Get Even More Visitors To Your Blog, Upgrade To A Business Listing >>

UNA HISTORIA FELIZ




 Vivíamos felices en el pueblo de la familia de mi mujer, un lugar con menos de doscientos habitantes pero con todos los servicios que son precisos para hacer la vida más cómoda. Había tienda-bar, peluquero, cura y farmacia ¿Quién puede necesitar más?.

Nos trasladamos allí cuando se jubiló Marta. Había heredado la casa de los padres, un caserón de cuatro habitaciones con tejado a dos aguas y antigua cuadra en el bajo, que adapté como estudio y taller de bricolaje. Todo iba bien, hasta que Marta empezó a tener fuertes dolores en la barriga.

Y creo que es el momento de hablarles de Marta. Llevábamos casados cuarenta y dos años. Cuando la conocí acababa de salir de una relación tóxica y era una chica triste e insegura, que fue lo que más me atrajo de ella. Yo trabajaba ya de administrativo en el Hospital Central y ella acababa de aprobar unas oposiciones para Hacienda y estaba tan deprimida que dudaba de aceptar la plaza.

Al principio cuando hacíamos el amor, yo siempre temía que estuviera pensando o me comparase con aquel amor que había dejado atrás y eso hacía que nuestras relaciones fueran más intensas, porque la falta de seguridad es un acicate para la pasión.

Fui yo quien la convenció de que tenía que aceptar aquella plaza de funcionaria y quien le devolvió la estabilidad y la gana de vivir. Y empezó a cambiar, a sentirse una mujer segura de si misma y se convirtió en la persona nerviosa, activa y un poco dominante que fue el resto de su vida. Yo echaba de menos a la chica cobarde y tímida que había conocido.

Pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás, estaba emocionalmente ligado a ella y así fueron pasando los meses de convivencia y decidimos o quizá debería decidir que decidió ella que nos casáramos. Una mañana me dijo que hacía dos meses que no le venía la regla, así que compramos un test de embarazo y le salió positivo. Yo no tenía muchas ganas de casarme, estaba bien así, pero pensando en el hijo que íbamos a tener, accedí a hacerlo.

Lo comunicamos a la familia y los amigos, mandamos las invitaciones y reservamos plaza en el ayuntamiento para el día que entraba el verano. Una semana antes despertó con dolores en el bajo vientre, lloraba de dolor y al cabo de un rato fue al baño y me dijo al salir que ya no íbamos a ser padres. No supimos si había sido un aborto espontaneo o una regla retrasada, pero ya teníamos todo listo así que nos casamos el día que entró el verano del año 1979.

Nunca volvió a quedarse embarazada aunque no tomamos ninguna precaución para evitarlo. Ella se entregaba a su trabajo y por las tardes a sus aficiones, el yoga y la cocina japonesa. Siempre pensé que era una afición extraña la de la cocina japonesa pero resultaba inofensiva y eso me dejaba a mi tiempo libre para escuchar música medieval y escribir cuentos góticos. Hasta la hora de cenar nos dedicábamos cada uno a nuestras aficiones y después de recoger la cocina entre los dos, nos sentábamos a ver la televisión. Al principio dos o tres veces por semana hacíamos el amor, pero con el paso de los años la cadencia pasó a ser sucesivamente de una vez a la semana, una vez cada quince días y al llegar a la jubilación no pasaba nunca de una vez al mes. Pero no necesitábamos más, yo no echaba nada de menos en aquella vida tranquila y ordenada.

Por mi parte, me gustaba mi trabajo. Aunque era administrativo en el Hospital, me gustaba involucrarme en los aspectos sanitarios, tenía buena relación con la mayoría del cuerpo médico y hasta solía, con cualquier pretexto, hacer visitas a los enfermos y tratar de darles ánimos, sobre todo a aquellos que estaban más solos, que resultaban más dependientes por falta de atención de sus familiares o amigos o simplemente por no tener familiares cercanos.

Siempre tuve un carácter protector, me gustaba ejercer de cuidador de aquellos que aparentaban estar desvalidos y no me importaba pasar una o dos horas después de mi trabajo haciendo compañía y dando ánimos a los enfermos que veía más tristes.

