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Fabricante de hachas, por Yoss

Para Anarelli Moya Damas.

Porque la simpatía de tu sonrisa

fue la luz que me hizo alzar la vista

del fondo del pozo de la soledad.

Para Brandon Sanderson.

Porque escribió que esto no se podía hacer

Como un telón entre la cálida, verde y húmeda selva de Namor y el igual de verdoso y todavía más caliente, pero sequísimo desierto Piklomakán, se alza la cordillera Ukral. La palabra, en el áspero idioma de los recios montañeses que medran en sus escarpadas laderas, significa frustración.

Y le está bien aplicada: la integran cumbres tan abruptas y verticales que ni los más hábiles escaladores han logrado jamás coronar sus cimas, perpetuamente cubiertas de nieve. Tan altas que sólo son visibles en los días más claros del breve verano montañés.

Los audaces o afortunados que han sobrevivido a la experiencia cuentan siempre que, pasada cierta cota, hasta respirar se vuelve imposible, por lo tenue y frío del aire. Ni siquiera las rapaces más majestuosas, águilas, halcones y buitres, alcanzan a sobrevolar esta auténtica muralla. Una bala de arcabuz disparada verticalmente vuelve a caer sin superarla, incluso impulsada por doble carga de pólvora, a riesgo de reventar el cañón.

Dicen las leyendas que la barrera rocosa surgió hace incontables eones. Aunque no en el Kade Gomune, el primer día de la creación del mundo. Sino algo después, durante la Segunda Guerra Divina.

En el sitio chocaron dos orgullosos ejércitos de dioses, y pelearon durante un año entero sin tregua: desde el pemune de una primavera hasta el mismo último día de la semana de la siguiente. Sin que ninguna de las inmortales huestes lograra imponerse a la otra.

Al fin, resignándose a lo inevitable, ambas tropas divinas olvidaron por un instante su diferendo y aunaron su poder. Así, sus magias combinadas hicieron brotar de la tierra el imponente muro pétreo. Para no tener que vivir con la vergüenza de mirar a la cara a quienes no habían podido batir en combate.

Y cada deidad decidió a qué lado del flamante, infranqueable obstáculo quería quedarse.

Puede que sea cierto, puede que no. Lo innegable es que hay una abertura en las Ukral: el Tajo. Tan profundo y estrecho que de veras parece la huella del tremendo hachazo propinado a la cordillera por alguna enfurecida y gigantesca entidad sobrehumana. El aire tórrido y seco que sube por la larga pendiente desde el desierto Piklomakán -palabra que significa verde-aunque-sin-vida, en la ríspida lengua de los nómadas que lo habitan- escapa por ahí hacia la selva.

Por eso la temperatura en el puerto de montaña es siempre un poco más alta que en sus alrededores.

Es probable que esa sea la principal razón por la que allí se alza Zumal, la única urbe de los montañeses. Ciudad condal, señora del paso, cuyas fuertes murallas de piedra negra coronan gallardetes multicolores que nunca dejan de tremolar orgullosos, acariciados por el incesante soplo que sube desde el verdoso pero estéril desierto.

Nadie sabe cuándo fue fundada. Algunos dicen que tras la misma Segunda Guerra Divina, colocaron sus cimientos unos pocos dioses que no querían estar ni a un lado ni al otro de las Ukral. Lo que no tiene mucho sentido, como tantas leyendas. Pero es hermoso.

Otros, más pragmáticos, sostienen que surgió cuando el tatatatatarabuelo del actual conde, exiliado de alguno de los fríos reinos de nieves y coníferas del sur lejano, que comienzan mucho después de donde termina la húmeda selva Namor, llegó al Tajo acompañado por los pocos hombres que aún le eran fieles… y descubrió lo valiosa que era la posición. Lo fácil de fortificar y defender que resultaba

Y puede también que esto sea cierto… o no. Pues muchos zumalos son fornidos, de estatura media, tez pálida, ojos claros y cabello rubio, como los sureños. Muy distintos por tanto, lo mismo de los demás montañeses de las Ukral, bajos, de cabello y ojos negros, como de los embozados nómadas camelleros del desierto Piklomakán o de los míseros clanes pescadores que viven en sus lindes, junto a la Gran Agua Amarga, todos ellos de piel parda. Por no hablar de los miembros de las veinte tribus de la jungla Namor, sin excepción altísimos, delgados y tan negros como la noche, salvo sus espléndidas dentaduras.

Pero, sea cual sea el origen de su gente, y la época en que surgió, lo indiscutible es que por Zumal pasaba y sigue pasando todo el comercio que tiene lugar entre el selvático sur y el árido norte. Las caravanas de camellos de los nómadas de rostros cubiertos acuden a vender las gemas que encuentran ocultas entre sus verdes arenas, en las anchas plazas de la urbe amurallada. O directamente las intercambian por las especies exóticas, las maderas preciosas y el marfil que traen a la ciudad condal los negrísimos, esbeltos y talludos hombres de la selva.

A veces, aunque más raramente, también se ve en Zumal a los pacíficos pobladores de la linde de la Gran Agua Amarga, con sus vestidos hechos de pieles escamosas cosidas, vendiendo irisadas conchas o pescado seco.

Hasta, de tanto en tanto, aparece algún que otro sureño de cabellos dorados, con sus armas de fuego de excelente factura y sudando bajo las tupidas pieles que usan en su fría tierra: las mismas que ofrecen, junto con el preciado ámbar, a cambio de lo que sea que deseen llevar consigo, al regresar a su distante patria.

Tanto el conde como los demás habitantes de la ciudad del Tajo reciben una parte de todos los tratos que se cierran dentro de la seguridad de sus negros muros. Por eso, aunque apenas si la rodean unos pocos parches de tierra aptos para la labranza, y tampoco crezca hierba apta para el pasto del ganado en las Ukral, Zumal es rica, y ha ido medrando, siglo tras siglo.

Desde el legendario fundador, cada conde ha hecho más altas sus sombrías murallas y multiplicado el número de soldados que le sirven y velan por la paz. Los más altos, fornidos y diestros guerreros el desierto, la selva, la costa o más allá, sea cual sea su raza, son reclutados para su guardia personal, con soberbios salarios. Ese contingente de élite también protege las 2 únicas, enormes puertas de la urbe, ambas de grueso roble enchapado en bronce: la que da al verde desierto norteño y la que se abre a la verde selva del sur.

Mientras que los mejores jinetes aspiran todos a cabalgar en la patrulla montada, con sueldos casi igual de magníficos, pero que recorre el desierto Piklomakán, manteniendo a raya a los salteadores y corriendo mil aventuras en sus verdes arenas.

Todo está bien organizado, en Zumal. Además del impuesto en metálico que ya pagan al conde, cada gremio de comerciantes de la ciudad debe también mantener y equipar a algunos guerreros propios. Esos pequeños ejércitos privados rivalizan, tradicionalmente, en nivel de adiestramiento y cuantía de sueldos, así como en la calidad y magnificencia de sus cabalgaduras y uniformes, espadas y armaduras, cascos y arcabuces. Todos los mercaderes se ufanan de tener a los mejores soldados a su servicio.

