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Hijos (VA)



Vicente Aparicio (Foto: Brandon Kidwell)

Era la una de la madrugada, la ventana estaba abierta. Daniel tecleaba algo en el ordenador, vestido con solo el calzoncillo y unas chanclas. Corría algo de aire que él no percibía sino como una leve sensación de agrado que apenas atenuaba su incomodidad. Bostezó. Trataba de comprar unos billetes de avión. En un par de semanas tenía que viajar a Atenas, a un congreso. Daniel Villaluenga Escrig, DNI número tal y tal, día 18 de octubre, no quiero elegir asiento, paso de seguro anulación, ¿datos de la tarjeta?... Se rascó la espalda, donde le había salido la verruga. ‘Inútil, se te ha olvidado el CVC’. La voz había llegado a través de la ventana, como si al otro lado hubiera un tipo escondido. Giró la cabeza. ‘Aprende a leer: es un campo obligatorio, ¿no lo ves? Los tres numeritos, chaval.’. Pero la voz ahora le pareció de mujer, una mujer, lo sabía, con cazadora de cuero. Corrió del todo la hoja de la ventana y se asomó. Allí no había nadie; faltaría más: los formularios no hablan. La doctora había dicho: ‘Esto es seborreico, nada de que preocuparse’. Le habían atendido, muy amables, una doctora joven y un muchacho con pinta de estudiante primerizo. ¡A tomar por saco!, dijo Daniel. Abandonó el proceso de compra. Apagó el ordenador. Agradeció el silencio. Irene estaba de cena, despidiendo a una compañera de trabajo que regresaba a su país. Se quitó las chanclas y se rascó el culo distraídamente. Fue a por un vaso de agua. ‘Hijo, ven un momento’, oyó que le llamaban desde el salón. Su padre tuvo siempre una voz pausada, nada imperativa. Los últimos meses, se le había ido poniendo más seca y rasposa. A medias de una frase, tenía que tomar aire. Se le hacía duro a Daniel acordarse de él, aún era todo muy reciente. ‘Ven, hijo, que quiero decirte una cosa’, insistió el hombre. Estaba sentado en el sofá y había dejado el bastón apoyado en la pared. ‘Ponte algo, que vas a coger frío. Trae una silla y ven aquí’. Los jugos gástricos hicieron eco en el estómago de Daniel. Había cenado un plato de judías verdes con patatas y algo de pollo que había sobrado del mediodía. ‘Ya voy’, dijo. Abrió el bote de las almendras y cogió un puñado con la mano. ‘No he sido un buen padre’, empezó don Alfonso. Daniel quiso protestar, pero su padre lo detuvo con un gesto de la mano. Había un pijama encima de la mesa, un pijama azul que Dani no había visto nunca antes, con una línea blanca al costado. ‘No estuve pendiente de ti y de tu hermano, vuestra madre se tuvo que encargar de todo mientras yo andaba por esos mundos poniendo tochos’. Lo curioso era que él no había sido albañil, sino fontanero. No se atrevió a hacérselo notar. ‘Ponte algo encima, hombre, que estamos hablando’. Resignadamente, Daniel volvió a calzarse las chanclas y se puso el pijama. Le iba un poco grande. Igual Irene lo había comprado por la tarde, antes de ir al gimnasio, pero era muy raro que no le hubiera dicho nada. ‘Hiciste lo que podías, papá. Era otra época”. La última almendra amargaba, con la rabia que da. Pidió permiso para volver a la cocina. Regresó con dos latas de cerveza. Su padre  rechazó la suya con un mohín. ‘Ya me la bebo yo’, dijo su madre avanzando por el pasillo. ¿Qué haces levantada a estas horas?- preguntó Daniel. ‘¿Con quién hablas?’, dijo su padre. Ella, irrumpiendo en el comedor, se dirigió a su marido: ‘Ni fuiste un buen padre, ni fuiste un buen marido'. Daniel dio un trago a la cerveza; las veces que le había dicho a Irene que no le gustaba la Moritz. ‘Pero ¿sabes qué te digo?’, siguió hablando doña Engracia, ‘que los ha habido mucho peores, así que me doy por satisfecha’, y bebió también ella un sorbo de su cerveza. ‘No es por meterme', dijo el señor Alfonso, 'pero yo creo que para ser mujer, siempre has bebido más de la cuenta’. A su hijo se le escapó un bostezo. ‘Perdón, joder, es que son las tantas’, exclamó, y acto seguido su madre le advirtió: ‘Esa boca, Dani, esa boca'. Era una expresión tan suya que a Daniel casi se le saltaron las lágrimas. ‘Así que te vas a Atenas’, dijo doña Engracia tendiéndole la lata vacía, ‘no sé cómo aguantáis tanto arriba y abajo, con lo bien que se está en casa’. ‘Graci’, dijo don Alfonso, ‘me gustaría hablar con mi hijo de hombre a hombre sin que me interrumpan'. Daniel se asomó al ventanal del comedor, por si descubría a alguien escondido, pero tampoco aquí vio a nadie. ‘Estoy orgulloso de vosotros’, declaró el hombre mirando a Daniel sin moverse del sofá, ‘¿Por qué? Porque sois buenas personas, no hay más que ver cómo me habéis cuidado desde que tu madre faltó’, dijo don Alfonso, haciendo caso omiso a la presencia de dona Engracia. La de su madre había sido una muerte más repentina. Un ataque al corazón mientras hablaba con el empleado de la farmacia, hacía ya algunos años. ‘Pero a veces me pregunto", prosiguió don Alonso, "si yo…, si yo me merecía tantas atenciones, y si te digo la verdad…’. Al hombre se le caían los lagrimones. Daniel le puso una mano en el hombro. Aquel era el esqueleto de un cuerpo venido a menos, encogido y falto de vitalidad. ‘Tú traías el dinero a casa’, dijo doña Engracia, ‘¿te parece poco ejemplo, trabajar como un mulo?’