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El bicho de Belhome


Por Guy de Maupassant.

La diligencia del Havre se disponía a salir de Criquetot, y en el patio del hotel del Comercio, cuyo propietario era Malandain hijo, todos los viajeros esperaban a que los llamasen por su nombre.

Era un carruaje amarillo, montado sobre ruedas amarillas también en otros tiempos, pero que el barro acumulado había teñido de gris; y si las de delante eran pequeñas, las de detrás eran altas y frágiles y sostenían, grotesco y abultado, algo que parecía el vientre de una bestia deforme. Tres pencos blancos, que a primera vista llamaban la atención por sus enormes cabezas y sus redondas rodillas, arrastraban la diligencia que, por su estructura, semejaba un monstruo. Y los caballos, enganchados al extraño vehículo, parecía que dormían.

Cesáreo Horlaville, el cochero, era un hombrecillo ventrudo y sin embargo flexible y ágil, a causa de la constante obligación de encaramarse al pescante y escalar el imperial; tenía la piel curtida por el aire de los campos, las lluvias y las borrascas; rojizo el rostro por el uso y tal vez el abuso del alcohol, brillantes los ojos que parpadeaban al viento y al granizo. Cuando apareció en el patio de la posada se secaba los labios con el reverso de la mano.

Grandes cestos redondos llenos de aves asustadas esperaban ante las inmóviles campesinas, y Cesáreo Horlaville, cogiéndolos uno a uno, los colocó en la parte alta de su carruaje; en seguida, y con más cuidado, colocó los que contenían huevos, lanzando después, desde abajo, algunos saquitos de grano y una serie de paquetes envueltos con pañuelos, trapos y periódicos. Luego, abriendo la portezuela, sacó del bolsillo una lista que leyó en voz alta:

—¡Señor Cura de Georgeville!

El sacerdote, hombre robusto, fuerte y de amable aspecto, avanzó; y recogiéndose la sotana como las mujeres se recogen la falda, montó en la diligencia.

—¿El maestro de Rollebose-les-Grinets?

Un hombre alto y delgado, vestido con una negra levita que le llegaba hasta las rodillas, avanzó tímidamente y a su vez desapareció por la portezuela abierta.

—¡Poiret: dos asientos!

Vino Poiret, alto y delgado, encorvado por el arado, enjuto por la abstinencia y con la piel seca por falta de lavarla. Su mujer le seguía, una mujer pequeñita y flaca que parecía una ternera cansada, y que, con las dos manos, sostenía un inmenso paraguas verde.

—¡Rabot, dos asientos!

Rabot, que era perplejo por temperamento, preguntó, «¿Es a mí a quién se llama?».

El cochero, al que de apodo llamaban «el Descarado», iba a contestar una atrocidad, cuando Rabot se lanzó hacia la portezuela empujando por delante a su mujer, una mocetona cuadrada cuyo redondo vientre parecía un barril y cuyas manazas recordaban las palas de las lavanderas.

Y Rabot se metió en la diligencia como las ratas entran en sus agujeros.

—¡Caniveau!

Un labrador gordo y pesado como un buey, hizo crujir los resortes y se metió en el amarillento carruaje.

—¡Belhomme!

Y éste, alto y delgado, se acercó con el cuello torcido, doliente el rostro, y con un pañuelo aplicado al oído como si un violento dolor de muelas le atormentase.

Todos, por encima de las antiguas y singulares vestiduras de paño negro o verdoso, vestiduras de etiqueta que lucían por las calles de El Havre, llevaban largas blusas azules; y en la cabeza ostentaban gorras de seda, altas como torres, que en el campo normando suponen elegancia suprema.

Cesáreo Horlaville cerró la portezuela y, encaramándose luego en el pescante, hizo chasquear el látigo.

Los tres caballos parecieron despertar. Agitando el cuello hicieron oír el vago murmullo de los cascabeles. Con toda la fuerza de sus pulmones, el cochero empezó a gritar al tiempo que azotaba fuertemente a las bestias, que se agitaron, hicieron un esfuerzo, y arrancaron al trote corto, arrastrando a la diligencia que los baches sacudían, armando un sorprendente ruido de hierro viejo y cristales mientras, en el interior, los viajeros alineados en las dos filas de asientos se veían zarandeados de lo lindo.

En un principio, y por respeto al cura, todos callaban, pero como él era de temperamento expansivo y familiar, fue el primero en romper el silencio.

—Y bien, amigo Caniveau —dijo—. ¿Las cosas marchan bien?

