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Mi árbol de capulí

 Por Wilson Izquierdo Gonzáles


Wilson Izquierdo Gonzáles

Según las coplas del carnaval de Cajamarca, que es una de sus fiestas que han logrado caracterizarla muy bien a nivel de todo el Perú, Namora es la tierra del capulí, porque allí, esta brillante, negrita y sabrosa fruta… se da por "empuzadas" o, a montones. Las coplas también reseñan que Matara produce, igualmente, los alfajores más dulces de todo el valle cajamarquino y que en San Marcos, en cambio, se dan las naranjas.

Sin embargo, en Cajamarca hay tantos o más árboles de capulí que en Namora, sobre todo por Huacariz, donde acostumbraba ir a darme grandes empanzadas de esa fruta cuando era niño, en compañía de mi primo y compañero de andanzas: Alejandro Caro Aliaga, que era quien conocía como la palma de su mano todos esos territorios, especialmente, aquellos lugares medio escondidos donde podíamos ir a comer capulíes a discreción y sin preocupaciones.
Obviamente, nunca pedíamos permiso a sus dueños para hacer aquello, sólo nos asegurábamos de que no nos sorprendieran trepados a los árboles de capulí, en los que había que competir la comida con los indios pishgos, los zorzales y los huanchacos. El capulí es un árbol de madera compacta, dura, aguantadora y resistente hasta lo inimaginable, diferente al sauco, cuyas ramas son quebradizas y endebles pero que, en forma similar a aquel, produce unos racimos de frutas parecidas a las uvas iqueñas, con las que compite en sabor y dulzura, aunque con un gustito muy peculiar y característico .
Uno de esos días en que encontramos un árbol de capulí, gigantesco y descomunal, lo suficientemente alejado de la casa de sus dueños para que no se percaten de nuestra presencia, nos trepamos a él como verdaderos monos, pero cuando estuvimos encaramados en sus ramas, los perros nos olfatearon y vinieron corriendo hasta nosotros, profiriendo bulliciosos ladridos para alertar a sus amos que había intrusos en el capulí. Con suerte, nadie les hizo caso, presumiblemente porque estarían muy ocupados en sus quehaceres, por lo que nosotros sólo tuvimos que esperar un buen rato para que los perros se aburran y regresen a su casa, lo que aprovechamos para largarnos de allí y poner pies en polvorosa.
Otro día en cambio, fueron las Abejas las que nos hicieron correr como alma que lleva el diablo. No nos dimos cuenta que en una de las ramas de un capulí cargado de fruta, habían hecho su panal un grupo de abejas disidentes que, junto con su nueva reina, habían huido de su panal de origen para acompañarla hasta allí. Mi primo Alejandro sin darse cuenta, movió la rama donde estaba el nuevo panal y las abejas salieron de él dispuestas a acabar con los intrusos. Nos picaron las abejas en casi todas las partes descubiertas de ropa de nuestro cuerpo y nos llenaron de chichones, convirtiendo a nuestras caras y cabezas, ni más ni menos que como chirimoyas. Como consuelo de todo eso, Alejandro me dijo:
— No te preocupes Alfredo, la picadura de las abejas es un remedio eficaz para la artritis. Mi tía Carucha —su tía se llamaba Carolina— se cura la artritis haciendo que sus abejas le piquen en sus dedos, sus rodillas y hasta en sus codos. Dice que después le desaparece por un tiempo el dolor de sus articulaciones.
Pero ese sí que era un árbol de capulí pródigo y generoso. Se cargaba tanto de las rojinegras frutas que producía, que sus ramas se agachaban hasta el suelo, en ademán de recoger no sé qué cosa. Sobre esa particular característica de prodigalidad, estaba en un sitio que nadie se preocupaba de vigilar, por lo que allí en ese árbol estábamos a nuestras anchas. Casi nos sentíamos dueños de él. Con el tiempo, nos acostumbramos a convivir en paz con las abejas y ellas, como cuidábamos de no removerlas jamás, nos consideraron algo así como sus huéspedes y ronroneaban con sus alitas de celofán por nuestro derredor y luego se iban a buscar su miel.
Los únicos que merodeaban por los alrededores y revoloteaban inquietos como diciéndonos: “a qué hora se van para que sea nuestro turno”, eran no menos de tres zorzales brillantes de negrura, unos tres huanchacos de pechos colorados y no sé cuantos indios pishgos que se hacían los que no nos veían y se aventuraban a posarse en las ramas de nuestro capulí, para coger en sus piquitos alguno de sus frutos y luego salir volando otra vez para alejarse de nosotros y comer allí “lo que nos acaban de robar”.
Ése hermoso árbol de capulí ya no está más allí para brindarnos pródigamente sus frutos. Algún carnavalero lo compró a sus dueños para convertirlo en unsha. Igualmente han desaparecido de ese lugar, muchos otros árboles de capulí que, a ese paso, parece que se extinguirán para siempre en la campiña cajamarquina.


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