Sólo los Nhível, los herreros de Zumal, no tienen ni han tenido jamás tropa propia. Ni tampoco pagado impuestos en metálico. Dos privilegios por los que el resto de los ricos negociantes de la ciudad del Tajo los odian y envidian profundamente.

Algunos dicen que chantajean al conde, enterados de sus peores vicios. Otros, que controlan su voluntad con magia oscura. Pues siempre se han atribuido a los artesanos que convierten el hierro en acero y la escoria y el mineral en armas y herramientas misteriosos poderes.

Pero lo único cierto es que, si bien algunos ancianos de la ciudad osan contar de tiempos tan lejanos que aún Zumal no tenía murallas, ni conde, ni ejércitos, ni riqueza… a nadie se le ocurre  hablar de una época en la que no hubiera al menos tres Nhível martillando en su fragua…

*****

En la mañana del gomune, mientras los pesados mazos de Oficial y Aprendiz batían con rítmico tintineo el suave arrabio al rojo, para volverlo resistente acero,  de repente la pequeña Nalia Nhível dejó la llave de mecha del arcabuz que estaba puliendo  y anunció a voz de grito, para hacerse oír por encima del estruendo:

-¡Viene una caravana! Veo las alfombras a lomos de los camellos.

Naila era la hija menor del hermano de la esposa de Oficial. Sus padres regentaban la gran armería junto al Templo de Todos Los Dioses; se habían enriquecido fabricando pistolas y arcabuces casi tan buenos como los que venían del lejano sur y, lógicamente, ambos aspiraban que su retoño siguiese sus pasos.

A la niña no se le daban nada mal las armas de fuego… pero prefería mil veces las blancas. Por eso, siempre que podía, acababa rondando a los tres Nhível

-Enjúgate esos ojos y vuelve a mirar mejor.- gruñó Oficial, sin dignarse alzar la vista del yunque, donde el metal despedía miríadas de chispas cada vez que lo golpeaba su pesado martillo de hierro –Será un espejismo. ¿O acaso has masticado pólvora? Este no es tiempo de caravanas. Ningún nómada viaja en verano, y menos de día. Sus camellos no aguantarían el calor, enana.

-Soy más alta que tú, tengo ojos más frescos y uso la pólvora para disparar arcabuces, no para comerla- le recordó la niña: en efecto, ya medía un palmo más que su interlocutor, aunque el herrero casi doblara su peso – No niegues los hechos sólo porque parecen extraños. Al halcón de las Ukral no le importa si es invierno: cuando tiene hambre, saldrá a cazar hasta en plena nevada. Quizás los nómadas huyen de algo. O de alguien.

-¿De quién? ¿acaso los atacarían los tranquilos pescadores de la Gran Agua Amarga? pero si apenas tienen armas y odian luchar. Además, Gorgas y sus jinetes mantienen a raya a los bandidos. Siempre lo han hecho. Ah, mocosa… y tampoco está nevando.- terció Aprendiz, divertido… pero él sí se asomó para otear la distancia: Nalia podría ser insolente con sus mayores, pero no era ninguna mentirosa –¡Por las incombustibles barbas de los dioses! La enana tiene razón- murmuró, atónito, dejando caer al suelo su propio martillo –Veo camellos. Pocos y exhaustos… pero. por sus gualdrapas, parecen los de Noldar.

Así que Oficial también acabó dignándose a mirar al horizonte. Permaneció inmóvil por un par de segundos, con la vista clavada en las faldas de la larga, suave cuesta que llevaba desde el desierto Piklomakán hasta la ciudad de la que nunca había vuelto salir, desde el día en que llegó a ella nadie sabe de dónde… y al fin dijo, pensativo: -Muy raro. Y no nos gusta lo raro. Voy a despertar a Maestro. Ese viejo andariego es su amigo hace muchos años. Querrá saber las razones de este extravagante viaje suyo en pleno día y en medio del verano.

El penetrante olor animal de los camellos los precedió, mezclándose al aroma del hierro caliente de la fragua, tan similar al de la sangre que comienza a coagularse

Cuando la primera bestia de dos gibas y coloridas gualdrapas, y su jinete envuelto en telas igual de vistosas se detuvieron frente a las puertas de la herrería, ya el Trio Anónimo lo aguardaba fuera, a la fresca sombra del portal del negocio.

Nerviosos, los tres Nhível frotaban sus encallecidas manazas en sus gastados mandiles de cuero. Bajos, fornidos, de piel oscura y rostros afilados, los tres llevaban las rizadas, negrísimas cabelleras recogidas en gruesas colas de caballo tras la nuca.

No eran hermanos; no podían serlo. Pero, aun así, resultaban tan parecidos el uno al otro como gemelos nacidos en años distintos.

Ya habían notado que faltaban varias de las decenas de espléndidos animales que solían ir junto a su amigo, en su eterno vagar por el Piklomakán. Noldar o sólo no traía ninguna bestia de carga con él, sino que tampoco lo acompañaban sus acostumbrados guardias montados.

Aunque el capitán Gorgas y sus jinetes arcabuceros velaban por el orden en toda la árida extensión verde al pie de las Ukral, la mayoría de los mercaderes nómadas preferían imitar a sus colegas de la ciudad, y pagar a sus propios protectores armados: nunca se tomaban demasiadas precauciones contra los pocos, pero temerarios bandidos que aún operaban en el Piklomakán.

Junto al hedor del sudoroso camello y el omnipresente aroma cuproso de la arena adherida a sus pezuñas, otros dos aromas habían cruzado la puerta norte de la ciudad: el ácido tufo del miedo, y el picante efluvio del dolor y la pérdida.

-Que el otoño traiga buena leña para tus fraguas-saludó el visitante con el sonoro cantarín acento de su gente al hablar el dialecto montañés, la lengua franca del comercio en toda la región.     

Su camello, un ejemplar magnífico, pero claramente al borde de la inanición y el agotamiento, pues sus jorobas se veían medio desinfladas y en su espeso pelaje el sudor viejo había trazado arabescos de espuma, se arrodilló temblando.

El nómada saltó a tierra desde la silla natural de su lomo, con una agilidad que desmentía sus años. Por supuesto, puso buen cuidado de no descubrirse el rostro ni siquiera por error. Su pueblo tenía un concepto muy particular de la privacidad

Una vez echada, la exhausta bestia ni siquiera intentó volver a erguirse.

En la ancha faja de cinco colores que ceñía la cintura del anciano caravanero competían por el protagonismo un corvo puñal y una espléndida pistola de largo cañón, de sureña manufactura.

Y en sus manos, un objeto envuelto en un paño, que ofreció a Maestro.

–Los de la Gran Agua Amarga se han alzado en armas contra su conde. El aliento de fuego de la guerra viene mordiendo mis talones. Toma esto, oh maestro y amigo mío… los extraños líderes de los pescadores sublevados dijeron que tú sabrías qué significa, y qué hacer- fueron sus floridas palabras: los hombres del Piklomakán, con mucho tiempo a su disposición, aman los circunloquios en el discurso.

