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Amor en la trattoria

Jorge Aliaga Cacho en Lima, 2023

Por Jorge Aliaga Cacho

Se sentía feliz. Después de toda esa espera, por fin, realizaría el soñado viaje a Roma. Esta vez no lo haría acompañada de sus padres, como en vacaciones pasadas, sino que iría con él. Lo habían planeado, juntos. Contaba los días para ver cumplido ese anhelo: llegar al lugar donde se encontraba el Coliseo Romano, aquel que había visto en las pantallas de la televisión en temporadas navidadeñas. Ahora, ya estaba sentada en la aeronave pero se sintió incómoda. La verticalidad de los asientos le impedía abrazarlo. Sin embargo, su sueño empezaba a cristalizarse: iría a Roma. Se acomodó en su asiento, se removió el calzado, estiró las piernas y mirándole a los ojos, con toda el alma, le preguntó:

- ¿Me amas?

Él acomodándose el cinturón del asiento, contestó en forma arrogante, como un toro:
  
- Esa esa sería una buena idea.

El vuelo duraría tres horas. Ella tendría tiempo para ponderar acerca de esa extraña respuesta. Se dispuso a acomodar su cabeza contra la parte superior del asiento. El avión volaba sobre un cielo sereno que Katia distinguía por la ventanilla hasta quedarse dormida. Durmió durante todo el vuelo. Se despertó cuando el capitán de la nave anunciaba el aterrizaje en Roma. Europa, en aquel entonces, vivía una crisis causada por acciones terroristas.
Anteriormente, Katia había visto como nunca, en el Aeropuerto de Edimburgo, a los policías armados hasta los dientes.  
Ahora, Ella y Emilio, llegaban al Aeroporto di Roma-Ciampino. De allí se dirigirían al centro de la ciudad. Allí, en la calle, un policía amenazó a Emilio con el cañon de su metralleta. Su pecho sintió en golpe del metal. El uniformado lucía muy nervioso, sudaba; y gritaba, colérico, en italiano: ¡fermati o ti uccido! Y otras cosas que Emilio no lograba entender; pero el fierro en sus costillas le hizo comprender que le estaban amenazando de muerte. Katia también quedó sorprendida. A Emilio, por unos instantes, le invadió el pavor. Después, haciendo esfuerzo, sonrió a Katia que lucía los ojos más lindos, que podrían encontrarse, en ese escenario de terror.

En la estación de ferrocarril apareció un hombrecillo que, haciendo ademanes,  llamaba a Emilio con alegre insistencia: 'Emilio, Emilio', gritaba y volvía a gritar.

Emilio, sorprendido volteó a verlo, y en efecto; era a él a quien llamaba ese hombrecillo que se le acercaba haciendo graciosos ademanes. Emilio, ahora recordaba que lo había visto en una fiesta, en un piso de Morningside, en Edimburgo. El hombre era bajo de estatura, y llevaba el cabello untado de gomina. Bailaba poco, sin embargo, era conversador y sonreía, sonreía mucho. Teníamos una amiga en común. Él se había enamorado de ella. Había llegado a Edimburgo para declararle su amor. Emilio, vio pasar por su mente las imágenes de esa noche; recordaba a la fémina pero había olvidado su nombre.

Umberto, así se llamaba el hombrecillo, abrazaba a Emilio de manera efusiva. Emilio presentía que la joven escocesa, todavia vivía en la memoria de este italiano enamorado.

Emilio, entonces, recordó que había bailado con ella en esa fiesta. Esa vez se dijo: 'es una pareja dúctil, precisa, y moldeable a las exigencias del varón, en la pista de baile'. La mujer era de contextura media, pelo negro ensortijado. Más que escocesa parecía francesa, y esto también le correspondía a su ánimo festivo. Esa vez, había traído puesto un impresionante abrigo de visón. Todos la admiraban. Sus zapatos eran de charol. Todos la miraban. Entonces, pidió hacer un brindis. Todos alzaron sus copas, y al grito gaélico: 'Sláinte', sus ojos negros brillantes, se descubriría el abrigo para revelar su cuerpo desnudo, en una noche fría de invierno. Emilio quedaría desconcertado. La mujer se agenció un vestido negro elegante. Se dirigió al table de toilette y, luego de unos minutos salió para convertirse en la reina de la fiesta.

En la estación de ferrocarril, Katia permanecía al lado de Emilio. Ella había quedado perpleja al ver, aparecer como un rayo, a ese desconocido en el centro mismo de la estación. Se había sorprendido al verlo gritar, repetidas veces, el nombre de Emilio, lleno de emoción. Los grandes ojos  de Katia, alumbraron la escena de ese incidente. Ella era alta, esbelta, rubia, de  intensos ojos azules.  Atraía rapidamente, las miradas que le dirigían los 'latin lovers',  sin disimulo. Emilio, presintió, entonces, que este último percance: me refiero a la aparición intempestiva del 'enano', podría haber causado a Katia, después de tanto acecho ocular, un irrenunciable furor uterino, en el centro mismo de la estación ferroviaria.  