Si Marta hubiera seguido siendo la persona triste e insegura que había conocido, no podría haber dedicado este tiempo a los desvalidos, pero Marta ahora no me necesitaba y en todo caso era ella la que a veces me consolaba a mi si me veía triste y no al revés. Yo echaba de menos a la Marta triste que había conocido, pero a nuestra manera éramos felices. No echábamos nada de menos.

Mi mujer solo tenía un punto débil, que por otra parte para mi constituía su mejor cualidad. Era hipocondríaca, cualquier molestia, cualquier dolor la hacían meterse en si misma y ese era mi momento de cuidarla y conseguir que saliera de su estado depresivo. Por desgracia, tenía una excelente salud.

Me jubilé aun año antes que Marta y fue uno de los mejores años de nuestra vida. Por primera vez comíamos juntos todos los días, después empezamos a retozar con más asiduidad, dos o tres veces al mes aunque la tarde la dedicábamos cada uno a nuestras cosas.

Cuando se jubiló ella empezaron las tensiones. Todo el día juntos, ella dominante y yo protector. Ninguno de los dos estábamos a gusto y el piso de sesenta metros cuadrados, aunque siempre había sido suficiente para nosotros, empezó a ahogarnos. Teníamos una sensación de opresión como si las paredes se hubieran achicado.

Un día nos avisó un vecino del pueblo que la madre de Marta se encontraba mal. Vivía sola, el marido había fallecido de un ataque al corazón hacía cuatro años, pero no tenía ningún problema de salud que conociéramos. Salimos inmediatamente hacia el pueblo, cuando llegamos ya había muerto.

Marta, al igual que yo, era hija única, así que el caserón, que siempre estuvo bien cuidado y conservado por los padres pasó a ser de nuestra propiedad. En realidad era propiedad suya, pero pronto nos dimos cuenta que nos sentíamos a gusto en el pueblo, la gente era sencilla y afable, la casa era más grande, el aire más puro. Empezamos a pasar temporadas cada vez más largas allí y después de acondicionar la antigua cuadra nos trasladamos definitivamente. Era una vida tranquila, Marta tenía un cuarto para hacer yoga y una enorme cocina donde experimentar con la cocina japonesa y el comedor con una mesa para doce comensales fue testigo de las reuniones en las que invitábamos a los vecinos a probar las delicias culinarias de Marta.

Yo tenía en la antigua cuadra un buen equipo de música y una colección enorme de música medieval además de una pequeña biblioteca donde me encerraba a escribir mis cuentos que nadie leía, pero a mí me gustaba escribirlos. Y cuando cansaba de esta actividad, salía a caminar por el pueblo o iba al bar tienda a tomar un vaso de vino con los paisanos mayores, que me contaban sus historias, contentos de tener alguien que los escuchara.

A veces soñaba que Marta estaba enferma y yo la cuidaba, le hacía la comida, la bañaba y hasta le limpiaba el culo cuando iba al váter, porque ella no se podía mover. Cuando se lo contaba por la mañana se reía y me decía que estaba muy sana y que seguramente sería a ella a la que le tocaría cuidarme, porque yo era un año mayor. A mi no me gustaban estos comentarios.

Fue aquel verano cuando empezó a tener molestias gástricas. Al principio no le dio importancia, una digestión mal hecha, pensaba. Pero empezaron a repetirse con frecuencia y la hipocondría hizo acto de presencia. Y con la hipocondría la ansiedad, la falta de apetito y un adelgazamiento que la preocupaba y angustiaba cada día más. Yo procuraba consolarla, cocinaba con mimo para que el olor de la comida no le quitase la gana de ingerir alimentos y la sacaba a pasear.

En el mes de Septiembre, viendo el cariz que tomaban las cosas, llamé al doctor Álvarez, disgestólogo del Hospital, con el que tenía una buena relación. Bajamos a la capital, después de varios años volví de nuevo al Hospital. Y me di cuenta de que lo echaba de menos.

