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Apuntes sobre el último Foucault para la educación (6ª parte)



Apuntes sobre el último Foucault para la educación (6ª parte) 
La parresía III.

Marcos Santos Gómez
 

- La escuela cínica.

Foucault, como era de esperar, dedica un largo estudio a la escuela cínica de la antigua Atenas, que hizo precisamente del ideal parresíaco, su máximo fin. Así lo señala Álvarez Yagüe, cuyo estudio del último Foucault estamos siguiendo, en su hilo conductor que más o menos corresponde con la cronología de los trabajos del último Foucault, del tercer tomo de Historia de la sexualidad y, en estos pasajes, sobre todo sus cada vez más leídos y admirados cursos del Collège de France, que en español está publicando desde hace unos años la editorial Akal. Son de lectura indispensable para comprender los primeros modos y transformaciones de la paideia, de lo que se entiende por buena educación u hombre educado.

Por un lado, tenemos lo que se fue forjando en distintos ámbitos que seguían la corriente de las escuelas de retórica y sofísticas, la posterior sistematización y aumento de lo que hoy llamaríamos el primer curriculum que se conoce, los primeros tratados de didáctica y pedagogía; pero, no pasemos esto por alto, conceptos filosóficos como la parresía, y el desarrollo de la filosofía en sí, inciden todo el tiempo en un ideal educativo que cuestiona la educación más “convencional” desarrollada en dichas escuelas y reubica la educación en la senda de la Verdad. De hecho, lo que estamos viendo alrededor de este concepto griego de parresía, es un retorno de la teorización (o del saber erudito y la tradición) a la vida, de manera que impregne y module real y efectivamente al sujeto.

Esto es lo que sobre todo encarnan dos escuelas. El estoicismo y, la que ahora va a ocupar a Foucault, el cinismo. De hecho, no va a cometerse en ningún momento la tontería de despreciar el conocimiento teórico y la tradición de saberes. Los estoicos, por ejemplo, se van a apoyar en ella, la van a proseguir, solo que encontrarán su verdadera conexión con la existencia, con el hombre, es decir, su repercusión en la ética. Es el caso, por ejemplo, de los estudios sobre lógica que emprendieron o los libros de filosofía natural de Séneca y otros.

En el caso del cinismo, el punto principal de esta educación filosófica se va situar en la vía de los ejercicios de endurecimiento, de autodominio, que será la askesis, frente a un logosdescarnado o saber teorizante. Al poner aquí el acento, el “método” educativo por excelencia va a ser los ejemplos vitales estimulantes, los relatos biográficos, las anécdotas. Es decir, se va recurriendo a otra forma de tradición, una tradición menos visible en los tratados, pero que constituye, a su manera, otro corpus “pedagógico” y filosófico (insistamos una vez más en el vínculo inextricable que en este tiempo y para los cínicos se da entre lo que hoy tiende a verse como dos saberes distintos, filosofía y pedagogía-educación). “Una forma de tradición, pues, de esquemas de vida, matrices de conducta y no de cuerpos doctrinales, que constituye una diferencia más con respecto a otras tradiciones como la que liga a los platónicos, aristotélicos o estoicos. En esta tradición cobra una relevancia especial la figura del héroe filosófico. Este encarnará emblemáticamente un modo de vida, que es un modo de pensamiento” (p. 239). Un tipo de heroísmo que retomará el cristianismo con la figura del asceta cristiano. Señala Foucault que los primeros padres en la Patrística, manifiestan en varios momentos su admiración por Diógenes de Sínope y la escuela cínica que, en un tiempo en que se era más valiente pensando que en la actualidad, disfrutaron durante siglos de una profunda y recurrente admiración que reflejan un par de anécdotas muy conocidas sobre el encuentro famoso de Alejandro Magno con Diógenes de Sínope. Incluso ya en la Edad Media, los monjes cultos y los filósofos de la época nunca denigraron la figura y el heroísmo del mencionado filósofo cínico, por muy chocante y grotesco que hoy nos parezcan algunas de sus anécdotas. Porque, repito, se era más valiente en el trabajo intelectual que hoy y, sobre todo, en relación con el tema que ahora mismo nos ocupa, la educación, se reconocía su veracidad, su relación cierta con la verdad, el poner su cuerpo y su vida a disposición de esta odisea del espíritu que fue en la Antigüedad la búsqueda de la “verdad”. Como señala lúcidamente Álvarez, una figura literaria y muy posterior que encarnaría la separación del espíritu y el trabajo intelectual respecto al sujeto y su vida corriente, es Fausto. En él, la formación filosófica y literaria hace aguas, se quiebra, al no poder resistir la nuda afirmación vital y las necesidades y pretensiones del sujeto.

Frente a esta patología occidental, el cínico ya no va a dedicar su vida a indagar la verdad sobre el mundo, sino va a hacer de su vida propia una manifestación de la verdad. Se entiende, una verdad en la que absorberse pero, también, en la que constituirse como sujeto, que irradie en la acción, que sea sus obras. Lo que el cristianismo más platonizante entendería como un cierto sacrificio del sujeto que se sabe menos que la verdad y tendente a diluirse ante ella (la figura del ángel o el santo señalando con su dedo más allá de sí, a lo verdaderamente importante como algo fontanal y externo, el carácter de infinita otredad inasible y desbordante lejanía del ser que lo desintegra y pulveriza en el éxtasis), los cínicos lo van a encarnar vivamente, van a bajar a la tierra esa fuga de la misma que era ya en su tiempo y en el platonismo la búsqueda, un tanto quijotesca, de la verdad, de lo excelso, del ideal. Van a invocar a la verdad con sus acciones. Ahora el ideal trata de reconciliarse, como Sancho progresivamente transformado por la locura que sigue, por su amo Don Quijote, al que sin darse cuenta va a ir reconciliando con el a menudo adusto e infértil secano del existir, en lo que se denominado la “quijotización” de Sancho.