El enorme campesino, que se sentía unido al eclesiástico por cierta simpatía de porte, barriga y gordura, contestó sonriendo:

—Así así, señor cura; ¿y usted?

—¡Oh! Yo, siempre igual.

—¿Y usted, Poiret?

—Todo iría a pedir de boca si no fuesen las colzas que este año no producirán casi nada; y como únicamente se encuentra beneficio en eso…

—Qué quiere usted, los tiempos son duros.

—Vaya si lo son —afirmó con voz de gendarme la mujer de Rabot.

Como vivía en una aldea vecina, el cura no la conocía más que de nombre.

—¿Es usted la Blondel? —preguntó el sacerdote.

—Yo soy, para servir a usted.

Rabot, tímido y satisfecho, saludó sonriendo, inclinando exageradamente la cabeza hacia delante como si quisiese decir: «y yo soy Rabot, el que se casó con la Blondel».

De pronto, Belhomme, que seguía con el pañuelo aplicado a la oreja, empezó a gemir de modo lamentable. Y golpeando el suelo de la diligencia con el pie, decía ñau, ñau, expresando así su espantoso sufrimiento.

—¿Le duelen a usted las muelas? —preguntó el cura.

El labrador, dejando de quejarse un instante, respondió:

—No, señor cura; no son las muelas, es el oído, en el fondo del oído…

—¿Y qué es lo que tiene en el oído? ¿Un tumor?

—No sé si es un tumor, pero sé que es un Bicho, un bicho muy grande que se me metió dentro cuando dormía en el granero…

—¡Un bicho! ¿Está usted seguro?

—¿Si estoy seguro? Como del Paraíso, señor cura, pues me roe el fondo del oído. Y se me comerá la cabeza, se me comerá la cabeza… ¡Ah!… ñau, ñau —y empezó de nuevo a patear. Todos escuchaban profundamente interesados.

Y cada uno daba su opinión. Poiret pretendía que debía de ser una araña, el maestro una oruga, pues en el Orne, en Champemuret, donde había estado seis años, ocurrió un caso parecido, y la oruga, que había entrado por el oído, salió por la nariz, pero el hombre se quedó sordo porque el bicho le taladró el tímpano.

—Eso debe de ser un gusano —afirmó el cura.

Belhomme, con la cabeza inclinada y apoyado el codo en la portezuela, pues era el último que había subido, seguía gimiendo:

—¡Oh! ñau, ñau, ñau… yo juraría que es una hormiga, una hormiga muy grande… me muerde horriblemente. Mire usted, señor cura… ¡Oh! ñau, ñau, ñau… es tremendo…

—¿Ha visto al médico? —preguntó Caniveau.

—No.

—¿Y por qué?

El temor al médico pareció curar a Belhomme quien, sin quitarse el pañuelo de la oreja, se irguió.

—¡Por qué, por qué! ¿Crees que tengo el dinero para dárselo a ese gandul? Hubiera venido una vez, dos, tres, cuatro, cinco… y hubiera tenido que darle dos escudos de a veinte, lo menos dos escudos de a veinte; y dime, ¿qué me hubiera hecho ese gandul, qué me hubiera hecho? ¿Lo sabes?

Caniveau se reía.

—No, no lo sé, pero ¿adónde vas así?

—A El Havre, a ver a Chambrelán.

—¿Qué Chambrelán?

—El curandero.

—¿El curandero?

—Sí, el curandero que sanó a mi padre.

—¿A tu padre?

—Sí, hace mucho tiempo.

—¿Y qué tenía tu padre?

—Pues un aire en la espalda que no le dejaba moverse.

—Y ¿qué le hizo Chambrelán?

—Pues le amasó la espalda con las dos manos como quien amasa pan, y todo pasó en dos horas.

Belhomme creía que Chambrelán había pronunciado algunas palabras extrañas, pero delante del cura no se atrevió a decirlo.

Riendo, Caniveau repuso:

—Lo que tienes en el oído debe de ser un conejo que ha tomado ese agujero por su madriguera. Espera, voy a hacerle salir.

Y Caniveau, colocándose las manos junto a la boca a manera de bocina, empezó a imitar los ladridos de los perros de caza. Y al oírle, todos se echaron a reír, incluso el maestro que nunca se reía.

Pero como Belhomme parecía enfadarse y tomar a mal la broma, el cura, dirigiéndose a la mujer de Rabot, cambió la conversación.

—¿Tienen ustedes mucha familia? —preguntó.

—¡Oh! Sí, señor cura, y se sufre mucho para criarla.

