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El sacristán cantor


En un pueblo muy lejano, aunque no lo suficiente como para ser tan desconocido como todos pudiéramos pensar, se hizo muy popular en los primeros años del siglo XX una pequeña historia por causa de un sacristán que se preciaba de poseer una magnífica voz y se jactaba además de que, en diez leguas a la redonda, no se encontraba aficionado ni profesional alguno que, puesto en el coro, le pudiera hacer sombra en el arte de cantar. Tan seguro estaba de sí mismo que los días festivos se vestía con sus mejores galas dándose la importancia de un maestro de capilla, y situado detrás del facistol se hacía la cara ojos para observar el efecto que en los concurrentes producía la emisión de las notas musicales a través de su Canto privilegiado.
Sin otro remedio por su parte, los sufridos parroquianos aguantaban estoicamente los efectos de aquella estridente voz, que taladraba sin misericordia los oídos a quienes no se atrevían a tapárselos disimuladamente. Sin embargo, había una señora de edad indefinida aunque bastante mayor en apariencia, viuda y muy devota, que levantaba las manos y los ojos al cielo y daba señales inequívocas de la profunda impresión que le causaba el canto del sacristán. Éste, que como ya se puede deducir por lo que se ha explicado, estaba muy pagado de sí mismo y no era insensible a las glorias terrenales, sino todo lo contrario, conmovido con aquellas muestras evidentes de aprobación, decidió esperar a la buena mujer en el pórtico de la iglesia para darle las gracias al finalizar la misa.
Todos los vecinos fueron saliendo escopetados del templo, evitando al sacristán de manera evidente a pesar de la sonrisa de oreja a oreja que este les dedicaba, hasta que en último lugar, con breves e inseguros pasos, apareció la beatífica dama motivo de su espera.
―Doña Micaela ―le dijo―, estoy muy orgulloso de que mi canto cause en usted tan profunda impresión, hasta el punto que le obliga a levantar a cada instante las manos y los ojos al cielo, como si lo agradeciera al Señor. ¿No es así?
Sí, así es ―respondió ella.
¡Ah! ¿De veras? ―habló muy complacido―. ¿Es entonces la dulzura y la flexibilidad de mi canto lo que le conmueve?
Sí, señor.
¡Ah! Gracias, gracias…
Yo le diré a usted ―sentenció finalmente doña Micaela: no hay nada que agradecer, porque cuando alzo las manos y los ojos al cielo es porque me acuerdo de mi pobre rucio, aquel asno sin ventura que se murió el año pasado; y cuando canta usted me parece que lo estoy oyendo rebuznar en la cuadra, con aquella voz poderosa que volvió sordos a la mitad de los vecinos…
Y la anciana siguió caminando, lentamente, mientras se quitaba su velo negro y primorosamente bordado de la cabeza y lo pasaba a la otra mano junto al misal.
Dicen las crónicas de aquella época que el sacristán no volvió a cantar y originó con ello este chascarrillo.

© Juan Manuel Lado Castro (Foto)


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