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Todos mejor (VA)

Vicente Aparicio (Foto: Asier Garagarza: 'Javier Ortiz')

Todos parecían hacerlo mejor. Hacerlo todo mejor. Por ejemplo bailar. Aquel chico espigado de camiseta negra y tejanos prietos flotando en el líquido amniótico del Rock and Roll Radio de los Ramones. Las dos gemelas de rostro festivo, acompasadas y elásticas en sus chaquetas de cuero, el cuello vuelto, adoradoras probables de Chrissie Hynde. Los vasos de tubo prendidos entre los dedos de la multitud danzante, mientras la vocal elegancia de Bowie coqueteaba con el soul. Todos parecían hacerlo todo mejor. Por ejemplo enamorarse de la fragilidad de Morrissey, de la imagen mental de su icónico tupé. Por ejemplo fumar. Como el rocker de ojos vidriosos acodado en la barra, deliberadamente esquivo a las miradas ajenas, melancólicamente fiero, con un cigarro acoplado a los labios con maestría generacional, todavía sin encender.

Todos parecían hacerlo mejor que él (pongamos que Dani, o Juanjo, Santi, Antonio, Edu, tal vez Charly: él), solitario observador discreto del ecosistema, tímido y atento a la inmensa multiplicidad de los detalles, arrítmico y reflexivo en una esquina opaca y apartada, equivalente al pupitre del fondo. Desapercibido, por encima de todo.

A veces sala de conciertos, el resto del tiempo discoteca o taberna o bar musical, antro y templo nocturno de una y varias décadas. Franquear el umbral, bajar las escaleras, adentrarse en su oscuridad transgresora era recibir la lluvia purificadora de la música, abrir los pulmones a la dicha del humo ambiente, al olor rancio de las madrugadas, la embriagadora presencia de las hembras reticentes a la observancia de la norma.

Todos parecían hacerlo todo mejor.


Al pie de las escaleras, un hombre de espaldas anchas y chaleco con bolsillos de fotógrafo empuña una cámara robusta como un tanque, un juguete caro y elegante que ofrece a su portador una ventana por donde mirar al núcleo del mundo. La herramienta obedece a la precisa orden de su dedo experto, abre una rendija a la arrolladora trayectoria de la luz y registra ese instante en la superficie del futuro. El hombre y la máquina suben los escalones y se van.




El futuro es ahora.

En el imponente edificio de ladrillo de una antigua fábrica de tabaco reconvertida en templo de la cultura y las artes, Dani, Juanjo, Santi, Antonio, Edu, tal vez Charly, él, camina con parsimonia por la nave central. Lleva un bigote ralo, la frente despejada, el pelo entrecano. Su figura levemente encorvada avanza a través de los haces de luz que se proyectan en el suelo cerámico desde los grandes ventanales.

Sus pasos se encaminan a una sala lateral de cuyas paredes blancas cuelgan fotografías del tamaño de una cuartilla, poco más, atrapadas en discretos marcos de aluminio. Su mirada es pausada y atenta. Las imágenes emiten señales sutiles de familiaridad, guiños que ponen a tintinear el sonajero de sus emociones. Hay más personas en la sala. Una mujer mayor, probablemente francesa. Un chico y una chica morenos, menudos, que no paran de reír. Un hombre trajeado.

Todos parecen hacerlo mejor. Por ejemplo, mirar. Todos parecen expertos, despreocupados y convincentes. Todos parecen portar sin esfuerzo un bagaje cultural. Todos irradian una fresca naturalidad, un saber estar innato que hace valiosa y congruente su presencia. Por ejemplo...

Una fotografía parece hacerle una señal discreta desde la pared de la derecha. Al principio solo acierta a distinguir, tras la estructura de metacrilato, un arco multicolor de luces de neón y dos nítidas manchas negras. A medida que se aproxima, la imagen empieza a evidenciar sus formas. En primer término, un trazo nebuloso de figuras danzantes, un rostro masculino duplicado como por arte de magia, fantasmal, y a continuación, un magma de cuerpos y sombras apretadas, volutas de humo, una barra, alguien con un cigarro entre los dedos, la cara de una mujer joven saturada de luz verde. Un chico alto, de espaldas, rígido, con un vaso de tubo pegado al cuerpo, y dos mujeres idénticamente sonrientes en mitad de un movimiento sincronizado que parece aproximar el eje de sus cuerpos al suelo. Chaquetas de cuero negro.

La frecuencia cardíaca de Dani, Juanjo, Santi, Antonio, Edu, tal vez Charly, él, cambia el paso. Sus ojos están contemplando una fotografía que le habla a flor de piel, su corazón late, su instinto excitado busca una confirmación que no tarda en revelarse. Al fondo, en la última fila de la instantánea, el radar de su pupila detecta una figura más. Es él, él mismo, una minúscula muestra de sí mismo rescatada de las cavernas del tiempo. Desde la distancia, parece mirar hacia la cámara, la sala de exposiciones, el transcurso de las décadas con un deje de ironía.

Un pensamiento inesperado, quizás obvio, acude a su mente. ‘Yo’, se dice, ‘formo parte de la fotografía’. De la fotografía. De esa noche, de la sala, del espectáculo, de su generación, del mito estilizado de toda una época y de todas las épocas. Insignificante e indudablemente, él forma parte también. El futuro es ahora y, aunque todos parezcan seguir haciéndolo todo mejor, él forma parte de la partida, desde el pupitre del fondo. Acaba de darse cuenta.

Sale del edificio con el ánimo exaltado. Vuelve sobre sus pasos y en la taquilla pregunta por el nombre del fotógrafo. La empleada no se lo sabe decir, pero mientras descuelga un teléfono interno se ofrece amablemente a averiguarlo.

 



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