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Brazo de gitano (VA)


V
icente Aparicio

“Cuando vuelvo a San Adrián del Besòs paseo con mi madre siguiendo la orilla del río. Aunque hace tiempo que esta zona se llama Parque Fluvial del Besòs, nos es imposible dejar de decirle el río.” (‘Paseos con mi madre, de Javier Pérez Andújar)


Cuando vuelvo a mi ciudad, camino hacia casa de mis padres siguiendo la Calle Vallfosca hasta las escaleras mecánicas. Si funcionan, subo sin dudarlo por las de la calle Ripollet, porque esperar a hacerlo por las de la calle Madrid sería una torpeza, teniendo en cuenta la frecuencia con la que se averían. Con la edad, las cuestas cuestan. En la calle Ripollet, a mitad de las escaleras, está el edificio que fue mi parvulario. Es un piso, una planta baja. Siempre que paso por ahí me recuerdo con cara de niño de cuatro años comiéndome un bocadillo de mortadela en un rincón del patio, y en ese recuerdo llevo gafas, aunque las gafas me las pusieron por lo menos dos años más tarde. La memoria es mentirosa con ganas. En aquella época no había escaleras mecánicas en el barrio y Franco estaba a punto de palmar, pero aún no había caído esa breva. Ahora no hay ningún parvulario, solo una planta baja con una puerta de aluminio que de vez en cuando está entreabierta y deja ver un sofá y una tele. Una niña juega delante del portal con una pelota. Se nota a la legua que no es de aquí, mejor dicho, que sus padres son de por ahí. Existe una nostalgia en el barrio y hasta en el país, quizás legítima, de aquella época en que todos eran de aquí salvo contables excepciones. Las décadas van cayendo como fichas de dominó, en filas de a diez. En el mismo tramo de la calle Ripollet, que es una calle más bien corta, vivieron mis amigos Carlos y Manuela justo después de casarse, hasta que ella se quedó embarazada. La portería da un poco de pena, pero no desentona. Era un piso pequeño, de menos de sesenta metros, fiel al patrón constructivo de la zona y la época. Manu había vivido en ese piso con su familia desde que nació hasta que se mudaron a otro parecido pero con balcón en la calle Ruiz de Alda, que era un señor muy facha, que luego se llamó calle Frederic Mompou, que fue un músico impresionista. Cuando ya estoy más cerca de casa de mis padres, al doblar la esquina con la calle Tossa, me tropiezo siempre, es un decir, con el bar Betis, donde suele haber un mendigo sentado en el suelo. Hace poco que ese local es un bar. En su lugar hubo antes una frutería y antes una gestoría y antes aún, una lampistería. Los sitios están vivos y mudan la piel como lagartos. La papelería donde mi madre me compraba los cromos de la colección de animales exóticos fue luego una zapatería y ahora, una planta baja; la mercería de la señora Lola, un horno, un locutorio y una planta baja; el colmado de la Celia, una pollería, un badulaque y una planta baja. Las plantas bajas han ganado la partida en el barrio y solo los bares han resistido la pelea como campeones. El mendigo tampoco es de por aquí. Mientras camino por la calle Tossa siempre aparecen por sorpresa los alegres patinetes, que llevan a una persona encima para que pueda incumplir las ordenanzas y poner de los nervios a las jubiladas y los jubilados, que con sus bastones acusadores señalan hacia adelante congelando el gesto. Los agentes del orden solo sirven para poner multas, vienen a decir, y para llegar tarde cuando hay lío. En la esquina siguiente, al otro lado de la calle, jamás falta a la cita el bar Berlín, uno de toda la vida. El Berlín es, salvando las distancias, como el Zúrich de la plaza de Catalunya pero aquí en mi ciudad, que no será la mejor pero es la mía, y la de mucha otra gente. En el Berlín han pasado tantas cosas que los recuerdos raspan en el estómago. Por ejemplo, ahí fue donde me declaré a Marga el año de las Olimpiadas, lo cual podríamos considerar uno de los hitos más memorables de mi vida (mi declaración de amor, no las Olimpiadas). Acudí a la cita con un jersey de lana color violeta. Ahora no hay vecina ni vecino que aguante una prenda como esa, pues el cambio cambio climático ha venido para quedarse, y ni en mil años se piensa ir. Entre que me había dejado una barba absurda y que la camarera, que era clavadita a la rubia alta de Terciopelo Azul, ponía cara de aburrimiento detrás de la barra, yo no acababa de decidirme, y sin embargo lo hice. Ahí es nada. Compartíamos la pasión por los Compactos de Anagrama (Marga y yo, la camarera no, me atrevo a suponer), compartíamos el rechazo a la fiebre olímpica y al tecnopop y sus insufribles baterías electrónicas. Ya por aquella época intuíamos que Nacho Cano no era trigo limpio. Qué importante, el bar Berlín. A cuatro pasos viven mis padres, en la calle de la Joventut. Es casi una ocurrencia, porque los dos andan por los ochenta. Más que andar, van tirando. Hoy es mi cumpleaños y vengo a celebrarlo en la compañía de ambos, o sea los dos, que desde que llegaron al barrio siempre han sido de aquí. Me juego un par de cómics de Carpanta a que ahí arriba me espera un brazo de gitano relleno de trufa. Como los de la Pastelería Ramos no será, porque los dueños ya han cogido el retiro, los muy egoístas. Pero a nadie le amarga un dulce, y un brazo menos aún.


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