Al salir de la estación, por una puerta que conducía a una calle angosta, divisó algunos hoteles. Al mismo tiempo, Emilio se percató de un culo grande, blanco y brilloso.  Lo veía miccionar en el centro mismo de Roma, entre dos automóviles estacionados frente a la estación. Emilio se aturdió. Las nalgas de la fémina resplandecían, el ruido, ocasionado por las rueditas de mi maleta me hicieron reaccionar.
Ahora, buscaban el hotel que sabían que quedaba cerca. Al llegar a una esquina se encontraron, frente a frente, con el mismísimo Coliseo de Roma: el más grande de los que se construyeron durante el imperio romano. Allí, recordé a Sylvia, mi expareja. Con ella habíamos visitado la Arena de Verona, no tan grande como la de Roma, pero de similar belleza.

Encontraron el hotel. Allí tomaron una ducha y salieron nuevamente a caminar. Katia, vestía una falda blanca que le permitía lucir sus piernas largas, bien configuradas y carnosas. El calor de Roma arreciaba. Días alegres transcurrieron en esa ciudad. Un día, cuando disfrutaban de un paseo, por la Piazza Antonio Gramsci, Katia sintió que la miraban. En efecto, eran cuatro jóvenes que nos seguían a prudente distancia: silbaban, trataban de ganar su atención. El cabello rubio de Katia, animaba el ímpetus de los majaderos que, al no recibir señales de Katia, se alejaron del lugar de la misma forma habían llegado. 

En una ocasión, cenábamos en una trattoria. Nos atendía una pareja: la mujer cocinaba. El marido atendía las mesas. Después de ordenar la comida, Emilio y Katia, se percataron que la pareja sostenía una riña. Escucharon insultos mutuos en italiano: 'vaffanculo', 'cazzo', 'stronzo', 'palle', 'coglioni'. Katia comprobó, por los gestos de la pareja, que tenían una disputa pasional; pero del idioma, eso sí, no entendió ni michi.

A pesar de la gresca que se desarrollaba en el bistro, Katia y Emilio continuaron con la cena. Sin embargo, se mantenían alertas por si algún utensilio de cocina invadiera el espacio aéreo.
Katia, disfrutaba la lasaña de carne y, en el momento que alzaron sus copas para hacer un brindis, notaron que la discusión en la cocina había disminuido de tono. Voltearon para verlos y los vieron sellados en un beso.

El día anterior, Katia y Emilio, habían visitado la Basílica de San Pedro. Se tomaron fotos en la Fontana di Trevi. Por la noche, habían hecho el amor. Se habían reído mucho acordándose de un incidente ocurrido en una calle cercana al coliseo. Sucedió que, cuando cruzaban esa calle, el tráfico, en doble sentido, los obligó a esperar en el centro de la pista. Los conductores no les daban pase. Un viejo, en el mismo centro, apareció agitando su bastón en el aire, y llenando de improperios a los descorteses automovilistas. El espectáculo, la caricatura formada por la figura de este antiguo señor, produjó a Katia una interminable risa.  Definitivamente, Katia y Emilio, habían disfrutado de su estadía en Roma. Sin embargo, ella seguía pensando en aquella respuesta inadecuada, que había recibido de Emilio, al abordar el avión en Edimburgo. Al día siguiente, irían a Siena. Se alojarían en el hotel 'La Perla', muy cerca a la Piazza del Campo de Siena, lugar donde se desarrolla, anualmente, 'El Palio de Siena', gran espectáculo hípico de Italia.

Una mañana, en Siena, después de haber hecho el amor, ella se quedó dormida. Emilio, entonces, aprovechó para prepararle una sorpresa. En forma sigilosa abandonó la habitación, y se dirigió a una joyería. Quería comprarle una sortija. Adquirió una, un topacio amarillo, de exagerada dimensión. Katia parecía haber quedado complacida con la 'impresionante' alhaja. 

- ¡Extravagante! - pensó Emilio para sus adentros.

Corría el mes de junio de 2011. Año de variados acontecimientos políticos, económicos y naturales; que los diarios difundían en sus titulares. Ese año hubieron protestas en Europa. África pasaba por una crisis humanitaria. Japón se enfrentaba a la fuerza de la naturaleza. El calendario marcaba martes 21 de junio, día del Solsticio de Verano, acontecimiento que no solo se considera para un cambio climático, sino también para la renovación espiritual.

Amaneció martes, era un día para matar lo viejo, y dar paso a lo nuevo. Esa mañana regresaron a Escocia. En el avión no se realizaron preguntas. Al llegar a Edimburgo, en la estación de Waverley, tomaron el tren para Livingston. Llegando a casa, Katia tomó una siesta, y Emilio la contemplaba. En la tarde, durante la cena, Emilio le sirvió una copa de vino. Le sostuvo la mano suavemente y le preguntó: ¿Katia, amor mío, te casarías conmigo? Hubo silencio. Katia no respondió. Emilio se pasmó, quedó confundido. Katia, lo había dejado entender, había decidido dejarlo. Comprendió que todo cambio se logra, solamente, con fuego interior. El reloj marcaba las 7 horas y 16 minutos de la tarde. El solsticio de verano había comenzado.


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