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Volar hacia la cruz, por Raúl Piad Ríos

Este domingo tengo el gusto de compartir con ustedes un cuento inédito del autor matancero Raúl Piad (Premio Calendario, David y Edad de Oro), que ha aceptado que publique aquí en el blog. Piad, que ha estado colaborando conmigo desde el comienzo en este proyecto, nos trae hoy una historia que mezcla piratas, barcos voladores, una Hermandad misteriosa y un grupo de piratas veteranos que va a recuperar las riquezas de toda una vida de saqueos. Sin embargo, es una historia que también se mezcla con el terror lovecraftiano y nos deja con un final inesperado que te sorprenderá cuando lo leas.

Sin más preámbulos, los dejo con el cuento:

Por techo, cielo. Por sangre, lluvia.

Shem machaca la letanía dentro de su cráneo, una y otra vez, hasta convertirla en un galimatías sin sentido. Triste remedio, pues nunca le ha ayudado mucho, pero la inacción siempre es mucho peor.

A su lado, Nidria ahoga un bostezo. La muy condenada, ¿cómo puede estar tan tranquila cuando la tormenta amenaza con alcanzarlos de nuevo? La mira de reojo. La segunda al mando lleva el cabello cobrizo recogido en varias trenzas finas, sujetas en un nudo alto, al estilo corsario. Una telaraña de cicatrices blancas se entrecruza en su rostro ovalado, desde los altos pómulos a la barbilla aguzada; la punta de la oreja derecha ha sido cortada en una batalla, hace mucho tiempo. Los moratones de la última jarana descienden en líneas paralelas por su largo cuello oscuro y desaparecen bajo la brillante curva de la gorguera.

Como siempre, hay un destello de burla en su mirada calculadora, casi un recordatorio de las palabras que ella le escupió en el rostro hace ya cuatro meses:

¿Qué si es una vida excitante? ¡Te lo aseguro! El viento y los relámpagos, los bolsillos llenos y una cara bonita en suelo firme para darte calor.

Recuerda sus historias rocambolescas: sus escapes a toda máquina de un escuadrón completo con la bodega repleta de botín, o de cuando capturó una barcaza aérea repleta de esclavas cortesanas de Okeno y las liberaron… al cabo de un tiempo.

De lo que nunca le habló fue de las ratas-murciélago, ni de los gusanos en el pan. De los fuertes vientos que atrapan a los buques aéreos y los lanzan contra los picos cubiertos de niebla, de los meses que transcurren sin atracar en puertos conocidos. De la manera en que toda la nave apesta a navegantes sucios, a meados y comida medio podrida.

Tampoco de las leyendas, relatadas entre susurros, de las naves-sombra, condenadas a volar para siempre entre parajes olvidados por dioses y hombres, compuestas de almas descarnadas que forman un todo blasfemo con la propia nave, maldecidas por poderes ignotos y olvidados. Navíos que rondan parajes en los que nadie en su sano juicio osaría aventurarse.

Tardó semanas en recuperarse del choque que supuso la cruda realidad, y está seguro de que aún no supera el torvo entumecimiento que le embargó. Cuando intentó descubrir quién era el culpable de su situación, no le agradó concluir que la culpa, como siempre, era suya. No había nadie más a quien señalar con el dedo, nadie más a quien castigar. Daba igual cuánto fregara los borrones de su culpabilidad, estos siempre reaparecían.

No, Nidria nunca le mintió. Ahora la vuelve a mirar, y es como si otra vez ella le propinara un empujón, clavase sus ojos malvas en los suyos y carraspease, muy despacio:

Sigue mi consejo: quédate en casa y monta una taberna. La vida de un pirata no es apta para la gente cuerda. En cuanto a mí, yo no he estado cuerda ni un solo segundo en toda mi vida.

No le hizo caso. Ahora sabe que es un estúpido, y su única esperanza de sobrevivir pasa por no permitir que nadie más sepa lo estúpido que es.