Rabot inclinó la cabeza como queriendo decir: «¡Oh! sí, y se sufre mucho para criarla».

—¿Cuántos hijos?

—Dieciséis, señor cura, dieciséis…

Rabot se puso a reír y saludó. Tenía dieciséis hijos, y ¡qué diablo! estaba orgulloso.

Pero Belhomme renovó sus gemidos.

—¡Oh! ¡ñau ñau…! ¡cómo muerde, cómo muerde!…

La diligencia se detuvo ante el café de Polito y el cura dijo:

—Si se echase un poco de agua en la oreja, tal vez se le haría salir. ¿Quiere que probemos?

—¡Ya lo creo que quiero!

Y todos bajaron para asistir a la operación.

El sacerdote pidió una jofaina, una toalla y un vaso de agua, y recomendó al maestro que mantuviese inclinada la cabeza del paciente, y que cuando el líquido hubiese penetrado en el orificio, la volviese bruscamente.

Pero Caniveau, que miraba la oreja de Belhomme para ver a simple vista si distinguía el bicho, exclamó:

—¡Demonio, vaya una pasta! Hay que destapar esto pues con tanta confitura el conejo no puede salir, Se le pegarían las patas.

El cura examinó a su vez el conducto y lo encontró demasiado estrecho y demasiado obstruido para que el bicho saliese. Entonces el maestro, con una cañita y un poco de algodón en rama despejó el camino, y, en medio de la ansiedad general, el sacerdote vertió medio vaso de agua que corrió por la cara, el pelo y el cuello de Belhomme. El maestro hizo girar rápidamente la cabeza, como si hubiese querido destornillarla, y en la blanca vasija cayeron algunas gotas. Todos los viajeros se precipitaron, mas no había salido ningún bicho.

Con todo Belhomme declaró: «Ya no siento nada», y el cura dijo solemnemente: «¡Claro está! ¡Como que se habrá ahogado!». Y con general contento volvieron a meterse en la diligencia.

Mas apenas se habían vuelto a poner en marcha cuando Belhomme dio un grito terrible. El bicho había despertado y le mordía furiosamente, afirmando que se le había metido en la cabeza y le estaba devorando los sesos. Chillaba tanto y hacía contorsiones tan raras, que la mujer de Poiret, creyéndole poseído por el diablo, empezó a llorar y a hacer la señal de la cruz. El dolor del enfermo se calmó un poco y contó que el bicho se paseaba por el interior del oído. Con el dedo imitaba sus movimientos y parecía que le veía y le seguía con la mirada.

«Ahora sube, ahora sube… ñau, ñau… ¡qué horror!».

Caniveau se impacientaba: «El agua enfurece al bicho ese, prueba de que está acostumbrado al vino».

Y como todos rieron, repuso: «Cuando lleguemos al café de Bourbeaux, dale un poco de aguardiente triple y te juro que no se moverá más».

Pero el dolor era tan fuerte que Belhomme no podía soportarlo y empezó a chillar como si le arrancasen el alma. El cura se vio obligado a sostenerle la cabeza, y rogaron a Cesáreo Horlaville que se detuviese en cuanto encontrase una casa.
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Así lo hizo frente a una alquería que se alzaba junto al camino, y allí transportaron a Belhomme al que extendieron sobre la mesa de la cocina para reanudar la operación. Caniveau insistía en que se mezclase aguardiente al agua a fin de dormir al bicho matándolo tal vez, pero el cura prefirió el vinagre.

Esta vez vertieron el líquido gota a gota, con objeto de que penetrase hasta el fondo, y luego lo dejaron algunos minutos en el órgano habitado.

Una jofaina estaba preparada también, y el cura y Caniveau, esos dos colosos, volvieron a Belhomme, mientras el maestro daba golpecitos en el lado sano a fin de que el otro se vaciase completamente.

El mismo Cesáreo Horlaville, con el látigo en la mano, había entrado para presenciar la operación.

Y de pronto advirtieron un puntito negro, no más grande que una semilla de cebolla, en el fondo de la jofaina. Y sin embargo se movía. ¡Era una pulga! Primero se oyeron gritos de asombro y luego sonoras carcajadas… ¡Una pulga! Valiente cosa… Caniveau se daba tremendas manotadas en los muslos, el cochero hacía chasquear el látigo, el cura reventaba, abriendo las quijadas como cuando los asnos rebuznan, el maestro como cuando se estornuda, y las mujeres daban gritos de alegría muy parecidos al cacareo de las gallinas.

