Como cada mañana, el capitán Moctaur había subido a la torre de control. Siguiendo la costumbre de años, lo hizo por la escalera exterior, ascendiendo hasta lo más alto para terminar acodándose en la barandilla del piso superior, a contemplar ociosamente el bosque claro, las arboledas dispersas y los herbazales acariciados por la brisa, más allá de la descuidada pista del astropuerto. En