Al comienzo de su guardia, al primer indicio del vendaval, el capitán ordenó despejarlo todo, signo inequívoco de que no se enfrentaban a una simple borrasca. La lluvia fue lo primero que los golpeó, seguida por un viento que parecía empeñado en desasir el fuselaje y las lonas. En aparente respuesta a sus esfuerzos, la tormenta arreció. Los navegantes de turno corretearon como hormigas sobre una tabla a la deriva, ajustando y recogiendo en respuesta a una orden tras otra, hasta que Shem dejó de pensar por completo, moviéndose únicamente para cumplir las órdenes anunciadas a gritos. Asombroso, lo que es capaz de hacer el cuerpo cuando la fatiga y el terror embotan la mente. Sus manos y pies eran como animales bien entrenados que reñían por mantenerlo con vida pese a la turbación que le embargaba.

Y desde entonces ha transcurrido una hora. La calma que ahora disfrutan es solo una ilusión.

El rascar de unas ruedas de madera sobre la cubierta anuncia que alguien ha abandonado la seguridad de los camarotes. Es una figura calva y encorvada arropada en un impermeable rojo, que se aferra tercamente a la robustez de su juventud: el capitán Myzeq, el viejo Cicatrices, como es conocido en las alturas, pues las marcas de toda una vida le dibujan todo el exterior del rostro, desde el rabillo de su ojo derecho hasta la comisura de los labios. Desde el lado izquierdo de su nariz, recorren la mejilla y describen una curva, hasta llegar a la frente arrugada. Y hay más, por todas partes. Desfiguran su tez ocre con precisión estética.

—Casi navegamos a ciegas, capitán —le indica Nidria, mientras despide al enfermero y ella misma se encarga de empujar la silla—. El timonel mantiene el rumbo, pero tuvimos que disminuir la velocidad. Además, no es seguro que permanezca aquí arriba. La tormenta está a punto de golpearnos de nuevo.

—Eso no importa —la voz de Myzeq es un silbido, aunque la proyecta de manera que todos puedan oírla—, ya falta poco. Toda una vida…toda una vida resumida en un último vuelo. Ellos cumplirán su parte del tratado.

Sigue hablando, y desvaría lo suyo. Habla de la furia de las tempestades que ha presenciado, y de la belleza de los motores rugiendo su melodía de hierro. Por un fugaz instante, Shem ve al capitán como un desconocido, casi una amenaza. No una amenaza perversa, ni malintencionada, sino como parte de una ráfaga de viento huracanado que, ingenua, aplasta y destruye cuanto se interpone en su camino.

—El último vuelo —repite el viejo—, el último vuelo Hacia la cruz.

Nidria añade algo en voz baja, asiente y empuja un poco más la silla. Su habitual sonrisa petulante se mezcla con un rictus de ambición comedida. Una avidez que comparten aquellos que navegan bajo la bandera de un navío protegido por la marca de la Hermandad Silenciosa.

Shem es una persona repleta de dudas, pero la que martillea su cerebro, día sí y día también, es aquella que le recrimina el no haberse decidido a enrolarse en otro buque. El barniz de misterio y recelo que rodea a la única orden que ha pactado con los piratas es más que suficiente para preguntarse si tomó la decisión correcta.

La Libélula es un navío marcado por el poder de los hermanos silenciosos; ningún otro filibustero osaría atacarlo sin importar lo cargado de botín que esté, porque saben que las reprimendas serían terribles. A cambio, sus tripulantes se deben a un único propósito, ligados a un último viaje.

Todo capitán pirata que hace un compromiso con la Hermandad Silenciosa lleva consigo una carta privada, escrita en clave, o con alguna otra artimaña que impide que cualquiera que no sea el capitán o un miembro de la orden la lea. En esa carta hay una cruz que marca el emplazamiento de casi todos sus tesoros, entregados a la propia Hermandad después de cada saqueo exitoso. Cuando el capitán tiene la suerte de llegar al final de su carrera sobre las nubes —veinte años de pillajes constantes— le hace un juramento a su tripulación, y ésta vuela hacia la cruz; allí se reparten las riquezas, una porción para cada hombre según sus servicios, responsabilidades y rango.

Al final, el comandante se retira y el segundo al mando hereda el navío.

Es una tradición, cuando menos, extraña, pero que siempre ha sido cumplida a rajatabla. Aunque Shem no la comprende, muchos dicen que ha tenido mucha suerte, pues la probabilidad de que un aprendiz de navegante vuele hacia la cruz es casi inexistente.

