Léeme el tarot.
Te pedí intempestivo.
Lentamente ascendimos la torre
y en cada peldaño extraías una carta
que yo iba dejando caer como migas de pan
por si acaso mi estrella extraviaba
en tu sacerdotisa.
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Dejamos el mundo como un ermitaño
contiguo a la puerta.
Dispersamos la ropa y dos cartas siniestras.
Otras más sobre el diablo.
Y la última,
aquella que templa en sol el destino,
la vio atravesar la ventana sin antes mirar
lo que luego el espejo escribiera
en su diario plateado
haber visto desnudos
a los enamorados.