El dueño de la herrería aceptó el paquete de manos del líder nómada y lo desenvolvió con gestos lentos, pero seguros. Aprendiz y Oficial apenas si miraron; luego Maestro volvió a plegar la tela, ocultando lo que contenía… aunque no tan rápido como para que las ávidas, jóvenes pupilas de Naila no pudieran captarlo:

Un hacha arrojadiza: de cuatro hojas y con la forma aproximada de la runa Z. Pero ¿cómo podía ser posible? se asombró la niña: si sólo los guardias del conde usaban aquellas magníficas armas y únicamente aquellos tres artistas de la forja sabían cómo fabricarlas, en todo Zumal… quizás en todo el mundo.

-Que el invierno traiga humedad y sombra a tus bestias, y que puedas encontrar el verde verdadero. No es nuestra- dijo el herrero más joven, sin inmutarse –Pero está muy bien hecha: reconocemos el sello de su hacedor.  Y también sabemos a quién sirve.  ¿Conque ahora esos dos han alzado a las hordas de la costa? Interesante. Y desazonador. Dime, Noldar ¿tienen muchas armas de fuego, esos pescadores rebeldes? ¿cómo te dejaron escapar con vida? Y ¿qué ha sido de la patrulla montada?

-Gorgas y sus arcabuceros a caballo ¡los dioses bendigan su audacia! se quedaron atrás para retrasar al enemigo. Los de la costa no serán buenos guerreros… pero sí  muchos y no temen a la muerte. Aunque siguen siendo salvajes incultos, ajenos a los secretos de la escritura…. así como a los de la pólvora. Sólo traen cuchillos y arpones, arcos y ballestas. Y la mayoría vienen a pie, por si fuera poco. Nunca han sido buenos jinetes, ni saben cómo criar caballos. Pero ahora, en sus ojos brilla la luz malsana del fanatismo. Llaman dioses, a sus dos líderes. Por demás… para mi suerte, hasta los más fieros ejércitos necesitan heraldos. O embajadores- el anciano se encogió de hombros antes de añadir, acariciando el velo que cubría sus acciones y dejaba al descubierto sólo sus fieros ojos grises, orlados de hondas arrugas… y la hoja de doble filo cuya vaina colgaba de su cintura –Juro por mi rostro, que nadie que no sea de mi sangre ha visto nunca ni verá, que les arrancaré vivos sus negros corazones del pecho, con este puñal o con mis propias manos, a ese par, y todos sus secuaces. No es así como se hace la guerra. Nos atacaron por sorpresa. Ni siquiera robaron mi carga; la incendiaron, directamente. Mataron a más de a mitad de mis camellos… y degollaron a mis hijos frente a mis ojos. A los seis. Me da gusto verte, Maestro, lo mismo que a ustedes, Oficial y Aprendiz… y hasta a ti, niña Naila ¡cómo has crecido desde mi última visita! Pero el tiempo nunca se detiene… y ahora mi tiempo es el de la venganza. No puedo quedarme. Debo llevarle lo antes posible la noticia al conde. Voy a pedirle que me deje pelear codo a codo con sus huestes, para cobrarme en sangre el precio de mis hijos.

-No te disuadiremos de tomar la senda de la venganza. Eres viejo, pero aún puedes apuntar un arcabuz y blandir una espada. Así que  muy tonto sería, el señor de la ciudad, si no te recibiera con los brazos abiertos- opinó Oficial, con cierta indefinida tristeza –Nadie conoce el Piklomakán tan bien como tú.

-Quizás sí, quizás no…. tampoco para Gorgas tiene secretos, nuestra seca tierra verde- apuntó Noldar, orgulloso. –Lleva años recorriéndola, el bravo capitán de arcabuceros. Con el tiempo, llegué a llamarlo amigo.

-Los dioses lo guarden, en su valentía. Noldar, una pregunta más: esos dos cabecillas que dijiste… a los que los pescadores siguen y llaman dioses… ¿no serán… un gigante y un enano?-inquirió de repente Aprendiz, fingiendo indiferencia, pero en realidad tan tenso como la cuerda de una ballesta cargada.

-Sí. Así son. Y ellos también me ordenaron que les advirtiera que si huían de nuevo, arrasarían esta ciudad hasta los cimientos, tras pasar a cuchillo a todos sus habitantes  – declaró el caravanero, impaciente. –Ahora… ya he cumplido mi parte; continúo camino. ¿Qué van a hacer ustedes? ¿Huirán… o ayudarán a Gorgas? Cada arcabuz y cada sable contarán, en la batalla…

-Los Nhível no tenemos soldados  y tampoco fabricamos arcabuces. Odiamos hasta el hedor picante de la pólvora. Además, la del bravo capitán, tu amigo…es una lucha perdida de antemano: por bien que conozca el desierto, por rápido que disparen sus hombres… no son rivales para esos dos… dioses, y sus… artes- proclamó Maestro. Abatido. –pero tampoco pensamos escapar. Toda la gente que amamos vive tras estos muros. Si permaneciendo podemos garantizar su vida… que así sea.

-No sé. Nunca creí que vivieran tantos, en la costa. Su ejército cuenta con decenas de miles, aunque pocos montados o con buenas armas. Pero pelean como diablos en llamas- opinó el viejo nómada, escéptico, bajando la vista –Simples murallas no los detendrán.

-Tal vez lo haga el plomo de las balas de arcabuz. O el acero bien afilado- opinó Oficial. Para luego añadir, con un suspiro: -Sobre todo el de nuestras hachas.

-Puede que sí, puede que no; sólo los dioses saben, y ellos siempre callan, hasta en su gran templo.- observó el veterano caravanero embozado –Un consejo de amigo: si tienen asuntos pendientes con ese par… no esperen mucho. Si Gorgas falla, el conde seguramente enviará a su ejército e intentará batirlos en el llano, antes de que suban hasta Zumal… aquí donde, si los dioses favorecen a los justos, nunca llegarán. Son muchos y fanáticos… pero no hay valor o número que valga, frente a descargas cerradas de plomo. Los nómadas lo hemos aprendido del modo más duro. Pero no hay rencor.

-No lo hay… vete en paz, amigo. Y suerte.- murmuró Maestro.

Ninguno de los otros dos Nhível añadió otra palabra. No eran necesarias.

Dando también por terminado el diálogo, Noldar volvió a montar en su enflaquecido y agotado camello, les dedicó a los tres herreros una cortés inclinación de cabeza a guisa de despedida, y se alejó de la fragua sobre su bamboleante montura, sin mirar atrás.

En dirección al palacio condal.

Y los pocos, macilentos hombres que lo acompañaban lo siguieron, como almas condenadas.

-Pobre iluso- murmuró Aprendiz, cuando el jefe nómada y su cansada gente se hubieron alejado –Seis hijos… El dolor de su pérdida lo lleva a confundir su deseo con la realidad. Llegarán… claro que llegarán aquí. Nadie puede detenerlos. Ni Gorgas con sus jinetes, ni el ejército condal, ni las ansias de venganza de un viejo. Tampoco el plomo, ni el acero. Ni siquiera el nuestro.

-Tiene miedo, sabe que va a morir…. pero no le importa- opinó Maestro, taciturno. -Los hombres del Piklomakán son esclavos de su honor.