Por eso Nidria sonríe a ratos, y exhorta a los hombres a seguir adelante, sin dejarse amedrentar por tormentas, leyendas siniestras o leviatanes del cielo, y por eso la obedecen sin rechistar más de lo necesario. Porque al final del viaje ellos serán más ricos y la Libélula tendrá una nueva capitana. A fin de cuentas, algo que Shem aprendió desde el principio es que los piratas se rigen por un código no escrito que subraya la libertad personal y la lealtad a tu líder, tripulación y nave (en ese orden), y que si las ganancias exceden los sacrificios están dispuestos a llegar hasta el final.

Ellos también viven sujetos a debilidades, están encadenados a sueños, propios o ajenos. Casi todos los miembros de la tripulación obtendrán un botín equivalente a las depredaciones de cinco años, por lo que aceptan gustosos las privaciones de un viaje semejante. Pero, por encima de todo, saben que no pueden incumplir el pacto que hicieron al abordar la nave; la Hermandad Silenciosa no tolera a los perjuros.

—¿Cuándo vas a servir para algo? —la voz de Koré, el alto y nervudo artillero lo trae de regreso—. Necesito asegurar los remaches de la ametralladora.

Shem asiente y avanza como puede hacia el arma de fuego. Si las sujeciones pierden estabilidad el viento terminará por barrer todo lo que no sea el propio tablado de la cubierta.

—¡Esputo divino! Jamás pensé que el viejo Cicatrices lo consiguiera —comenta Koré al observar la escena—, no puedo dejar de considerarme doblemente afortunado.

—¿Perdernos en estas alturas malditas es algo bueno para ti? —bufa Shem— Todo ese oro no valdrá de nada si luego tenemos que gastarlo en el infierno.

—No sabes lo que dices. No recuerdo cuando fue la última vez que un capitán volase hacia la cruz. Esas cosas ya no suceden, Shem.

—Será porque nadie es tan estúpido como para dejarle su fortuna a unos extraños —Shem estornuda, aterido hasta los huesos—, sin saber si algún día la podrá reclamar de nuevo.

Koré mira hacia todas partes, repentinamente asustado.

—¿Te has vuelto loco, mocoso? La Hermandad Silenciosa siempre ha cumplido con su parte: ellos nos protegen de la avaricia de otros capitanes, trasladan el botín y lo guardan en espera del día en que podamos reclamarlo.

—Esa protección podríamos procurárnosla nosotros mismos —Shem no puede detenerse. Es como si el miedo y la tensión de las últimas horas lo impeliesen a decir algo que en realidad preferiría callar— ¿Y si en verdad se han quedado con nuestros tesoros? ¿Cómo saber que no volamos a ciegas hacia ninguna parte?

—Ahora hablas como un necio. No voy a perder mi tiempo contigo —la expresión que surca el semblante de Koré aúna incredulidad y espanto— ¡Existen registros! ¡Libros que atestiguan la vida de capitanes y tripulaciones que volaron hacia la cruz!

—Aun así… ¿por qué confiar en esa gente? ¿Por qué someterse a una costumbre tan absurda?

—Los que intentaron pasarse de listos no sobrevivieron para contarnos las ventajas. Los de la Hermandad Silenciosa…no son la clase de gente que puede ser engañada. Ya no hay vuelta atrás, ahora volamos hacia la cruz, para bien o para mal.

Shem intenta ripostar, pero la voz de trueno de Nidria anuncia el inminente regreso del vendaval.

La siguiente ráfaga de viento golpea de estribor: el aire brama y se revuelve desde todas las direcciones. El viento es como un maelstróm, anárquico, que sopla con la fuerza de un viejo dios enojado y golpea con oleadas de agua gélida. Los truenos resuenan, es el latido del corazón de la bestia que los ha engullido, pero su sonido apenas llega, tan fuerte es el ulular del aire.

Durante esos pocos segundos Shem ya no puede pensar. Otra vez siente el pánico y el frío, uno emergiendo ardiente de su pecho, el otro creando una costra impenetrable alrededor de la piel. Incapaz de contenerse, grita…un error, ya que la frialdad le entra por la boca: es un espectro que le introduce un brazo hasta la garganta.

La vieja Libélula flota hacia la muralla de la tormenta y las nubes color noche la engullen, oscureciendo el mundo. Lo peor, sin embargo, está por llegar. Iluminadas desde dentro por alguna chispa ocasional, se perfilan los contornos de las gigantescas medusas del éter, las únicas criaturas que se atreven a vivir en esas alturas olvidadas.

