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Casa un lugar en el mundo

Casa

Un lugar en el mundo

Pedro Ramos

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Termino de leer Llévame a casa  de Jesús Carrasco. Brillante.

Carrasco es el autor de Intemperie. Mi recuerdo del libro es que me gustó, pero no me pareció tan bueno como se empeñaban en decir. Me gustaría volver a leerlo. Benito Zambrano acaba de terminar la adaptación cinematográfica. Me gustaría volver a leerlo antes de ver la película.

Llévame a casa  es una novela sobre nuestro lugar en el mundo. Una despedida. Sobre la responsabilidad. La amistad. La historia de una madre y un hijo. Una novela enorme que no cabe en una frase.

Telma también ha devorado la novela de Carrasco.

El jueves vino el técnico del aire acondicionado. Vive en Trapiche, en una hondonada por la que pasan jinetas, zorros, hurones. Físicamente se parecía a Carrasco. Sin el bigote. Delgado, fibroso. Subió a la cubierta de la casa con una escalera a la que le faltaba medio metro para cumplir su cometido. Prefiero no verlo, le dije. Y me metí dentro. Las tres o cuatro veces que tuvo que subir a mirar las máquinas, hice lo mismo. Soy escalador, me confesó con orgullo. Sin fanfarronería. Pero cuando escalas vas atado, dije. Leandro, así se llamaba el técnico, me explicó el funcionamiento del circuito del aire acondicionado. Por donde toma el aire, cómo se enfría (o se calienta), y lo devuelve a la habitación. Este contrapeso es muy ligero, dice, mientras señala una portezuela metálica en uno de los laterales de uno de los conductos. Haz lo que tengas que hacer, le respondo. Leandro va a por algo a la furgoneta y vuelve. Se sube a la escalera, otra, en el cuarto de baño. Desde donde estoy no puedo ver lo que hace. El aire acondicionado a máxima potencia, las ventanas abiertas, el falso techo desmontado. Mi teléfono móvil suena. Un mensaje. Recuerdo los correos pendientes, la presentación de Héroes que le tengo que enviar a Marta Muntada.

Me falta darle una vuelta. Pero ya sé lo que quiero decir.

Leandro vuelve a subir a la cubierta de la casa.

Me imagino a Juan, el protagonista de Llévame a casa, como a su autor, por lo tanto, como Leandro. Pienso en que esto lo tengo que escribir. Mañana.

Juan se ha exiliado a Edimburgo, tiene que volver a casa de sus padres, a Cruces, un pueblo inventado, próximo a Toledo, para el entierro de su padre. Allí empezamos a entender la razón de este exilio. Hay una hermana, mayor, Isabel. Ella lleva las riendas, el peso. Hay una madre. Tiene alzhéimer. Juan quedará atrapado en este pueblo al que nunca quiso volver. Es el punto de no retorno, la mitad de la novela. Carrasco no solo maneja, con acierto, las emociones; también dosifica la información, nos atrapa con una estructura y un lenguaje que parecen tan naturales como la vida misma.

Ha cubierto la distancia entre Torrijos y Cruces sin saber cómo. Si él no era consciente de por dónde pasaba o de con qué coches se cruzaba, ¿quién conducía?, se pregunta. ¿Qué parte de su cerebro estaba al mando? Para conducir no es estrictamente necesario estar pendiente de todo lo que sucede alrededor. Tampoco para transitar por la vida. Desde que ha llegado, esa ha sido su principal dificultad. Ser plenamente consciente de lo que sucedía a su alrededor. No de su hambre sino del hambre de su madre.

Aquí y ahora. Al protagonista todavía le queda un largo camino por recorrer. Hacia atrás y hacia delante. Los momentos del pasado se mezclan con los del presente y Carrasco siembra para recoger. Página 152:

Encuentra su vieja bicicleta. Una bicicrós BH con el asiento alargado y muelles que simulan una suspensión. Está detrás de los utensilios de pintura que sus padres debieron de usar la última vez que blanquearon el patio. Para sacar la bicicleta tiene que retirar rodillos, una pértiga y algunos brochones. Dos latas de pintura son la última barrera. Una aparentemente sin usar y la otra con churretes. La que está nueva pesa y le desequilibra. La otra sale tan fácilmente que le parece vacía. Titán exterior e interior, se pueden leer entre los restos secos de pintura.

Yo siempre quise tener una bicicleta de esas. Pero no se podía. Bastante peleó mi madre para que pudiera tener una bicicleta. De las otras. De aquella impotencia, este ascetismo.

La bicicrós BH de la que habla Carrasco.

El jueves por la noche, durante la cena, te cuento lo de Leandro. Te digo, también, que he pedido la portabilidad de mi número de teléfono. He pensado que, durante julio y agosto, podíamos probar a vivir sin wifi. No me miras muy convencida. Yo no voy a dar clases, sólo quiero leer y escribir, argumento. ¿Y Spoti?, preguntas. ¿Las pelis? Tiramos de datos. Tendremos que ser más selectivos, respondo. Este es mi principal motivo. Si no nos apañamos, podemos volver a contratar la fibra. No es una decisión irrevocable. Además, ya empieza a apetecer quedarse fuera mirando las estrellas.

Eso es lo que hacemos después de cenar. Nos quedamos en las tumbonas y no tardas en dormirte, arropada con la manta de la yaya. Yo me sumerjo en la calma, aunque haya demasiada luz para ver las estrellas con nitidez. Sigo la trayectoria de los puntos más brillantes, aviones que van o vienen. Ya huele a jazmín. He leído que el aroma a jazmín es antidepresivo, relajante e incluso afrodisíaco. Tengo que investigar. ¿Oyes los grillos?, preguntas sabiendo la respuesta. Tienes los ojos abiertos. No sé el tiempo que ha pasado. ¿Cuánto llevamos aquí? Suenan muy al fondo, dices, como si quisieras minimizar mi sordera del 30%. Recuerdo que el año pasado grabaste el canto de los grillos en tu móvil, que tuvimos que subir el volumen al máximo para que pudiera escucharlos. Es un sonido muy agudo, me excuso. Aprietas mi mano.

La memoria que se prende de las piedras y los ladrillos perdura más que la que sustenta la carne. Se van los viejos por el sumidero rectangular de las sepulturas. Y ese agujero sigue abierto para siempre, absorbiendo los recuerdos de los vivos. Un día uno no recuerda bien si la montura de las gafas de su padre era dorada o plateada, con lo nítido que fue en vida ese detalle. Siempre estaba ahí ese marco metálico cuando se le buscaba la mirada. Y los huecos oscuros del muerto, que en vida hedían, se van aireando con el tiempo y, al correr de los años, ya solo aspira uno las fragancias del que se fue. Entonces y solo entonces adquiere plenamente el apelativo de ser querido que tan ligeramente se usa en vida. Y llega el día en que se acuesta uno y no ha dedicado un solo segundo en la jornada al ser querido. Esa es la verdadera muerte.

Así de bien escribe Carrasco. Es reconfortante creer que todos tenemos un lugar en el mundo. Que hay personas que nos quieren.

Recomendaciones de la semana

  • Llévame a casa  de Jesús Carrasco debería formar parte de tu biblioteca. Hagamos un trato: tú lo lees y, si no te gusta, yo te lo compro. Es un libro que voy a regalar. Mucho.
  • Estoy creando una lista de canciones con los temas que escucho mientras escribo estos artefactos. Esta semana he añadido Rock bottom riser  de Smog, una canción muy del estilo de mi amigo Juan, que creo que encaja muy bien con esta lectura. Me encantaría que me enviases tus recomendaciones.
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