta, paradójicamente, un fantasma. Su apuesta por los ideales y modelos ejemplares en los que nadie cree, pero que siguen causando admiración en la fantasía de los hombres, su afirmación vital épica, su densificación poética de lo real, abierto a una dimensión cualitativamente superior, bella, excelsa, que trata de regular y acoplar, inútilmente, al mundo, lo va aislando. Por eso, don Quijote, en la novela, da la sensación todo el tiempo de ser él, solo él, en la manera de una isla que ha ido resistiendo mientras la inundación se iba apoderando de todo. Su esfuerzo, y esto resulta dolorosísimo de admitir por el lector enamorado del personaje del caballero andante, finalmente parece ser completamente inútil, una equivocación, un mero conato de rebeldía absurda, jamás secundada por nadie, un torpe juego de solitario francotirador. Su deseo, su voluntad y su libertad son admirables, pero fallan.


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