El doctor Álvarez nos atendió muy bien, le hizo varias pruebas y trató de tranquilizarla. Viendo que estaba deprimida, le recetó una medicación antidepresiva y nos dio cita para la semana siguiente, en la que ya tendría los resultados de las pruebas.

Marta estaba convencida de que tenía un tumor, cada día estaba más segura de ello y cada vez tenía más miedo, mayor ansiedad y mayor dependencia de mis cuidados. Yo me sentía feliz de poder ayudarla.

Fue una semana maravillosa en la que me desviví tratando de hacer que se sintiera mejor, la distraía con mis ocurrencias y la llevaba a pasear por el pueblo y hasta acompañándola a la iglesia, nosotros que nunca íbamos a la iglesia si no era para el funeral de un conocido. Y aún entonces, solíamos quedarnos a la puerta.

La víspera de ir a buscar los resultados estaba muy nerviosa, no podía dormir, temblaba como una hoja presintiendo lo peor y le di doble dosis del tranquilizante. Ya casi de madrugada se durmió. Decidí ir yo solo a por los resultados y le dejé una nota diciendo que estuviera tranquila, que todo saldría bien.

El doctor Álvarez me recibió sonriente y me preguntó por mi mujer. Le conté que se encontraba muy nerviosa y que por eso había venido yo solo a buscar los resultados.

  • Dile que puede estar tranquila. Los problemas estomacales son debidos a gases, nada importante aunque puede resultar molesto.

  • Y hasta maloliente – me guiñó un ojo, tratando de hacerme sonreír.

  • ¿Y la pérdida de peso?

  • Eso, junto con el nerviosismo, es debido a un problema de tiroides que descubrimos en la analítica. Te voy a dar una medicación que tendremos que ir ajustando con el paso del tiempo. De momento seguro que seguirá adelgazando, pero dile que no se preocupe, que con el tiempo se regulará. Y te voy a derivar al doctor González, que es especialista en tiroides.

  • Y dile que siga una dieta menos intensiva en verduras y legumbres, que es lo que le produce los gases.

  • Gracias, doctor. Muchas gracias, me deja más tranquilo.

Salí de la consulta feliz por el diagnóstico del médico, pero cuando me iba acercando al pueblo en el coche de línea me di cuenta que se habían acabado aquellos días felices en los que dependía de mi, que me miraba con ojos suplicantes para que la abrazase, que se estremecía cuando la abrazaba.

Juro que no había planeado aquello, pero cuando abrí la puerta y vi su mirada entre suplicante y esperanzada, cuando la oí preguntarme que había dicho el médico, la respuesta me salió sola, sin que interviniera mi voluntad, como una reacción natural a mis deseos de cuidarla durante toda su vida:

  • Tienes que ser fuerte, cariño…

Se echó a llorar.

  • No tiene operación, pero continúan investigando, el doctor Álvarez me habló de la posibilidad de nuevos medicamentos…

Se abrazó a mí y me sentí feliz.

Pobre Marta, murió de un fallo cardíaco después de un año consagrado en cuerpo y alma a cuidarla. Tenía tanta ansiedad que no me extrañó que le fallase el corazón.

En el tanatorio, entre pésames, abrazos y condolencias, me acuerdo de ella y de que nunca más íbamos a ser felices y lloro, lloro por mi pérdida.

A última hora de la tarde vino su amiga Concepción y nada más verme me abrazó y se echó a llorar. Concepción es viuda y había trabado mucha amistad con Marta, que la había iniciado en el yoga y la cocina japonesa.

Después de las frases de duelo de rigor, me dijo entre sollozos que entendía perfectamente el dolor de su amiga, porque ella también tenía últimamente los mismos problemas digestivos que Marta, pero que no tenía la suerte de ella, de tener a su lado una persona como yo.

Cuando marchó, pensé que donde una puerta se cierra, otra se abre.

Cuando pase el funeral y el duelo, tengo que empezar a visitar a Concepción por si la puedo ayudar en algo. 



This post first appeared on Relatos En Tiempos Del Caos, please read the originial post: here

Share the post

UNA HISTORIA FELIZ

×

Subscribe to Relatos En Tiempos Del Caos

Get updates delivered right to your inbox!

Thank you for your subscription

×