La más grande de ellas flota, por instinto o deseo malsano, sobre la nave, y sus tentáculos fluorescentes acarician la estructura de las cabinas superiores. Un hombre chilla y cae desde lo alto, totalmente paralizado. Alguien ladra una orden y tira de la palanca más cercana, los crujidos y suspiros de las válvulas forman ecos dentro de los ecos.

De repente, Shem tropieza y la cubierta se acerca a escasos centímetros de su cara. Mientras rueda hacia el abismo se le ocurre que, a fin de cuentas, morir es solo otra opción. Nunca tendrá que volver a responder ante nadie, ni sentir el chasquido de una cuerda en las costillas. Nunca tendrá que volver a sentirse avergonzado, frustrado o estúpido de nuevo. Mejor aún, la caída solo tomaría un instante, y luego estaría listo. Nada de torturarse dándole vueltas, ni de rezar siquiera para deshacer lo hecho.

Una mano larga y morena, con su delgada maquinaria de huesos y tendones claramente visibles bajo la piel curtida, lo agarra en el último momento.

—¡Deberías hacer algo útil! —sonríe Nidria mientras lo ayuda a ponerse en pie— ¡Esas ametralladoras no van a dispararse solas!

Atontado, anadea hacia donde reclaman su presencia. Otras dos medusas danzan su baile errático alrededor de la aeronave, un baile de muerte y solaz. Koré le grita y aunque no lo comprende, la fuerza de la costumbre se impone. Sus dedos entumecidos manipulan las cintas de la munición, cargan el arma —un dedo metálico que apunta a la nada— la amartillan y descorren los mecanismos de seguridad.

El tableteo de la ametralladora se impone al rugido de la tormenta, las balas trazan un rumbo incierto y dibujan agujeros fantasmales a través de las medusas más cercanas. Pero los cuerpos de los titanes, ligeros y rodeados de electricidad estática, se regeneran casi al instante. Los disparos, no obstante, los mantienen alejados, al menos lo suficiente como para que la Libélula ascienda y termine por dejarlos definitivamente atrás.

La tormenta también mengua, se dispersa en la noche junto a sus habitantes. Una fina cortina de agua envuelve a la nave, que ahora vuela sobre las nubes de ónice y las agujas de roca que, como islas celestes, emergen de ellas. Aunque nunca ha visto la superficie del infrasuelo, Shem piensa que alguien debe haber plegado el manto de la tierra para crear esas cumbres, y se pregunta cómo será verlas desde abajo, sin ladera ni estribación que suavice el acceso desde la base.

Una luz difusa mancha de rojo pálido el cielo, haciendo brillar las esporas que flotan en el aire. Todos los picos están cubiertos de vegetación, hongos y líquenes amarillos que constituyen el hogar de cientos de pequeñas criaturas que salen después de la tempestad. La Libélula navega entonces a través de un túnel multicolor y viviente, que lo mismo se transmuta en mil formas abstractas delineadas por un pincel invisible, o se esfuma ante cualquier bandazo o movimiento brusco.

—Les dimos bien —comenta Koré, a su lado, mientras seca con un lienzo encerado la ametralladora—, nunca había visto tantas medusas juntas. Casi siempre huyen del sonido de los motores…el mal tiempo debe haberlas envalentonado.

—¡Esa tormenta…! —agrega Shem, aun tembloroso—, pensé que esta vez sí estirábamos la pata.

—¡Hace falta algo más que un poco de agua y viento para cansar las alas de la vieja Libélula! —alardea el artillero, pero Shem no olvida el terror que vio asomado a sus ojos. Los navegantes veteranos siempre terminan contándose historias de vendavales mucho peores que han capeado en naves menos resistentes.

Es natural. Todo el mundo habla y bromea sobre lo sucedido, como si sus vidas no hubiesen pendido de un hilo fino, quizás demasiado fino como para aceptarlo. Sin embargo, no son conscientes de que, a medida que la nave deja atrás los picos, las criaturas luminosas y sus formas fantasmales comienzan a menguar, y de algún lugar aparece un diminuto jirón de nube, una mota que se abre como una flor, multiplicándose con su propia sustancia.