-Tal vez no sean ellos- deseó Oficial, esperanzado –Llevamos mucho tiempo tranquilos, aquí. Otras veces ha habido simples asaltantes de camino que tomaron sus nombres… y sus aspectos. Pero no eran  esos dos.

-No podemos confiarnos- intervino Maestro, caviloso –Y siento en los huesos que esta no es una de esas ocasiones. Ahora es de verdad. Tenía que suceder, tarde o temprano. Al fin dieron con nosotros. Vamos; hay que fabricar más hachas. Muchas más, y lo antes posible: que hombres armados no puedan parar a las turbas fascinadas por el hechizo de  dos perros rabiosos no significa que no debamos ayudarles a intentarlo. Somos Nhível de Zumal, y haremos lo que hay que hacer.

*****

Se calcula que en la ciudad condal hay unas 10 herrerías Nhível: prácticamente una por cada 5000 habitantes. Son, a la vez, un gremio y un clan, cuyos ricos miembros controlan por completo el negocio de la fundición y la forja dentro de las negras murallas. Y mucho más allá.

No es que nadie que no lleve su apellido o no esté emparentado con ellos no sepa trabajar el metal, o que el conde lo prohíba por decreto: es que no dura mucho tiempo en el negocio. Porque es imposible competir con los bajos precios de los Nhível… o con la insuperable calidad de sus productos.

Sus forjas fabrican todos los aperos de labranza, todos los enseres domésticos y todas las armas que Zumal necesita… arcabuces y pistolas incluidos. Aunque algunos de los herreros digan odiar la pólvora, en realidad todos aman el dinero.

El clan es rico; riquísimo, incluso. Pero no por ellos sus integrantes  desprecian el trabajo duro. Viven tan orgullosos de su destreza como artífices como de sus monedas… y con toda razón. No los hay más hábiles en muchos días de camino.

Todos sueñan con, un día, ser titulares de la fragua más antigua de Zumal. Esa que está junto a la cascada que mueve incansable su rueda, justo tras la puerta norte de la ciudad. La que dirige el cabeza de toda la extensa familia: Maestro Nhível.

El único establecimiento donde las runas, bajo el ilustre apellido, no ponen Herrería ni Armeria, sino Fabricante de Hachas… algo que a muchos intriga.

No es que otros Nhível no sean capaces de confeccionar tales utensilios cortantes; la habilidad de todos los miembros del clan con martillo y tenazas es legendaria. Hay reyes que han pagado su peso en oro por una espada o una lanza forjadas en Zumal… si el vendedor los convence de que la han trabajado manos Nhível.

Pero hay diferencias de grado… y de clase: siempre ha habido 3 Nhível principales, bien por encima del resto: Maestro, Oficial y Aprendiz. Sin otro nombre. Parecidos uno al otro como gotas de agua.

 Y si algún incauto les pregunta por qué le gusta tanto fabricar hachas, los del Trío Anónimo sólo sonríen y muestran su perfil: con la nariz aguileña, la barbilla prominente y la frente abombada, sus cabezas realmente recuerdan a una hoja cortante.

Los tres se casan siempre y tienen descendencia, claro… y numerosa. Pero sus hijos y nietos nunca heredan del todo ese aspecto… y nadie sabe por qué.

Algunos Nhível menores han pagado fortunas a los shamanes negros de la jungla Namor, expertos en drogas y puntadas, para que modifiquen sus rostros, y los vuelvan así más similares a los del Trío Anónimo. Otros han llegado hasta a buscar quien les acorte las piernas ¡no se puede ser Maestro, Oficial o Aprendiz Nhível teniendo la gigantesca talla de un guardia del conde!

Pero no es la cara filosa ni la corta estatura lo que define a los tres Nhível principales, sino su extraña tradición.

Desde hace muchas décadas, tal vez siglos, cada vez que muere un Maestro, su Oficial y el Aprendiz correspondiente se encierran por días junto al cadáver, en el recinto más oscuro de la forja.

Jamás se vuelve a ver el cuerpo. Algunas malas lenguas dicen que los dos sobrevivientes se lo comen, en solemne ceremonia; otros, que lo entierran ahí mismo, bajo las montañas de escoria.

Nunca nadie ha osado comprobarlo. Todos temen la hipotética magia del Trío Anónimo. Una magia que late en todo lo que sale de sus fraguas.

Además, al cuarto día salen ambos, ahora convertidos en Maestro y Oficial, y anuncian la convocatoria para el próximo Aprendiz.

Ni siquiera hace falta pertenecer a la familia para probar suerte; a todo el que llega creyéndose capaz, el recién ascendido Maestro les confía siempre el mismo encargo: -Elije el trozo de metal que más te guste de mi fragua, y fabrícame un hacha de varios filos que siempre se clave en el blanco al ser arrojada, la lance quien la lance.

O sea… un hacha Z: el diseño exclusivo de los Nhível. Una barra central aguzada por a cada extremo, con sendas hojas brotando en ángulo desde arriba y hacia adelante, desde abajo y hacia atrás.

Muchos del clan, diestros herreros todos, sin discusión, han dedicado sus vidas a estudiar las hachas Z. Y han forjado decenas, cientos de piezas bastante parecidas, inclusive. Pero no idénticas: ninguna de las hachas Z que salen de sus yunques logra jamás la exquisita factura que exigen Maestro y Oficial. Ni mucho menos su exacto balance.

Algunas se clavan en el gran círculo de madera de roble, al ser lanzadas… pero sólo si lo hacen los más fuertes guerreros. Otras lo consiguen aunque las usen niños… pero no son certeras. La mayoría, simplemente, vuelan erráticas, inofensivas.

Y así van las cosas… hasta que, por suerte o desgracia de los demás aspirantes, siempre, a las semanas, máximo meses tras la muerte del viejo Maestro, llega, desde alguna parte de la selva Namor o el desierto Piklomakán, otro joven… bajo, fornido y de piel oscura, con rasgos afilados y cabello rizo.

Sólo él, de algún modo, se las arregla para vencer el reto: su hacha Z sí vuela con puntería y se hunde con tanta fuerza en el grueso tablón de roble que cuesta grandes esfuerzos recuperarla.

Entonces todos saben que otra vez está completo, el Trío Anónimo. Y la pieza ganadora se cuelga en exhibición a la entrada de la tienda… hasta que algún guardia condal pierda la suya, u otro guerrero de descomunal estatura y fortaleza entre a engrosar las filas de los hombres del señor de la ciudad.

Porque nunca se rompen ni agrietan, las piezas de los tres Nhível…

Como en toda ciudad próspera hay quien hace circular chismes, media Zumal está convencida de que los misteriosos, diestros recién llegados son siempre hijos bastardos del Maestro anterior. O quizás de Oficial. Incluso de Aprendiz, pues ¿quién se atrevería a decir con exactitud la edad de cada uno?

Los mismos que propagan tales rumores alegan que no son pocas las esposas del clan que han abandonado a sus esposos del Trío Anónimo, deshechas en llanto, sospechando su infidelidad. Que las más celosas los vigilan día y noche, desconfiando de toda hembra que se acerque a su forja. Pero ninguna  ha podido demostrar nada, nunca: siempre son esposos fieles, padres intachables. Y herreros soberbios, sobre todo.

