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EL JUEZ DE LA MIERDA





Federico, desde sus primeros meses de vida, era alegre, extrovertido y hasta dirían los conocidos que encantador. Y así continuó al empezar al colegio donde pronto se convirtió en el líder de su clase, porque si bien no era un estudiante brillante, a cambio era empático y su inteligencia emocional brillaba por encima de la media.

A los diez años tuvo la desgracia de contagiarse de una meningitis. Nadie supo nunca de donde vino el contagio porque en su clase ni en el colegio no se dio ningún otro caso, pero Federico tenía la costumbre de confraternizar con cualquier otro niño o niña que se encontrase en el parque, en el puesto de los helados o incluso en la iglesia, cuando acompañaba a su tía Magdalena, porque se aburría mortalmente con ritos que no entendía y buscaba algún compañero o compañera para jugar.

Tuvo suerte de que cuando empezó con los primeros síntomas, fiebre, dolor de cabeza y rigidez en el cuello, lo llevaron inmediatamente al médico y este diagnosticó la enfermedad nada más verlo y conocer los síntomas.

No le quedaron secuelas y en la convalecencia de la enfermedad, la tía Magdalena que era miembro de una de esas sectas religiosas que leen con avidez el Antiguo y el Nuevo Testamento, le llevó una edición ilustrada del Libro de los Jueces.

Federico quedó encantado del libro y lo leía y repasaba continuamente. Para él era un cuento maravilloso y Gedeón su héroe favorito. Decidió que cuando fuera mayor quería ser juez.

  • Pero Federico, los jueces ya no existen – le decían sus padres – Esas historias sucedieron en la antigüedad.

Un día Federico vio en la televisión una película en la que había un juicio. Y sobre todo vio al actor que ejercía de juez y era un hombre alto, de mirada severa y pelo gris, pero de buenos sentimientos, que tomaba partido por los más débiles. Era una película americana, claro.

  • Federico, esos jueces no tienen nada que ver con los del libro – le decían sus padres.

Pero el niño estaba decidido a ser juez y todos los días leía algunos párrafos del libro que le había regalado su tía.

La determinación le duró hasta que llegó a la Universidad. Había aprobado el bachillerato y el COU con dificultades, pero cuando empezó Derecho pronto se dio cuenta de que aquello no era para él, que el Derecho no tenía mucho que ver con aquellos jueces míticos que dirigían al pueblo judío, hacían milagros y ganaban batallas. Él no estaba dispuesto a romperse los codos estudiando aquellas leyes y códigos que no acababa de entender.

Por el contrario, le gustaba tratar con la gente, tenía facilidad para caer bien a los demás y conseguir que confiasen en él. Y se hizo Agente comercial. Pronto se especializó en productos de limpieza e higiene. Las cosas empezaron a irle bien, a ganar dinero y a hacer una importante cartera de clientes. Pero el pelotazo comercial le llegó cuando consiguió la representación de una marca de papel higiénico y productos similares de una multinacional recién aterrizada en España. Tenía la representación para la mitad norte de España, excluidos los grandes hipermercados.

Era mucho trabajo, una zona geográfica muy amplia y se dio cuenta de que tenía que buscar una nueva estrategia. Y un poco por suerte y un mucho por su habilidad para las relaciones personales, encontró la forma de hacer amistad con los que controlaban el sector. Coincidía los viernes en un bar de la zona con uno de los delegados provinciales de la patronal de productos de limpieza y sanitarios y por este se enteró de que había una Convención Nacional en Valencia. Todos los años montaban estas reuniones que les servían para estar en contacto entre ellos y de paso tener unos días de diversión. Y Federico se enganchó a ese carro. Acompañó a su amigo, le pagó el hotel, buenos restaurantes y buenas fiestas después de terminar las reuniones. Fueron tres días caros, pero muy fructíferos. Contactó con todos los personajes importantes del sector, aumentó la red de ventas, encontró nuevos delegados en las distintas provincias, siempre supervisados por los Delegados provinciales y aunque tuvo que repartir con prodigalidad los beneficios, el aumento de las ventas fue espectacular. Y desde entonces no dejó de asistir a la convención anual. Calculó que esta y otras de ámbito más local se llevaban un diez por ciento de sus beneficios, pero también sabía que estos aumentaban a un ritmo anual del veinticinco por ciento. Y poco a poco, se fue haciendo un hombre importante en el sector, un hombre con mucho dinero y al cabo de tres años lo eligieron Presidente del colegio de Agentes Comerciales de su Comunidad.

Federico no abandonó a pesar del éxito su pasión por el libro de los Jueces y en cada comida, a los postres, cuando tenía que decir algunas palabras, citaba profusamente a Gedeón, a Sansón, a Helí y a Samuel, así como a otros jueces menores del pueblo judío.

Los compañeros del Colegio de Agentes comerciales, a sus espaldas, lo llamaban “el juez de la mierda” por su obsesión por el libro y su representación de papel higiénico. Un día, Miguel, miembro del comité de dirección del Colegio, le contó lo del mote.

  • Ya lo sabía –mintió Federico con aplomo- pero no me importa ¿y sabes por qué?

  • No – acertó a contestar Miguel, extrañado.

  • Porque sé que lo dicen por pura envidia. Si pudieran, me quitarían la representación del papel higiénico, que me hace ganar más dinero en un año que todas sus representaciones juntas en cinco.

  • Pero se joden, porque nunca lograrán quitármela.

Miguel sabía que Federico estaba en lo cierto, porque él era el primer envidioso.