El vigía lo divisa cuando ya se extiende a toda velocidad: una mancha de tinta de calamar astral que forma un disco de sombra en expansión. Un coro de sonidos ominosos retumba en los sobrecargados oídos de Shem justo en el momento en que millones de partículas minúsculas de una cosa que parece niebla descienden sobre la nave. Toda visibilidad se eclipsa ante ese tufo arcano que cae de la nada. El ruido proveniente del cielo va en aumento: la sorda vibración se convierte en ronroneo y luego en una exclamación apagada.

La Libélula se abre paso a través de una bruma que ni siquiera los potentes haces de los reflectores eléctricos puede dispersar. Más allá de los límites de su reducida visión, allí donde el espesor de la niebla es menor, aparecen muros sombríos, formas cuyas líneas se recortan como islotes flotantes. El viejo Myzeq abandona su silla de ruedas, rascando el suelo a su paso con un bastón parecido a una garra de metal. En una de sus manos lleva la carta, el más preciado de sus tesoros, y parece confiado. Por un instante, Shem cree que el tiempo ha retrocedido, pues el anciano ladra órdenes, agita su puño cetrino, vuelve a ser aquel capitán cuyo nombre inspiró terror a lo largo y ancho de los Celajes y más allá.

—¿Qué dices, Shem? —la voz de Nidria le hace dar un respingo. La segunda pasa a su lado y lanza una de sus carcajadas—. ¿Estás listo para ser rico?

Shem no sabe qué contestar. Se apoya sobre el pasamanos y su mirada se pierde en las luces fantasmagóricas que cree percibir a lo lejos. Brillan, como montones de ojos amarillos a través de la calina. Una de esas luces lo desconcierta: chispea más que las demás, y está mucho, mucho más alta. ¿Alguien ha olvidado una linterna en estos parajes sin vida?

Y entonces, a medida que la Libélula se acerca, haciendo honor a su nombre —un insecto errante atraído por la luz— de la nada que los rodea emergen los contornos serpentinos de una isla flotante, la más grande que Shem ha visto en su vida. Los reflectores descubren una silueta antinatural, demasiado extraña hasta para una gran masa de tierra que flota en el aire por el efecto de un núcleo de piedratérea.

Ni un susurro de asombro hiende el silencio mientras una enorme torre negra emerge de las nieblas. En lo alto brilla una lámpara, un jirón de llama sucia. Y a continuación descubren el porqué de aquella forma tan extraña.

Un gigantesco árbol ha engullido la isla.

La torre que hace las veces de faro está situada entre las ramas de dos troncos retorcidos. En los rellanos de las enormes escaleras de piedra que rodean la copa asoman los restos de columnas y paredes. Es una especie de ciudad olvidada, o quizás una sola edificación colosal, erigida alrededor del árbol, pero el tiempo hace mucho que cerró sus dientes implacables sobre la gloria de la que una vez disfrutó.

—Hemos llegado —la voz de Myzeq chirría cual maquinaria desgastada—, al fin, la cruz.

Gobernar la Libélula hasta el árbol, por entre las altísimas ramas, es como maniobrar alrededor de inmensas columnas en algún templo abandonado. Las raíces se enganchan en el fuselaje y ralentizan el vuelo, pero a pesar de todo logran alcanzar una especie de muelle aéreo, incrustado entre dos monolitos de piedra negra, donde terminan por atracar. A bordo solo quedan los pocos que, enfermos o heridos, no pueden valerse por sí mismos. La partida de desembarco consta de una treintena de hombres y mujeres ávidos por recibir la parte del botín que les cambiará la vida por siempre. Dos fornidos porteadores cargan al capitán en una silla de mano, se aprovisionan de lo necesario y al fin descienden.

Shem abriga cierta aprensión al pisar el suelo mohoso y sembrado de bloques de piedra del tamaño de un hombre. A ambos lados del camino se alzan ventanas desvencijadas, vanos sin puerta abiertos como heridas y enormes montoneras de escombros, pero la calzada sigue despejada, como si alguien se hubiese preocupado de mantenerla abierta tras el abandono de aquella ciudad marchita. La ruta que indica el capitán los lleva a través de un laberinto de vigas grises y retorcidas, cristales y objetos de formas extrañas, masas de metal retorcido y herrumbroso que hablan de otros tiempos, quizás mejores, ahora enterrados.