. Sonó el timbre del videoportero. Debía de ser Irene. Pero no, al darle al botón de encendido la pantalla mostró a un chaval con un casco y una sudadera.  ‘¡Las pizzas!’, anunció el chico al tiempo que mostraba una caja cuadrada. Daniel giró la cabeza para preguntar: ‘¿Alguien ha pedido pizzas? Pero no había ni rastro de nadie en el comedor. La casa volvía a estar en silencio. Entró a la cocina. Recorrió el pasillo hasta el baño. Revisó las habitaciones. Nadie en ninguna parte. No obstante, en el salón, la silla permanecía delante del sofá, y allí estaban también el bastón, muerto de risa, y una lata de cerveza. Se encogió de hombros. Su primera intención fue quitarse el pijama, pero un timbrazo le recordó que tenía que abrir la puerta. Era una cuatro quesos, la preferida de su hermano. ‘Córtame un cacho, tete’. Daniel tenía una voz tirando a grave. La de su hermano Pablo, en cambio, era una voz de tenor, un punto ridícula si aún no te habías acostumbrado a ella. ‘¿Dónde estás, tío?, preguntó Daniel. ‘Aquí, en el baño’, contestó Pablo alzando la voz desde detrás de la puerta entornada, ‘enseguida salgo’. Continuó hablando. ‘Ayer tuve una conversación con el papa’, dijo. ‘Está obsesionado. Dice que cuando éramos peques estaba siempre cansado y de mal humor, y que le molestaba tenernos pululando por ahí. Toda la vida presumiendo de ser un ateo convencido y ahora es un saco de culpas'. ‘Es más práctico querer ir al infierno’, soltó Daniel. ‘No te lo pierdas, me pidió que le llevara una caja de tranquilizantes. ¡Una caja! Mmm, que buena que está esta pizza, ¿me cortas otro cacho?’. Daniel le tendió las tijeras con una sonrisilla recriminatoria. Un mensaje tintineó en su móvil. ‘Confirmación de su reserva BCN-ATH’. Siguió leyendo: ‘Hola Daniel, reserva confirmada. Recuerda que viajas solo con un bolso en cabina. Si llevas una segunda pieza de equipaje o tu bolso supera las medidas…’ ¿80 euros? Ya os vale. Por algún motivo, el culo seguía escociéndole. No podemos controlar nuestras vidas, pensó, no tiene sentido buscarles sentido a las cosas. ‘No nos preguntó si queríamos nacer', le dijo a Pablo, 'no nos preguntó si queríamos su tiempo, no nos preguntó si podía morirse. Lo hizo y punto’. Si no había terminado de hacer la reserva, ¿qué hacía ahí el QR con el billete?. ‘La vida es incomprensible, hermano’, afirmó. ‘Por ejemplo, ¿qué haces tú aquí a las dos y media de la madrugada? ¿Por dónde has entrado? ¿Quién cojones te ha dado permiso?’. Y las preguntas flotaron en el ambiente como el olor a queso que se había adueñado del piso. Pablo se había volatilizado y el silencio se había vuelto a materializar, subrayando su súbita ausencia. Se quitó el pijama. Entró en el estudio y comprobó que el ordenador permanecía apagado. ‘Guarda bien ese billete, o luego no lo vas a encontrar y te vas a poner de los nervios’, oyó otra vez a la mujer de la cazadora de cuero hablando desde detrás de la ventana. Porque sonaba más joven, pero cómo se parecía a la voz de su madre. 'Sube a tu moto y piérdete', dijo mientras cerraba la ventana. A Daniel le gustaban los calzoncillos que llevaba puestos. Tipo bóxer, por supuesto, para que no aprieten. Negros con rayas blancas horizontales. De pronto se acordó de sus hijos. Adrián estaba en Copenhague, haciendo el Erasmus, ratificando que era un excelente estudiante. Alejandro trabajaba desde hacía tres años en Dublín, en una empresa de componentes electrónicos. Daniel echó un vistazo a su alrededor, buscándolos. ‘Hijos, ¿dónde andáis, estáis por ahí?, preguntó.  ‘Claro que no, claro que no’, afirmó en voz baja, afligido. No dieron ninguna señal. Bostezó mientras se tocaba la verruga con la yema de los dedos. Tenían que ir a visitarlos, habría que mirar bien fechas y precios, que ya iba siendo hora. Los chicos se lo merecían. Al entrar en la habitación, vio a Irene en la cama hecha un ovillo. Respiraba fuerte, pero no se podía decir que roncara. Se acomodó a su lado. Puso la mente en blanco.



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