Cuando se casó con Sara, una belleza hija de un rico comerciante de origen judío, se sintió casi completamente feliz. Y cuando nació su hijo, ya lo fue totalmente. Le puso de nombre Gedeón y siempre tuvo la esperanza que de mayor se decidiese por ser juez. Cuando empezó el bachillerato, le regaló un precioso ejemplar ilustrado de, como no podía ser de otra manera, el libro de los Jueces.

Y lo tenía casi convencido para que estudiara Derecho y opositase a juez, pero se cruzó por el medio una enfermera rubia, lo uno trajo lo otro, se hizo amigo de varios chicos y chicas que estudiaban Medicina y acabó estudiándola también Gedeón y haciendo el Mir en Urología.

El disgusto de Federico fue enorme, estuvo un mes sin hablarle al hijo, pero con el tiempo pudo más el cariño paternal que la decepción. Y cuando Federico tuvo una prostatitis aguda, pensó en lo bueno que era tener un urólogo en la familia.

A su primer nieto, le pusieron de nombre Samuel. Al principio querían ponerle Federico, pero este se empeñó en ponerle el nombre del último juez y por no disgustarle, su hijo lo aceptó, porque además le gustaba aquel nombre que le traía recuerdos de sus tardes de lectura del libro de los Jueces.

Federico dedicó mucho tiempo a su nieto, porque los negocios, después de tantos años, ya rodaban solos y cada vez lo iba dejando más en manos de su otro hijo, que se llamaba Olegario como su abuelo materno. Olegario era buen comerciante, como él. Listo y avispado para los negocios y extrovertido y empático. Pero Federico sabía que no iba a darle nieto, porque miraba más para los culos de los hombres que para las tetas de las mujeres.

Federico, llevaba a Samuel al colegio y lo iba a buscar, lo invitaba a comer una hamburguesa y le contaba cosas del libro de los Jueces. Cuando hizo la primera comunión le regaló un ejemplar del libro y cada día estaba más seguro que aquel nieto le iba a dar la alegría que le había negado su hijo.

Cuando el chaval terminó el Bachillerato y el Curso de orientación Universitaria a Federico se le veía cada vez más contento y más seguro de si.

Un viernes, sin explicación ninguna, no asistió a la reunión de la Junta del Colegio de Agentes comerciales ni a la posterior tertulia que siempre tenían en el café Paris y que terminaba ya de madrugada y en establecimientos que no siempre se podían nombrar sin menoscabo para la honra de aquellos buenos abuelos y padres de familia. Todos se extrañaron y lo echaron de menos, porque Federico era pródigo en invitaciones y ameno en las conversaciones, salvo cuando sacaba el libro de los jueces, que llevaba siempre consigo.

Pasó otro viernes en el que tampoco asistió, sin explicaciones de ningún tipo. Trataron de sonsacarle a Olegario, pero este les dijo que simplemente tenía un resfriado, pero ellos sabían que no era cierto, porque Federico, con resfriado o sin él, jamás había faltado a las cita en cuarenta y tres años.

Al fin, el último viernes del mes apareció por la Junta. Parecía como si le hubieran quitado diez quilos de la cara y el estómago y le hubieran puesto veinte años de encima.

El vicepresidente de la Junta, que era amigo de Federico desde los inicios de ambos en la profesión, se atrevió a preguntarle cuando se sentaron todos en la Café París, al final de la Junta:

  • ¿Qué pasa, Federico?¿te encuentras mal?

Se los quedó mirando a todos, hizo ademán de levantarse y marchar. Pero finalmente se volvió a sentar y muy despacio, lejos de la alegría habitual de sus charlas, empezó a hablar sin dirigirse a nadie y haciéndolo a todos al mismo tiempo:

  • Llevo casi cincuenta años en esta profesión. En este tiempo creé una familia, puse en marcha una empresa que todos sabéis que es la envidia de la provincia y ahora que soy ya viejo, aspiraba a terminar de cumplir mis sueños.

Dio un trago a su bebida antes de continuar:

  • ¿Sabéis cuál es el origen de todos mis éxitos? Que cada miembro de la familia, asumió sus responsabilidades para con los demás, esa fue la clave de mi éxito.

  • Yo monté la empresa y me preocupé por el bienestar de la familia. Carmen se encargó de la casa, de los hijos y también de mi. Sin ella no hubiera conseguido nada.

  • Gedeón, aunque no cumplió lo que esperaba de él, estudió medicina y sabéis que me sacó de un buen problema cuando tuve la prostatitis aguda. Y formó una familia a su debido tiempo.

  • El negocio va a pasar a manos de Olegario, como yo había previsto. El lo cuidará bien.

  • Todo iba sobre ruedas. Dediqué mucho tiempo y cariño a la crianza de Samuel, le regalé el libro, todo parecía ir viento en popa. ´

  • Hace dos semanas, le pregunté si se había matriculado en Derecho y ¿sabéis que me contestó?...

Federico estaba a punto de echarse a llorar y nadie osó contestarle a la pregunta.

  • …Me dijo que había decidido estudiar Ingeniería de Caminos. Que lo había decidido, así, sin consultármelo siquiera.

Los miembros de la tertulia pusieron cara de circunstancias y callaron.

¿Podéis decirme que puede hacer por mí un Ingeniero de Caminos?¿Para qué quiero yo un Ingeniero de Caminos?

Todos pensaron, en silencio, que a Federico no le faltaban razones para estar tan triste. Desde una esquina de la mesa, Luis alzó la mano para llamar la atención del camarero y muy suavemente, respetando el dolor del Presidente, le dijo:

  • Chaval, pon otra ronda.







Imagen creada con IA - DALL-E









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