Paso a paso avanzan entre el silencio y la decrepitud. Las piedras pegajosas les devuelven el eco de sus propias botas; por todas partes se oye agua que corre, gotea y cae en charcos ocultos. A medida que ascienden, los muros tapizados de hiedra revelan una serie de grabados cuyo significado ya nadie es capaz de descifrar. Las arañas pigmeo han tejido un sinnúmero de telas salpicadas de rocío en los vanos torcidos, de tal forma que sus filigranas de seda parecen adornar los viejos glifos.

Shem no sabe durante cuánto tiempo caminan, y solo se detienen al llegar a un edificio mayor que los demás, empotrado en el tronco principal. Una gran hendidura se abre en la pared, como una boca desdentada, y por ella entran, después de descansar unos minutos. Alumbrados por una docena de faroles, descienden por un corredor que perfora las entrañas de la isla arbórea hasta chocar con una puerta de bronce cubierta de manchas oscuras que les cierra el paso. Con calma, el capitán extrae una llave oxidada de sus bolsillos y la introduce en la única ranura disponible.

Shem intenta que sus ojos se adapten a la oscuridad del interior. Apenas lo consigue cuando el aliento escapa de su pecho y una fuerza invisible lo inmoviliza al suelo.

Extendiéndose lejos por los suelos invisibles, yacen incontables pilas de objetos preciosos, oro labrado y sin labrar, gemas, joyas, plata que la luz tiñe de rojo. Detrás, en las paredes más próximas, pueden verse armas ceremoniales y escudos colgados; y más allá, en hileras, grandes jarrones y vasijas, rebosantes de una riqueza incalculable. No hay palabras que alcancen a expresar el pasmo abrumador que provoca la magnificencia, la gloria de un tesoro semejante, Shem queda absorto, casi olvidando las penurias sufridas. En los rostros de los piratas florece la esperanza de una vida echa a la medida de sus deseos. Lo que tienen ante sí sobrepasa toda cuenta y medida.

Algunos entran y ríen como locos, lanzando puñados de monedas y reliquias al aire. El capitán cojea hasta el centro de la sala, conteniendo la emoción; sus ojos parecen buscar algo que nadie más percibe, oculto quizás en los rincones donde la luz no llega. Los demás no se percatan de ello. El frenesí se contagia de hombre a hombre, y ya unos cuantos se disponen a separar el oro en montones y contabilizar sus partes.

—¿Ves? —le muestra Koré a Shem, riendo a mandíbula batiente—. ¡Todo nuestro! ¡El viejo Cicatrices nunca nos ha defraudado!

Shem asiente. Arrastrado casi contra su voluntad avanza desde las sombras del umbral y cruza una parte del salón hasta el borde más cercano de los montículos del tesoro. El corazón le salta en el pecho mientras un temblor más febril que el del descenso le ataca las piernas. La idea de que ahora es rico, asquerosamente rico, lo impele a seguir adelante.

Tan ensimismado está que no advierte como un pequeño grupo de piratas retrocede un poco hasta formar una media luna, con Nidria en el centro. Cuando la segunda les grita, ya es demasiado tarde. Quince fusiles los conminan a permanecer quietos y la propia Nidria encañona al capitán con su pistola de empuñadura de nácar.

—Muy bien —se mueve con aplomo calculado, conduciendo su musculoso cuerpo como un depredador. Shem nota que lleva una armadura de cuero llena de bolsillos, cintos y pistoleras. Está dispuesta a luchar—, aquí todos nos conocemos. Preferiría, dentro de lo posible, evitar un baño de sangre, pero si no hay más remedio…

El resto de la frase es evidente.

—¡Que los dioses te jodan y te pudran en…! —grita el capitán Myzeq pero su insubordinada segunda le interrumpe.

—¿Cuántos tendrán que caer, capitán? Ordéneles que suelten las armas ahora y no tendrán que sentirse como traidores. Si no lo hace, les estará ordenando que mueran. Y usted será el primero en hacerlo —da golpecitos con el cañón de la pistola en su muslo izquierdo—. Decídase, capitán. Prometo que respetaremos sus vidas, pero antes nos llevaremos todo el oro.

Se hace el silencio en la cámara. Myzeq mira a sus perplejos hombres, los que aún le son fieles, y alza las manos.

—Acabas de cometer el peor error de tu vida, perra —gruñe a la vez que intenta desenvainar su viejo sable de abordaje.

