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Sin Policías Mejor



Sin policías mejor es un cuento que forma parte de Historias en dos ciudades. Se refiere al uso de los poderosos de los barrabravas y, sobre todo, de “justicia por mano propia”, un tema que ha estado vigente desde hace tiempo en Argentina…

En el barrio sabemos que hay cosas que la policía hace y otras a las que tenemos que enfrentar solos. Hemos vivido así desde Siempre, alejados de la protección de la ley,  con la ley del ojo por ojo y la del más fuerte, en nuestra vida diaria. Entre nosotros casi no hay denuncias  y pleitos judiciales. Hay el unirse entre vecinos para poner punto final a algo, enderezar un entuerto o enmendar un agravio. Somos marginales e ignorantes, por eso es que muchas veces preferimos “el sin policías mejor”. Esto lo arreglamos nosotros.
Mi vida ha sido trabajo y sacrificio siempre. No conozco otra cosa. Y es de lo que le hablo a mi hijo, porque no quiero que ande como un vago o empiece con la droga.
Tenía nueve años cuando salía de casa con mi canasto de bollos para vender. Mamá los preparaba desde muy temprano y no podía salir antes ni después. Decía que la gente empezaba a buscar algo para comer a esa hora y por eso teníamos que aprovechar ese momento. Ofrecía mi mercadería por la calle Córdoba, desde la Independencia hasta la San Luis. En el trayecto me cruzaba con varias prostitutas que hacían la calle, aún a esa hora. Los cuerpos ya cansados se ajustaban a vestidos escotados y zapatos con tacos aguja. Algunas me compraban, otras me acariciaban la cabeza o comentaban risueñas sobre mi persona. Los clientes de las señoras podían ir hasta en bicicleta, pues ellas no discriminaban y alcanzaba a oír algo sobre un tarifario diferenciador.

Entre nueve y nueve y media volvía por la Santa Fe con el canasto de pan casi vacío, contento de poder ayudar a mamá. Cuando comentaba sobre alguien que quería robarme mis hermanos me aconsejaban qué hacer, cómo defenderme. Nadie me prestaba mayor atención y sí alguna vez volvía sin nada simplemente me decían que deje de llorar, que me limpie los mocos y que aguante como hombre. Era así. La vida en Salta era así.
Era el menor de cinco hermanos por lo que cada vez que estrenaba un pantalón era todo un evento. Cada cosa que tenía pasaba por la tijera y máquina de coser de mamá y siempre adaptaba las ropas al hermano siguiente. Tampoco que tenía muchas opciones. Nadie me preguntaba si me gustaba, solo me vestían así y punto.
En casa nadie hablaba de libros, autores o literatura. La cosa pasaba más por el fútbol, la economía del puchero y los vaivenes de la vida diaria. Nadie había terminado la escuela secundaria, ni había sido abanderado o especialmente estudioso.
Las preocupaciones más inmediatas eran el juego de Diego Maradona, la selección de futbol, y los partidos del domingo. Después le seguía las últimas noticias de la cuadra, si alguien había quedado embarazada, si había un nuevo vecino en el vecindario, o si la música había estado muy fuerte la noche anterior en lo de tal o lo de cual. Finalmente alguien comentaba lo que había leído en el diario, sobre política, o religión. Había un comentario sobre la droga o el alcohol, pero todavía no se hablaba en Salta de cocaína, paco o drogadicción como se habla hoy en día.
Ni siquiera en la cancha, cuando íbamos a ver a nuestro Juventud Antoniana. Lo máximo era llevar arrastrando a alguno que se le había ido la mano con el vino, que escondíamos debajo de una campera o dentro de las banderas de nuestro equipo favorito.
Cuando miro hacia atrás, a los años vividos en el barrio, de casado, de joven, no puedo dejar de lamentar las oportunidades que desperdicié. Quizá por no tener un padre que me aconsejara o por estar demasiado centrado en el trabajo diario.
A los veinte años conocí a mi primer amor, Daniela. Era una morena interesante, dos años menor que yo, con mucha ambición y ganas de progresar. Le gustaba inscribirse en cursos de todo tipo, siempre decía que había que prepararse lo mejor posible para la vida. Yo estaba más interesado en el futbol de los sábados con los amigos y los asados de los domingos. Me conformaba con un trabajo de oficina de ocho a dieciséis.
Fue mi novia un año y nos fuimos a vivir juntos al siguiente, cuando nació Rodrigo. No pensábamos lo mismo en casi nada y después de algunos años decidimos que era mejor separarnos.
Hay una especie de machismo en nuestra sociedad que nos indica cómo vivir: “El hombre no debe llorar, es el más fuerte de la pareja y el proveedor de la casa”. “La mujer puede hacer ciertas cosas, esas son cosas de hombres, y ellos solo quieren una cosa”. “El hombre puede salir con todas las mujeres que quiera, la mujer tiene que reservar su virginidad para el matrimonio, sino es una loquita”.
Como mamá no tuvo marido, al menos alguien que estuviera con ella más de un año, mi imagen de un padre no era muy firme, sin embargo tenía claro qué no quería para mí o para transmitir a mi hijo. No quería que tuviera la idea de que no se puede hablar con un padre, o que viera violencia en el hogar, con el padre golpeando a la madre. Había vivido situaciones así en casa, y en casa de algunos amiguitos, por lo que siempre quise para mí, y para mi hijo, algo diferente.
Entonces, cuando nos separamos Daniela se quedó con Rodrigo y yo me hice a la idea que tenía que trabajar muy duro para pasarle una pensión a mi hijo y estar presente cuando me necesitara. También acordamos que cada uno podía rehacer su vida como quisiera, ya éramos libres, siempre teniendo en cuenta que el bienestar y la seguridad de Rodrigo eran primordiales.
Pensé en darle a esa mujer, la madre de mi hijo, todo el apoyo que pudiera para que fuera feliz como quisiera y con quién fuera. Eso repercutiría en mi hijo. Si su mamá era feliz, él se sentiría mejor. Nada de peleas o discusiones, le comenté a mi ex mujer, todo se podía dialogar… (Sin policías mejor, de Historias en dos ciudades)

La historia
La historia tiene que ver con el hacer justicia por mano propia, con la violencia doméstica y con la Salta del ´70. Cuando la imaginé traté de poner cosas de nuestra cotidianeidad, del habla nuestra y del barrio. El protagonista, un hombre común de cualquier barrio de Salta, vive de los contactos con los poderosos y se enfrenta al dilema de qué hacer para evitar la violencia contra su ex mujer y proteger a su hijo en un ambiente que puede resultar adverso.
En mi adolescencia me encontré con algunos personajes como el papá de Rodrigo, simpáticos y entradores, que tenían mucha calle pero nada de cultura. Los escuché hablar, y compartir sus historias de fútbol, asados, vino y peleas de barrio.
El vino siempre fue parte de nuestra cultura, solo que en algunos casos, su consumo excesivo dio lugar a situaciones difíciles de manejar, al menos.
Para los que vivimos en Salta, y tenemos ya algunos años, sabemos que significaba caminar por la calle Córdoba y Rioja, y sus zonas aledañas, especialmente al atardecer.
También me importó reflejar el machismo de nuestra sociedad, aún hoy en día, a pesar de estar en el siglo 21, y de tener tantos adelantos y leyes para proteger contra la discriminación.
De todos modos siempre es bueno recordar que somos lo que “mamamos” desde la cuna, y que la educación, en la casa y el colegio, es lo único que puede ayudar a cambiar nuestra realidad.
Enero de 2017.


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