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El viaje de mi vida

   

   Un par de meses antes de mis vacaciones, mi amigo Pepe, que trabaja en una agencia de viajes, me dio el soplo: un circuito de trece días, todo incluido y a muy bajo precio, a la jungla y playas de Costa Rica. ¡El Viaje de mi vida!
  Se lo comenté a Claudia, mi mujer, que también estuvo encantada y lo contraté rápidamente porque las plazas estaban contadísimas.
   Al día siguiente, Claudia llamó a Pepe, a traición, e incluyó en el viaje a Fidelina, mi suegra ―sola, viuda y desamparada desde hacía una década―, evitando consultarlo conmigo porque sabía lo que le iba a decir, claro. El disgusto que me llevé fue grande y estuve a punto de anular, pero las consecuencias podían ser muy desagradables y no estaba preparado para asumirlas en esos días de holganza esperada y merecida. Ya se me ocurriría algo para que Fidelina no nos acompañara.
   Con la excusa de que se pusiera en buena forma física para afrontar el viaje con garantías ―mi intención, por el contrario, era provocarle alguna leve sobrecarga o torcedura―, intenté convencer a Fidelina para que me acompañara al gimnasio todos los días. Me dijo que ni hablar, que ya no estaba para esos menesteres, y no dio su brazo a torcer por mucho que le insistí. Claudia, cuando se enteró, me tachó directamente de psicópata.
   A poco de la partida se me ocurrió darles una “sorpresa”. Me documenté en Google y preparé con la peor intención “para que se fueran habituando”, una cena con el plato típico de Costa Rica: el gallo pinto. Estaba compuesto por arroz blanco, frijoles, chile, culantro, salsa Worcestershire, huevos, salchichas…,  es decir, una bomba garantizada para el delicado estómago de Fidelina. Las pobres me agradecieron el “detalle” ―¡qué simpático eres cuando te lo propones, Arturo!― y se lo comieron como si se tratara de una paella, o sea, como si nada y sin ninguna consecuencia. Yo, por el contrario, a pesar de que me había blindado con un protector de estómago, estuve varios días con diarrea, dolor abdominal y flatulencias.
   Dos días antes del viaje, mientras Claudia iba al dentista, convencí a Fidelina para llevarla al pueblo a que se despidiera de su hermana, con la que estaba muy unida. Una vez allí las dejé a solas para que hablaran de sus cosas, cogí el coche y regresé a casa.
   Le dije a Claudia que su madre había insistido con inusitada insistencia en quedarse y que no me había quedado otra que volver sin ella, pero no me creyó. Llamó al alcalde, que era su mejor amigo de la infancia, y a las dos horas teníamos al alcalde y a Fidelina con nosotros, dicharachera y simpática como nunca la había visto. Evidentemente ―ese día comencé a tenerlo claro―, el alcalde era el esposo que la buena mujer había querido siempre para su hija, porque a mí nunca me dedicó semejantes carantoñas, ni me había manifestado la más mínima consideración de afecto.
   A partir de estos acontecimientos, Claudia me marcó al milímetro. Ella me conocía lo suficiente para saber que volvería al ataque, pero no me quitó ojo y al final tuve que desistir y afrontar que mi suegra sería nuestra acompañante obligada. La noche previa al viaje, con las maletas preparadas y todo lo necesario a punto, cenamos frugalmente y nos acostamos temprano, pues a las siete de la mañana estábamos citados para facturar en el aeropuerto y embarcábamos a las nueve.
   Me desperté a mediodía por los lametones de Pluto reclamando su comida, completamente atontado a pesar de las horas dormidas. Al echar un vistazo a mi alrededor no había nada ni nadie, tan solo mi maleta en el mismo rincón que la dejé. ¡Fidelina y Claudia habían desaparecido! En la cocina encontré abierto un frasco de tranquilizantes y al lado una nota con la inconfundible letra de mi media naranja y un emoticono casero con guiño y sonrisa:
   “Que te diviertas, cariño, pensaremos en ti. No te olvides de sacar a Pluto de paseo y de darle su comida”.

© AJ Hége (Foto)


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