Nidria suspira, como si supiese que es imposible luchar contra el destino. Cuando alza la pistola, vuelve a sonreír. El disparo reverbera a través de las paredes; a partir de entonces la escena deja de ser para Shem una mezcla de impresiones y solo puede percibir una cosa: en los pantalones de Myzeq hay ahora un agujero manchado de sangre, a la altura de la rodilla derecha, así como un rosario de manchas de sangre esparcido sobre el metal dorado del suelo. Los hombres del capitán braman de furia y se lanzan al ataque, vencidos por una locura homicida; por su parte, los insubordinados apuntan lenta y metódicamente hacia sus antiguos compañeros.

Koré empuja a Shem, que entrecierra los ojos y se encoge.

De pronto, y como si llevasen allí desde el principio, tres perfiles se siluetean contra el resplandor de los faroles, interponiéndose entre ambos bandos. Uno de ellos se encara a los amotinados, extendiendo un brazo largo y envuelto en harapos.

Dos de los hombres de Nidria retroceden, tambaleándose y Shem lanza un grito al contemplar la mezcolanza de sangre y hueso en que se convierten sus cabezas y el increíble número de heridas que aparecen en sus cuerpos, como si hubiesen sido atacados por centenares de enemigos al mismo tiempo.

Queda paralizado por el terror. Tiembla, con las manos en la boca. Hay algo antinatural en esas heridas. Parecen cambiar de estado con un estremecimiento, desgarrones profundos que de repente se vuelven insustanciales, como la materia de los sueños. Pero la sangre que se encharca bajo sus cuerpos es muy real y los hombres están muertos de verdad.

La propia Nidria ahoga una maldición y dispara al atacante misterioso. Otro de sus seguidores la imita. Al recibir los impactos, la silueta recula y se convierte en algo más que una sombra: sus vestiduras harapientas caen al suelo. Por un breve momento adquiere la apariencia de algún gigante demoniaco, cuyos ojos parecen absorber la luz y llenar la cámara con un escalofrío de muerte y vacío. Su piel es negra como el ébano, pero cambia de momento en momento, agitándose como si estuviera viva con las energías vertiginosas que brotan de una miríada de joyas que lleva incrustadas en todo el cuerpo, punteadas por vetas de oro y plata.

—Son ellos —balbucea Koré, preso de un trance frenético—, son ellos…insensata…la Hermandad no puede ser burlada.

La criatura sacude una mano donde relucen dedos de oscuro diamante y rubí. El hombre de Nidria cae, desgarrado por un millar de garras invisibles, y ella misma aúlla de dolor cuando su brazo izquierdo es retorcido y astillado hasta convertirse en un colgajo inservible.

—¡He cumplido con mi parte! —interviene Myzeq con los ojos desencajados de las órbitas—. Mi tiempo al servicio de la Hermandad ha llegado a su fin. ¡Exijo mi recompensa!

 Las otras dos figuras se acercan hasta el capitán, también despojadas de sus mantos. Al igual que su compañero, sus cuerpos oscuros e inhumanos relucen con el fulgor de cientos de joyas incrustadas en la piel.

—Myzeq, reconocemos tu labor —dice uno de ellos, y aunque su boca de labios áureos no se mueve, su voz es ronca y profunda, casi un coro de condenados resonando desde la tumba—. Y te brindamos la retribución prometida.

—Hoy presenciamos la ascensión de un nuevo Hermano —añade el segundo—. Carne y oro modelados para servir al Silencio Astral. Que esta riqueza amasada con dolor forje tu nuevo cuerpo, que esta carne culpable se convierta en el icor de tus venas.

Alguien grita, y Shem ve como otro de los piratas cae, destrozado por un potro de tortura que nadie puede ver. Pero esta vez se trata de uno de los hombres que permanecieron fieles, y algo encaja en el interior de su cerebro. De repente, siente el despertar de la terrible certeza que trató de acallar hasta ese momento.

Ninguno de ellos saldrá vivo de la cámara funeraria.

—¡No! —Myzeq renquea hacia las figuras enjoyadas—. ¡Ellos no! ¡Mi pacto no los incluía! Les he conseguido una fortuna digna de emperadores, ¿acaso no es suficiente?

—La inmortalidad está revestida de metal y sangre —corean ambos hermanos silenciosos—. El camino de la elevación discurre sobre la culpa de quienes asesinaron para colmar sus bolsillos. El destino no puede ser escrito dos veces.