Así que se sigue sin saber de dónde vienen los Aprendices…

*****

Poco antes del mediodía del kamune, y de modo excepcional, porque todavía estaba vivo el actual Maestro, los Nhíveldel Trío Anónimo hicieron un solemne alto en su dura labor cotidiana, para evaluar el trabajo de la pequeña Nalia.

Ella no se los había solicitado. Pero resultaba obvio para todos que, en la niña, el don de la herrería latía fuerte: con sólo 10 años, ya era capaz de fabricar piezas de una factura tan exquisita que quitaban el aliento. Y no sólo arcabuces o pistolas. Los compradores se las arrebataban de las manos, pagando pequeñas fortunas por ellas; hasta el mismo conde había pujado duro por uno de sus puñales más finos…

Los tres Nhível pidieron lo mismo que siempre y a todos… si bien a ella, tal vez, con algo más de amabilidad y cariño: -Enana, elije el trozo de metal que más te guste de mi fragua y fabrícame un hacha de varios filos que siempre se clave en el blanco al ser arrojada… hasta si la lanzas tú.

Por supuesto, ella esperaba el desafío. Y desde hacía meses. En realidad, se había preparado para aquel reto durante toda su corta vida… y ahora, aspiraba a estar a la altura de las exigencias del Trío Anónimo. Conocía su propia habilidad y no creía en el fracaso: era toda una Nhível.

A diferencia de tantos que fallaran antes que ella, la hábil chiquilla ni siquiera intentó imitar la característica forma de las hachas Z: lo que fue tomando forma bajo su diestro mazo, en el yunque, recordaba más bien a un copo de nieve gigante  y de metal: seis púas simétricas y de doble filo, apuntando en otras tantas direcciones diferentes.

Los tres Nhível sin nombre la observaron martillear en silencio, mientras con el pie en el pedal controlaba, como toda una experta, el flujo de aire que soplaba el fuelle movido por la cascada y la rueda hidráulica. Disfrutaron del modo en que tensaba todo su infantil cuerpecito para alzar el mazo, y luego simplemente dejaba que su propio peso lo hiciera caer sobre su labor.

Al resto de la familia nunca había dejado de asombrarles cómo Maestro, Oficial y Aprendiz podían entenderse muchas veces en silencio, con simples miradas. Pero, en ocasiones, las palabras resultan imprescindibles, y hay que poner sonido a los pensamientos.

-La niña martilla como yo- observó Maestro, henchido de orgullo.-O casi.

-Lógico; esa enana aprendió con el mejor- constató Aprendiz, displicente –Hace mucho que no nacía una como ella, en la familia. Es una natural. Podría lograrlo…

-De ninguna manera- se opuso Oficial –Sea lo que sea eso que está forjando esa chiquilla… estoy seguro de que no es un hacha.

Nalia ya terminaba; templó el gran copo de nieve en el agua helada de la montaña, que siseó satisfactoriamente al acoger el acero al rojo. Luego, mientras estaba todavía humeante, con la despreocupación por las quemaduras de quien ya tiene auténticos guantes de callos sobre cada pulgada de sus pequeñas manos, enrolló seis cuerdas, a medio camino de los otros tantos brazos del artilugio, a modo de rústicos mangos… y sólo entonces lo presentó, muy oronda, a sus mayores.

-No es un hacha. No la tocaré.- porfió Oficial, cruzándose de brazos.

-Yo la lanzo-  Aprendiz, siempre solidario con la muchachita, dio un paso al frente, tendiendo ansioso sus oscuras manazas hacia la extraña pieza.

-No; es mi privilegio- lo apartó Maestro. Tomó el singular objeto entre las suyas, lo hizo girar y declaró, contento: –Muy bien equilibrado. Simétrico. Y también asombrosamente ligero; da gusto sostenerlo. Hay talento aquí, mocosa. Ahora… veamos cómo vuela.

Con la última palabra, girándose con un súbito ademán, lo lanzó con asombrosa fuerza contra  el castigado tablón redondo que fungía de blanco para tales pruebas desde décadas atrás: tantas, que ya su superficie había perdido todo rastro de pintura.

La creación de Naila silbó igual que un pájaro alegre al cortar el aire… y fue a clavarse justo en el centro del círculo, como trozo de magnetita atraído por un montón de hierro. Aprendiz, que corrió a recuperarla, tuvo que tensar toda su imponente musculatura y hasta sacudir un poco la pieza, para poder liberarla: la hoja se había hundido casi medio palmo en la recia madera.

Y volvió a quedar así de profundamente encajada cuando él la lanzó, ahora sin tanto ímpetu.

Al final, hasta el renuente Oficial aceptó probar suerte con el extraño artilugio arrojadizo de la chiquilla. Con el mismo resultado… aunque su lanzamiento fue más bien torpe, y hasta algo falto de brío.

Luego, la misma Naila lo arrojó, casi con desdén… y tuvo que pedir ayuda para recobrarlo: sus fuerzas infantiles no bastaban para arrancarlo de la madera. Parecía que el metal hubiese echado raíces en el redondel de roble.

Los del Trío Anónimo se apartaron para deliberar, cuchicheando.

-No podemos aceptarla. No es una de noso…

-¿Y qué? Los tiempos cambian, Nhível. Pólvora ya arcabuces. Quizás también debamos cambiar con ellos. No podemos negarle el derecho a labrarse su propio camino.

-¿A ser como somos? ¿y a temer lo que tememos? Es lo bastante hábil como para… ¿de verdad deseas eso para ella?

-No nos ido tan mal. Tenemos familias, un clan, un negocio, una tradición.

-Ni tampoco tan bien: nuestros descendientes nos envidian y temen, igual que el resto de la ciudad. Y esos dos nos persiguen todavía, tras tantos años. También tenemos un miedo y un secreto. No podemos declarar lo que realmente somos, o…

-Que elija ella lo que quiere…

-Sólo es una mocosa…

-Pues entonces, que espere a ser adulta y decida entonces…

-Tal vez no tenga tiempo, si ese par de rencorosos ya vienen por nosotros.

-Nunca debimos dejar ir a ese enano…

-Él también eligió…

Al final, dieron la vuelta y se acercaron a Naila, inescrutables sus oscuros, afilados rostros. La miraron en silencio; y fue un largo silencio.

-¿Y bien? – acabó ella por interpelarlos, desafiante -¿estoy o no estoy, a la altura de lo que quieren, Nhível?

-Justo así- dijo Aprendiz, evasivo.

-Estás y no estás- amplió Oficial, casi con despecho.