El cínico va a “representar” situaciones un tanto límite que resulten en espejo de la verdad, en situación donde patentizarse el sesgo teorizante que la filosofía empezaba a adoptar. Obrará anticonvencionalmente, pero viviendo como sus conciudadanos. En realidad, va a mezclar la familiaridad de una vida corriente en apariencia, con la extrañeza que ante esa misma vida va a ocasionar, incluso la hostilidad. Su manera de ejercer el coraje por la verdad es esta, el vivir contracorriente. El coraje que había sido la ironía socrática, que destapaba la verdadera ignorancia con su humilde ignorancia, ahora va a enloquecerse y tratar de involucrar todos los resquicios del existir más cotidiano. El hombre que piensa tiene que vivir en viva confrontación su día a día. Su ironía consistirá en vivir según los valores que en el contexto de la dicotomía entre cultura y vida, se decía mantener pero que no se podía permitir conducir a la realidad del comportamiento humano. “El coraje cínico no es tanto declarar una verdad incómoda, o argumentar una posición a la que las gentes se resisten, es la afirmación de una verdad a través del actuar mismo” (p. 243). Un logos hecho bíos, indica certeramente Álvarez.

Pero el logos será lo que, a pesar de esta tormenta social que acarrea, salva y justifica la propia vida. Una vida racional será para los cínicos una vida paradójicamente segura. Una vida que será verdadera, o sea, no-disimulada, independiente, recta y soberana (p. 244). El cínico será implacable con el mal, y como perro, ladra y muerde. “Sus enemigos son ciertamente los males del alma, y en ese sentido su combate es espiritual, pero también contra los vicios coagulados en las instituciones, en las leyes, en las costumbres, convenciones sociales. El cínico combate en general todo lo que juzga un estado real de enfermedad de la humanidad” (p. 248). Algo que el pensamiento crítico, que problematiza y pregunta, va a representar en muchos momentos de la historia de las ideas y de la civilización, hasta hoy, y, en gran medida, algo que fue el propio Foucault. De aquí se desprende, también, otra bellísima característica del filósofo-educador: la idea de misión en la vida. Los cínicos se entenderán como soldados o monjes militantes, en duro combate hasta el fin (p. 250). Esto, que tan fuerte pueda parecer a temperamentos más calmados o tranquilos, ha sido y es una de las matrices del propio Occidente que aparece en la mismísima Iglesia en la forma de las órdenes mendicantes medievales y en todo el pensamiento revolucionario del siglo XIX. Son formas de vida militantes, que se proyectan, conscientemente éticas. Todo ello consecuencia del acto y ejercicio de pensar, en su sentido más intempestivo.

De todos modos, recalquemos que para Foucault, con razón, hay una diferencia esencial entre el cinismo pagano y el cinismo cristiano. En este último, la verdad no puede nunca manifestarse plenamente como algo terrenal. Siempre mantiene su tensión intrínseca, su carácter de fuga exteriorizante y jamás lograda. Dicho en otras palabras, el cristianismo va a resaltar y ahondar en el elemento más trascedente que implica sujetar la propia vida a la verdad, al modo inaccesible, misterioso y celestial de ser la verdad. Este halo de la santidad, es en la inmanencia, pero es más que la propia inmanencia. Para los cínicos paganos, todo se juega, sin embargo, en esta tierra y sus tensiones y guerras son en la más estricta inmanencia.

Para el cristianismo, el magisterio es obediencia, como un reflejo del sometimiento total a Dios, del situar la verdad fuera de sí. Esto suavizará el espíritu antiautoritario del cinismo y convertirá en gran medida al cristianismo, en la versión que presenta Foucault, a menudo en cómplice de la autoridad política. En este contexto, volviendo al concepto de parresía, la clave de esta será una humilde y total apertura al confesor y a Dios. Un mostrarse veraz y una confianza incondicional en Dios.

Señala Foucault que, en realidad, ambas formas de parresía se han dado en el cristianismo. De hecho, la encarnada por los primeros mártires era una parresía que implicaba con claridad el no sometimiento a las autoridades terrenales. Pero lo cierto es que ha predominado un estilo espiritualizante y ascético que prima la obediencia a las autoridades terrenales. De algún modo esto mismo, señalará Foucault, ha sucedido con la filosofía que traicionó su más originario cinismo con su conversión en profesión académica. De todos modos, en el siglo XX y en la actualidad, tanto en la Iglesia como en la filosofía reaparecen intentos de “salvación” de estas mediante el realce del elemento mundano, inmanente, que operaron y operan en sus críticas, el modo en que tanto el pensamiento crítico exteriorizante como la trascendencia cristiana implican transformaciones en la realidad dentro de los “márgenes” de la inmanencia donde han de concebirse y en los cuales únicamente, de hecho, pueden concebirse sus planteamientos. 


Bibliografía

Álvarez Yagüe, J. (2013). El último Foucault. Voluntad de verdad y subjetividad. Madrid: Biblioteca Nueva.





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