Belhomme, sentado en la mesa y con la jofaina en las rodillas, contemplaba atentamente, y con justa cólera, al menudo bicho que se agitaba en la gota de agua.

Y diciendo: «Maldito seas», lo escupió.

El cochero, loco de alegría, no hacía más que repetir:

«Era una pulga, una pulga… maldita pulga».

Y luego, cuando se hubo calmado un poco, exclamó:

«Vamos, en marcha, que ya hemos perdido bastante tiempo».

Y los viajeros, sin dejar de reír, se dirigieron hacia la diligencia.

Belhomme, que había llegado el último, dijo que no continuaba el viaje y que se volvía a Criquetot porque ya no tenía nada que hacer en El Havre.

El cochero repuso:

—Haz lo que quieras pero paga tu asiento.

—Como no he pasado de la mitad del camino, no debo más que la mitad.

—Lo debes todo porque lo tomaste hasta El Havre.

Y empezó una discusión que no tardó en convertirse en furiosa querella. Belhomme juraba que no daría más que un franco, y Cesáreo Horlaville afirmaba que cobraría dos.

Caniveau se apeó.

—Ante todo, debes dos francos al cura, ¿oyes? y luego una ronda para todos, lo que asciende a dos francos setenta y cinco, y además darás un franco a Cesáreo. ¿Hace, descarado?

El cochero, encantado de que Belhonme se viese obligado a desembolsar tres francos setenta y cinco, contestó: «Aceptado».

—Entonces paga.

—No pagaré: el cura no es médico…

—Si no pagas, te meto en el coche de Cesáreo y con nosotros vienes hasta El Havre.

Y el coloso, cogiendo a Belhomme por la cintura, lo levantó como hubiera podido levantar a un niño.

El otro se convenció de que era preciso ceder, y, sacando la bolsa, pagó.

La diligencia se puso de nuevo en marcha dirigiéndose a El Havre mientras Belhomme volvía a Criquetot; y los viajeros, que parecían haber enmudecido, contemplaron en la blanca carretera la blusa azul del labrador que sobre sus largas piernas se balanceaba.


Estilo literario

Maupassant está considerado uno de los más importantes escritores de la escuela naturalista, cuyo máximo pontífice fue Émile Zola, aunque a él nunca le gustó que se le atribuyese tal militancia. Es cierto que fue un fotógrafo de su tiempo y su doctrina literaria está recogida en el prólogo que escribió para su novela Pierre et Jean, donde escribió: «La menor cosa tiene algo de desconocido. Encontrémoslo. Para descubrir un fuego que arde y un árbol en una llanura, permanezcamos frente a ese fuego y a ese árbol hasta que no se parezcan, para nosotros, a ningún otro árbol ni a ningún otro fuego». Para el historiador Rafael Llopis, Maupassant, perdido en la segunda mitad del siglo XIX, se encontraba muy lejano ya del furor del Romanticismo, fue «una figura singular, casual y solitaria».

Su prosa tiene la virtud de ser sencilla pero directa, sin artificios. Sus historias, variopintas, transmiten con una fidelidad absoluta la sociedad de su época. Pero lo que más lo caracteriza es lo impersonal de su narración; jamás se involucra en la historia y se manifiesta como un ser omnisciente que se limita a describir detalladamente sus observaciones. No en vano, está considerado como uno de los mayores cuentistas de la historia de la literatura. En los últimos años de su vida, e influenciado por el éxito de Paul Bourget, abandonó el relato de costumbres o realista, para experimentar con la novela psicológica, con la que tuvo bastante éxito. Es en esta etapa donde abandona su visión impersonal para profundizar más en el alma atormentada de sus personajes, probablemente un reflejo del tormento que sufría la suya. Siempre padeciendo grandes migrañas, abusó del consumo de drogas, como la cocaína y el éter, que potenciaban más su talento natural y le proporcionaban estados alterados de conciencia que lo hacían sufrir alucinaciones y otras visiones que a la postre condicionarían su narrativa fantástica o de terror.

Fue tanta la influencia que ejerció sobre otros autores que llegó a ser uno de los más plagiados. Era admirado por Chéjov, León Tolstói, Horacio Quiroga y un largo etcétera. Pero sin duda, el autor que más lo plagió fue el italiano Gabriele D’Annunzio. En su antología de narraciones Cuentos del río Pescara podemos encontrar historias y pasajes copiados literalmente de algunos cuentos de Maupassant. Otro de los que plagió al autor francés fue Valle Inclán, en su primer libro Femeninas,​ donde en el relato Octavia Santino reproduce fielmente la escena final de la novela Fort comme la mort.


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