-Es… complicado de explicar. Eres un talento de la forja, Naila- explicó Maestro, arrodillándose junto a la niña, como si se creyera más alto que ella…cuando en realidad ya era al revés –Nadie discute eso. Pero tendrás que encontrar tu propio camino, enana. Y no podemos ayudarte. Nadie puede. En todo caso… no eres una Nhível. O sea, no una como nosotros. No del Trío Anónimo .Y alégrate. No sabes lo que significa ser…

-Eh, créeme: incluso así… estamos muy orgullosos de ti- declaró Oficial, rápidamente, al ver humedecerse los ojos de la chiquilla –Como nunca lo hemos estado de nadie de la familia, en varias genera… en fin, que colgaremos tu… estrella cortante- fue incapaz de llamar “hacha” al extraño artefacto de seis puntas, y todos notaron su renuencia–Donde todos los que vengan a esta forja puedan verla. Quien sabe; tal vez alguno de los guardias se interese, o el mismo conde y… ¡Naila! ¿Adónde vas…?

Torpemente, intentó detenerla, pero los otros dos lo contuvieron a él. Y el Trío Anónimo se quedó, los tres, cómo la niña se alejaba de la fragua corriendo, deshecha en llanto.

Lo que no vieron fue que, bajo las lágrimas, reía: porque lo había logrado.

*****

Chispas de sabiduría de la fragua del Maestro Nhível:

Herrero, nunca trates de imponer tu voluntad al metal; igual que los sumisos perros domésticos siempre ceden ante el lobo salvaje y libre, salvo cuando lo superan ampliamente en número, las piezas hechas de hierro doblegado no resisten esfuerzos supremos. Fallarán casi todas, en la hora crucial. En cambio, observa cada trozo de mena o chatarra, pálpalo, huélelo, saboréalo si es preciso. Aprende a escucharlo. Permite que te cuente en qué quiere convertirse, y solamente ayúdalo a lograrlo, con martillo, tenazas y calor. La pieza que salga de esta colaboración entre carne y metal tendrá la fuerza de ambas, su resistencia y su vitalidad. Cada guerrero o artesano que respete su oficio querrá ser digno de su prestancia, y merecerla. Y tú sentirás gloria y satisfacción.

Todos tenemos un talento oculto. No te resignes a la mediocridad gris. No te contentes con decir que eres torpe y no sirves para nada. Sólo busca, con paciencia, y descubrirás para qué eres bueno. Si además te gusta hacerlo, puede que te conviertas en una persona feliz… con el tiempo. Porque la aptitud es sólo el principio. Apenas la décima parte; el resto es sudor y práctica. Mucha práctica. Y paciencia. Y tolerancia… o acabarás odiando aquello para lo que naciste. Que es mucho peor que no amarlo.

Los Nhível del Trío Anónimo forjamos hachas y no espadas, porque nadie puede usar una espada en la paz. No es un cuchillo más largo. No es una hoz recta.  Es un instrumento de muerte. Ni más ni menos. Pero las hachas son ambivalentes. Herramientas y armas, objetos multipropósito: en manos expertas, hasta la más común hoja de leñador puede convertirse en utensilio letal de guerrero. Y el más belicoso bardiche, servir para librar a una aldea aterrada de la amenaza de un oso malhumorado y hambriento. Por supuesto, hay hachas de trabajo y hachas de batalla, y muchos tipos de cada una. No es lo mismo una cateya ligera y arrojadiza que una azuela de carpintero para devastar la madera. Pero ambas cortan; nunca lo olvides. Un hacha es su filo; lo demás, mango y peso de apoyo. Los Nhível lo sabemos bien.

¿Qué distingue al novel aprendiz del avezado maestro? ¿a un Nhível cualquier de los del Trío Anónimo? Años de práctica. Y la capacidad para saber cuándo está perdiendo el tiempo con un encargo imposible. Pero ¡cuidado! como en las pesadas labrys de doble filo, esa seguridad que brinda la experiencia también puede ser muy engañosa, y llevarte a negar lo nuevo, lo atrevido, lo diferente. Por eso la naturaleza, que es tan sabia, dispuso que hasta los mejores maestros tengamos que morir, un día, para así dejar sitio a sus oficiales y aprendices.  Se llama relevo. Y es una bendición divina. No la maldigas ni reniegues de ella.

Ningún maestro puede evitar que cometas errores: con suerte, logrará que no caigas en los mismos agujeros que él. Pero tienes que equivocarte a tu propio modo. El acierto es buen compañero de cama, pero pésimo maestro. Quien nunca yerra el camino, nunca aprenderá nada nuevo. Quien nunca experimenta, nunca descubre.

Reza a los dioses que quieras, en el templo de tu preferencia… pero sujeta fuerte tu mazo y golpea certero. Ninguna deidad martillará el hierro al rojo por ti. Los hombres somos lo que somos por nosotros mismos. Los dioses tienen sus propios asuntos, y generalmente están demasiado absortos en sus celos y luchas para preocuparse por sus inferiores, por más plegarias que elevemos hacia ellos.

Muchos dioses nos envidian. Porque recuerdan que todos ellos fueron hombres, antes, alguna vez. Humanos como tú y como yo, que un día se distinguieron de modo supremo en algo, que de algún modo desarrollaron una habilidad o destreza únicas, un don que los elevó por encima de sus congéneres y del imperativo de la muerte. Que los hizo poderosísimos… pero no más listos ni más sabios, por desgracia. Al menos, no de modo inmediato. Muchos dioses odian haber sido humanos…. y que lo sepamos. Otros no están contentos de serlo… y darían lo que no tienen por recuperar su humanidad. Por desgracia, ya es tarde, para todos ellos. Igual que la mariposa no puede volver a ser crisálida y luego oruga, nadie que haya saboreado el placer de la divinidad puede olvidarlo, o prescindir de él. Por eso, porque conservamos lo que ellos han perdido, algunos traman cómo destruirnos, aunque sin adoradores su misma existencia pierda todo sentido. Son como el cangrejo paranoico que clava las tenazas en la garganta de la cigüeña que lo llevaba volando a un charco nuevo, al secarse el suyo, aunque muera también en la caída de su portadora…

*****

El nemune, tercer día de la semana, al caer la tarde, regresó a Zumal, a todo galope, la patrulla montada del capitán Gorgas.

O más bien… lo que quedaba de ella.

De 150 jinetes bien armados apenas si volvían 20… y la mitad, sin montura propia: a pie, aferrándose a las crines y arreos de la de algún compañero, para así al menos correr con algún apoyo: si hubieran  elegido compartir silla, los sufridos corceles ya habrían reventado mucho antes de llegar a la ciudad.

Aunque ningún enemigo alzaba nubes de polvo en el plano horizonte del Piklomakán, se veía que aquellos aterrados infelices llevaban huyendo horas y horas, millas y millas. Estaban cubiertos de arena verdosa, extenuados… vencidos.

Ya no eran la aguerrida tropa de arcabuceros montados que por tantos años mantuviera el orden en el desierto y a raya a los peores bandoleros, sino apenas un triste puñado de exhaustos fugitivos.

Entre quienes, por cierto, aunque casi imposibles de distinguir bajo la polvorienta pátina verdosa que los cubría a todos, venían tres de aquellos mismos forajidos que por tanto tiempo persiguieran. Hermanados en la fuga.

El sargento Melkas, al frente de aquel grupo, contó que sin aquellos fuera de la ley y su exhaustivo conocimiento del terreno, su tropa nunca lo habría logrado. Y pidió perdón completo para ellos.