—¡Viejo podrido! —grita Nidria. La rabia supera el sufrimiento que nubla sus ojos—. ¡Tendría que haberte matado antes! ¡Nos trajiste aquí para ofrecernos a estas abominaciones!

—Fuiste tú la que intentaste traicionarme primero —murmura el viejo capitán, y cae de rodillas, ajeno a su propia herida—, pero no lo sabía…en verdad no lo sabía. Jamás hubiese sacrificado…tantos años…

—La rueda del Silencio gira otra vez —sentencia el tercer hermano.

Shem cierra los ojos. No quiere presenciar su propio final, aunque el dolor que vislumbra es irrevocable. Pero ahora está lejos de toda gracia, y una fuerza ajena le conmina a ver, a contemplar el fin de todas las personas junto a las que voló hacia la cruz.

El tapiz de horror y locura que se desenvuelve ante su mirada solo puede haber sido tejido por un dios loco y cruel. Los tres hermanos silenciosos avanzan hasta el centro de la cámara, los acompaña una fosforescencia cobriza en vez de azul, fría, sin encanto. Los cuerpos de los navegantes se abren en canal y sus alaridos espesan el aire como una humareda. Es una sinfonía tremebunda, bella, a pesar de todo. Ve caer a Nidria, a Koré, a todos, mutilados más allá de lo indecible.

Las extremidades se les separan del torso y las cabezas de los hombros, un torrente de sangre fluye hacia donde Myzeq llora y ríe indistintamente, su mirada dislocada con el fulgor de la locura. Y entonces el oro crepita y se funde, purificado por las llamas de un horno invisible; la riada burbujeante se mezcla con el escarlata que brota de los piratas agonizantes, fluye y trepa sobre el cuerpo del capitán hasta llenar su boca. Shem no quiere mirar, no quiere ver como cada centímetro del cuerpo del viejo Cicatrices es cosméticamente perforado e infibulado por las joyas que robó durante veinte años, no quiere aceptar el nacimiento de una criatura semejante a los hermanos silenciosos: un ser forjado en oro y sangre.

Sabe también que ha llegado la hora de su sacrificio. Se ve a sí mismo en el centro de un vórtice de cadáveres, cuyos rostros vueltos hacia arriba le sonríen con una mueca perversa.

¿Por qué no estás aquí? Parecen decirle. No eres mejor que nosotros.

Ahora son cuatro las figuras marcadas con gemas las que trascienden las fronteras de la solidez y fulguran en la penumbra; sus rostros son conos de fuego áureo.

—Este es el regalo de la Hermandad —gorgotea el ser que una vez se llamó Myzeq. Pronuncia las palabras con lentitud y paciencia, como un maestro de escuela que recita una lección olvidada.—. Tu vida a cambio del silencio. Abandonarás este sitio y olvidarás todo lo que viste. Ante los ojos del mundo, el capitán de la Libélula y su tripulación han partido hacia un lugar mejor, cargados de riquezas y orgullosos de su suerte.

—¿Por qué yo? —se oye susurrar a sí mismo con la voz teñida de pánico, pero no espera respuestas. Está completamente desorientado y siente que acaban de extraerle el corazón del pecho.

Asqueado, se aparta de los Hermanos. Huye por el corredor a oscuras, a través de los jardines cenicientos, entre los secos caños de fuentes y arriates cubiertos de hiedra. A sus espaldas escucha algo que no entiende, pero el sonido se hace más débil y le parece que no le siguen.

Después corre, corre como si la propia Muerte aguzara sus ijares con un clavo, inseguro del perdón que le ha sido concedido. Corre hacia la seguridad de la Libélula,y ya sin poder contenerse, se convulsiona y grita. Parece más un animal herido que un hombre.

Ignora que será de él en los próximos días, en los próximos minutos, que les dirá a los pocos navegantes que tuvieron la fortuna de permanecer a bordo. No lo sabe, y tampoco le importa. Por lo pronto, solo desea una cosa: encontrar que todo sigue en orden y tranquilo, sentir el reconfortante cabeceo de la nave al ser mecida por el viento, y alumbrarse por una lámpara que no refleje el dorado maldito del oro.

Tener por techo, cielo. Por sangre, lluvia.

Y después solo quiere volar, volar lejos de la cruz.

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Volar hacia la cruz, por Raúl Piad Ríos

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