El capitán Gorgas no venía con su gente. Ni ningún otro oficial. Todos se habían quedado atrás, luchando, para permitirles escapar de las furiosas hordas de hombres de la costa.

Los jinetes les dejaron hasta el último de los arcabuces que les quedaban, junto con toda la pólvora y las balas. Sus líderes no quisieron ni un solo caballo. No pensaban huir.

De pie uno junto al otro, bajo el rótulo Fabricante de Hachas, con los fornidos brazos cruzados sobre el abultado pecho, el Trío Anónimo vio pasar  a los patéticos jirones de la antes poderosa patrulla montada.

La pequeña Nalia, que ya había olvidado su llanto de la víspera, tiró insistente del mandil de Oficial, para preguntarle: -De verdad ¿no hay nada qué hacer? Nunca creí que vería desbandada a la tropa de Gorgas.

-Era un buen soldado, pero no sabía a lo que se enfrentaba- declaró Aprendiz, acariciando distraído los oscuros cabellos de la chiquilla.

-¿Y ustedes sí lo saben?- preguntó ella, mirándolo esperanzada.

Los tres Nhível guardaron silencio unos instantes, hasta que al fin Maestro dijo, mirando en lontananza –Por desgracia, sí. O, al menos… creemos saberlo.

En ese mismo momento, de la grupa de uno de los agotados caballos, que cojeaba por la sangrante herida, se desprendió una pequeña cateya y rodó entre sus pesados cascos.

Rápida como el pensamiento, y sin el menor miedo a ser pisoteada por el corcel que venía detrás, Nalia se deslizó para recogerla y regresó a entregársela a Aprendiz.

-Tanta temeridad algún día te costará cara- la riñó Oficial, pero sonriendo de puro orgullo –Eso sí: nadie puede negar que sabes lo que es importante.

-Muy astuta- aprobó Maestro, sin apartar la vista de la pequeña hacha arrojadiza e curvo mango, que Aprendiz y él estaban examinando. –Ya no hay dudas. Esta la hizo el enano. Mira esa forma en S… Son ellos, y vienen por nosotros.

-¿Son… quiénes ? ¿Qué enano? Y ¿qué haremos? – preguntó la mocosa, llena de curiosidad: -Ya sé que no van escapar, pero ¿vamos a unirnos a los guardias del conde?

-No soy un guerrero- se negó Oficial.

-No me gustan los arcabuces- señaló Aprendiz –demasiado ruidosos, y hacen mucho humo… además, la pólvora me da picazón en la nariz. Se la dejo a mi familia.

-Por eso haremos lo que siempre hemos hecho-  declaró Maestro -Más hachas. Vamos, colegas: la fragua y el metal no aguardan por nadie. El tiempo, tampoco…

*****

Como todos esperaban, el conde, buen político al fin, perdonó a los tres bandidos que condujeron a Zumal a los escasos sobrevivientes de la patrulla de Gorgas… aunque con la expresa condición de que sirvieran de guías a su ejército.

Por supuesto, los forajidos aceptaron sin dudar un instante. Los feroces invasores de la costa también habían pasado a cuchillo a sus compañeros, después de todo. 

El señor de la ciudad no sólo movilizó con urgencia a todas sus tropas, sino que pidió ayuda a varios caciques de la jungla Namor que le debían favores a la urbe.  Cierto que sólo cuatro mostraron la adecuada gratitud… pero cada uno envió a un centenar de lanceros montados, altísimos y casi desnudos, aunque con grandes escudos ovales de piel de búfalo.

Junto con las fuerzas condales de Zumal, llegaban a millar y medio de efectivos.

Todos jinetes, sumaban casi setecientos arcabuces y un centenar de pistolas.

El viejo jefe nómada Noldar y el sargento Melkas iban entre ellos.

Y hasta el último de aquellos soldados se concentraron en la ciudad  en el centro del Tajo, listos para emprender el camino hacia las profundidades del Piklomakán: ya que las cobardes hordas  de hombres de la costa no se atrevían a acercarse a la vista de las negras murallas, pese a ser numéricamente superiores, habría que ir en su busca y darles una buena lección a aquellos pescadores engreídos.

En Zumal, la mayoría de los mercaderes aprovecharon la presencia de tanta soldadesca, preocupada por pasar lo mejor posible los que bien podrían ser sus últimos días en este mundo, para amasar pingües beneficios. El conde, por el bien de sus súbditos, había ordenado a sus hombres que todo lo que consumieran fuera pagado escrupulosamente… así que los comerciantes hicieron su verano vendiendo a sobreprecio alimentos, bebidas ropa, calzado… y unos cuantos menos escrupulosos, hasta alquilando a sus esposas, hijas y primas a la lujuria ajena.

Salvo los Nhível; ellos, como siempre, sólo vendieron armas. Hachas, sobre todo, y de tan excelente factura que muchas parecían forjadas por manos divinas, que no humanas. Bellas y letales. Perfecta, maravillosamente equilibradas.

El curioso artefacto de seis puntas forjado por Naila fue a parar a las manos del propio conde, que pagó por él 40 piezas de oro… e incluso así lo consideró un buen negocio. Sabía reconocer una obra de arte cuando la tenía entre sus manos.

Pero, a los demás que querían una de aquellas piezas soberbias y no podían pagarlas… los Nhível se las regalaban. Aunque muchos de la familia protestaron por los que les pareció la peor decisión comercial en la larga historia del clan…

*****

El wumune a media mañana, al fin, con esa cachazuda lentitud que lastra todos los movimientos de cualquier grupo humano muy grande, el ejército de Zumal se puso en marcha, atravesando la gran puerta del norte de la urbe.

El aire olía a expectación y esperanza, a victoria y despedida, a confianza y bosta de caballo, a alcohol y sudor.

Era una confusión exquisita. Las banderas tremolaban. Los címbalos atronaban. Las trompetas barritaban. Los corceles relinchaban. Los perros ladraban. Los niños chillaban. Los vítores ensordecían, las mujeres lloraban, las armas y lorigas centelleaban.

Al frente iba el conde, de completa armadura de placas sobre su piafante semental blanco, igualmente blindado. Llevaba al cinto una pistola de largo cañón forjada por artífices del frío sur… y la estrella de acero de Naila. Lo flanqueaban el jefe Noldar y los 200 hombres de su guardia: espléndidos guerreros, elegidos uno a uno. Todos llevaban arcabuz, puñal y espada o hacha de combate al cinto. Los oficiales, una o dos pistolas en sus fajas. Sus lorigas de negras escamas metálicas ofrecían casi tanta protección como la resplandeciente coraza de su señor… y eran mucho menos pesadas y vistosas, además. Lo mejor que el dinero podía comprar.

Con el contingente marchaban 4 esbeltas culebrinas de bronce, también fundidas en las armerías de los lejanos reinos del frío sur, y cada una tirada por 8 robustos caballos. El conde depositaba una confianza especial en los estragos que una descarga conjunta de metralla podía ocasionar al enemigo, seguro de que la artillería era el mañana de la guerra.

-Menos esos cañones sureños… manos Nhível han forjado todas las armas que porta el ejército- consideró Naila, orgullosa, al ver pasar al espléndido contingente, desde el tejado de la fragua junto a la cascada.

-Y aun así, sólo los dioses saben cuántos atravesarán esa misma puerta de regreso- declaró con un suspiro, Aprendiz, sentado junto a ella. –La guerra es algo horrible.

-Ningún soldado piensa que va a morir, o nadie combatiría- ella repitió una frase de Maestro, ansiosa por sonar sabia y madura.

Un gallardo capitán de caballería escuchó ambos comentarios y decidió sentirse ofendido por su inequívoco aroma a traición y derrotismo. Además, cerca había una muchacha de cabellos dorados y mejillas de rosa a la que aspiraba a impresionar con su valor: ¿por qué esperar a entrar en batalla para demostrarlo?

De un brusco halón, con la soltura de años de práctica, la fuerte diestra del oficial jinete tendió la larga lanza, elevándola hasta apoyar la afilada moharra de acero de un codo de longitud contra el pecho escuálido de la sorprendida y aterrada Naila, a quien casi hizo caer del tejado.

Y, por si eso fuera poco, todavía rugió, con exaltado patriotismo: -¡No permito que cobardes civiles, que se esconden tras los negros muros, como cucarachas bajo las tablas de un piso podrido, cuestionen nuestra inevitable victoria!

-Y yo no permito que un fanfarrón que se cree mejor que quienes pagan y forjan sus armas abuse de una niña, sólo porque dice lo que piensa- dijo Aprendiz, tocando casi delicadamente el extremo de la lanza.

–Hum… hecha por uno de los hijos de Oficial, en la armería junto a la fuente detrás del palacio condal. Creo que Jurgen… Me pregunto si…

Al segundo siguiente, el atónito capitán contemplaba boquiabierto lo que había quedado de su lanza: de algún modo misterioso,  el sólido acero de su filosa, puntiaguda moharra había fluido hasta convertirse en un colgajo romo e informe, como la cera derretida de una vela que ha ardido toda la noche. Incluso la sólida asta de roble se había cuarteado por varias partes, y parecía conservar su integridad sólo por puro milagro.

El estupefacto oficial soltó el arma arruinada como si fuera un animal venenoso capaz de morderlo, cerró la boca, llevó la mano a la empuñadura de su espada, volvió a abrirla… y al fin decidió que lo mejor era alejarse galopando de allí. Sólo por si acaso: muchos en Zumal cuchicheaban que los Nhível eran brujos, después de todo…

Y, desde luego, una cosa era imbuir de buena magia una herramienta o un arma para que cortasen mejor, no perdieran el filo y nunca se quebraran, fuego mediante y en la soledad y la penumbra de una fragua, con misteriosos conjuros… y otra muy distinta lo que acaba de hacer Aprendiz.

Eso… olía aterradoramente a brujería de la peor.

¡Por todos los dioses! ¡Ni siquiera había sentido calentarse la lanza!

¿O quizás sólo se lo había imaginado? Tal vez había bebido demasiado, la víspera… ese licor con el que lo convidaron los lanceros de la jungla era bastante fuerte.

-Gracias- dijo Naila, bajo, abrazando a Aprendiz, cuando el jinete hubo desaparecido, con una prisa casi cómica

-No tienes que dármelas- respondió él, ayudándola a reacomodarse en el tejado –Los novatos tenemos que ayudarnos unos a otros ¿no?

-En serio ¿cuántos de estos soldados crees que regresen?- preguntó ella, insistente.

-Pocos. Muy pocos, por desgracia- respondió el fabricante de hachas, y ahora revolviéndole el pelo, pensativo –Pero lo peor es lo que va a venir con ellos. A por nosotros.

-¿Por qué no huyen, entonces?- propuso la niña –Dijeron que no lo harían, claro, pero… No quiero que ustedes mue…

-Ni lo digas: no moriremos- rió Aprendiz –No nos toca. Pero eso no quiere decir que no podamos pasarla muy mal. Tanto, que preferiríamos estar muertos. En cualquier caso… ya nos cansamos de huir. Y esta historia ha durado demasiado. Es hora de que termine, de una manera o de otra. Los tres lo pensamos.

-¿Qué historia? ¿por qué hablan todo el tiempo en enigmas, ustedes? – insistió la mocosa.

-Porque no podemos hacerlo de otro modo- volvió a suspirar el Nhível –Son las reglas de lo que somos. Tampoco puedo explicártelas… pero mucho me temo que muy pronto las entenderás. O estarás muerta, y entonces ya todo dará igual.

*****

Habla Oficial, al son del martillo:

Niña no seas terca y escúchame es un consejo sabio y por tu bien te estoy diciendo que no basta con martillar y martillear da lo mismo si es la hoja de un hacha o el cañón de uno de esos horribles arcabuces que hacen tus padres tienes que usar tus ojos medir la temperatura del metal por el color y no olvides tampoco que tus golpes van construyendo un milagro por eso tantos nos creen brujos y hechiceros pero lo que no saben es que en realidad la fragua sí es un tipo de magia o no es maravilloso cómo empiezas a batir hierro vulgar y terminas con noble acero las hachas no son como las espadas que tienen que ser livianas y por eso hay que forjarlas con dos clases de metal duro fuera para que corte sin perder el filo y blando dentro para que no se quiebre los fabricantes de hachas tenemos una ventaja sobre los espaderos podemos hacer nuestras piezas tan sólidas y pesadas como mazos con un borde afilado bien tienes razón m astuto eso son mazos que en realidad cortan más por su mismo peso que por su filo ninguna espada puede resistir el golpe de una de nuestras hachas sin quebrarse pero el mango es su punto más débil así que tenemos que elegir la madera ideal para tallarlo con cuidado siempre a mano no sirven los tornos porque son curvas asimétricas y curarla bien durante varios inviernos y luego al fuego también proteger el mango con cantoneras de hierro y remaches donde rebote la hoja enemiga y asegurarlo con cuñas para que la nuestra no caiga un hacha ya sea herramienta o arma y a menudo no hay distinción clara no es como una espada aunque ambas hojas sean conjunción de fuerza y ligereza de metal y madera de peso y resistencia puro equilibrio y los que lo creamos somos malabaristas y nunca más que confeccionando un hacha Z pero esa estrella que hiciste me convenció de que el mundo es infinito y de que nunca lo sabemos todo si puedes sorprender incluso a veteranos expertos como nosotros que todavía o acabamos de asimilar los arcabuces tal vez haya esperanza dicen que un perro viejo no puede aprender trucos nuevos pero quizás sí pueda hacerse amigo de una cachorra que haya nacido conociéndolos  gracias por ayudarnos Naila enana si todo sale como pensamos Zumal  ya no podrá acogernos y aunque la pólvora es otra clase de magia que no entendemos y quizás nunca entendamos porque es demasiado moderna tu idea es muy interesante podríamos intentarlo al menos y si no sale bien al menos nos habremos dado el gusto de verte probar algo nuevo nunca te lo había dicho pero me gusta más que nada en este mundo verte martillar es como mirarnos en un espejo eres toda una Nhível aunque tengas nombre tienes lo mejor de nuestra hab



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Fabricante de hachas, por Yoss

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