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Diablillos y gafetes (MS)

Mónica Sabbatielo

No se trata  de un relato imaginario, sino de una crónica algo delirante de lo que vivimos en la Aduana del Distrito Federal de México, cuando fuimos  a vivir allí por unos años.

El lunes temprano salimos de casa. Yo confiada, Mauro menos.  Me habían informado que podía retirar los bultos en la Terminal 2  del aeropuerto Benito Juárez  Pero no fue así. Nuestros enseres estaban en la Aduana -me persignaría, si creyese, antes de mentarla-. 

Y partimos rumbo a lo insólito.


Tras dar muchas  vueltas  por calles mal señalizadas, nos dispusimos a ingresar en la Innombrable.


Craso error: sólo personal autorizado puede entrar con coche al inmenso recinto.


-¿Cómo retiraremos entonces  una carga de cien kilos?, preguntamos al guardia..

- Ya encontrará un diablillo-.


Y nos echó, sin darnos tiempo a preguntarle quién era ese mefistillo.


Tuvimos que aparcar bastante lejos. 


Aún yo seguía sin demasiadas prevenciones, Mauro cada vez con más.


Nos fuimos adentrando en la otra realidad  por un larguísimo pasillo –único camino permitido para los peatones-. Las barreras fijas a la entrada, que escasamente permiten el paso a una persona por vez,  nos advirtieron que sería imposible sacar nuestros grandes bultos por allí.


El sendero empedrado tiene su guasa.


Al aire libre,  con alambradas y árboles a ambos lados, amenizado por vendedores de toda clase de objetos, bebidas y alimentos, lustrabotas, música latina y virgencitas en retablos, honradas con flores de plástico de todos los colores. 


Recalentados por el sol, rumbeamos a las lejanas y no visualizadas oficinas.


Una marea humana circulaba en ambas direcciones, la mayoría gente joven, con mochilas, zapatillas y  carpetas en las manos, todos sin excepción con chalecos  fluorescentes de color naranja, diferenciados por números y letras relumbrantes.


No fui capaz de adivinar entonces que yo mismita iba a formar parte de esa turbamulta de chaleco y gafete.


Acalorados, atravesamos la zona de los puestos de comidas, para arribar a un paseo más amplio, flanqueado por agencias, bancos de plaza y hasta una fuente en donde descansar.


Al fondo, el lento control de los guardafronteras hacia la zona no virtual de la Aduana.


He de resumir de alguna forma el delirante proceso.


Tras engorrosas gestiones, permitieron que Mauro cruzara por primera vez hacia el edificio de la Aduana -porque él  figuraba como destinatario en el envío de los bultos-.


Me dispuse a esperarlo. La sala no era muy grande, atravesada por miles y miles de enchalecados agentes, que obligatoriamente debían desconectar sus celulares (móviles) para pasar al Otro Lado. En sus pláticas a media voz podías adivinar controversias y chanchullos.


Pero tras unos diez minutos, una guardiana de fronteras me echó de la sala.  Ese recinto era mi lugar de cita con Mauro y temí que no volviésemos a encontrarnos. Yo no llevaba dinero ni móvil.


Sin embargo, mi buen estado físico me permitió -cuando por fin apareció una hora más tarde-,  llamar su atención. Claro que para eso tuve que saltar y agitar los brazos como una mona.


Estaba rojo de ira.


A puntito estuvieron de entregarle nuestro kit de viaje (ó casita de caracoles), sin tener que pagar nada por ello.


Pero el aduanero recapacitó y sentenció: “No puede ser”


¿Motivo?


Porque  el contenido de la lista  –aprobada y bien cobrada y elegantemente  firmada en sus cinco copias por el cónsul de México en Barcelona- incluye  “una almohadilla eléctrica, un mp3 y un secador de pelo” .


“Eso es importación”, le porfiaron con cara de piedra ante las réplicas y alegaciones  de Mauro -experto en la materia, por su trabajo-.


-Sólo pueden sacar sus enseres si contratan a un agente aduanero.


Y no valió de nada el pataleo.


Así entramos de cabeza en el corazón del proceso kafkiano estilo cuate.


Yo me divertí muchísimo, aunque terminé agotada.


Mauro furioso intentó hacer razonar a todos, sin éxito.




De las decenas de agencias aduaneras, sólo un par de ellas se ocupan de “liberar” enseres personales.

Nos costó encontrarlas.


Y ahí mismito empezamos a pagar.


A pesar de contratarlos, la mayor parte de las gestiones tuve que hacerlas yo personalmente, por ser la que mandó la carga.


Las normas son las normas.


Ya me dirán después qué coño hizo el agente de aduana.


Comenzó para mí una carrera de fondo, con el disparo de largada cuando la agencia no aceptó como forma de pago las tarjetas de débito o de crédito. Insólito.


Y empecé a sumar  kilometraje sobre mi cuerpo aún víctima del jet lag. Lo noté al caer la tarde, cuando me bajó la adrenalina.


“Tiene que ponerse este chaleco naranja para ir a sacar dinero al otro lado de la frontera, a la zona de bancos en el edificio de Aduana. Luego volver aquí, pagarnos y entonces iniciaremos el trámite.


-¿Cómo sigue?, pregunté.


Debe volver a salir y pasar la frontera para pagar el pedimento (¿?) y volver aquí.


(Kilómetros y kilómetros)


-¿Y luego...?


-Le daré un documento para que pueda ir a pagar al almacén de Aeroméxico (del otro lado de la frontera) y volver.


-Pero: ¿qué almacén? ¿no le habíamos pagado ya?.

El vuelo llegó el sábado por la noche, el domingo no hay aduanas, el lunes llegamos aquí a la mañana.

¿Quieren saber qué supone pasar la frontera?



La primera vez tuve dificultades.

Después de entregar el documento de identidad de emigrante, y recibir la autorización para salir, la misma guardiana que  me había echado de ese recinto, me impidió pasar  “porque no lleva el gafete”.


Malhumorada  –seguro que adivinaba que yo no pertenecía a la raza naranja, a pesar de mi reluciente chaleco-  se mostró arisca a la hora de explicarme cómo podía conseguir el dichoso gafete -yo todavía ignoraba que era una credencial-.


Una vez obtenido, a duras penas pude resistirme a comprarle a dos viejitos, en sendos mini banquitos, unos coloridos cordones para colgarlos.



Al pasar por primera vez al OTRO LADO, aluciné.

Para alcanzar el antiguo edificio de la Aduana, tienes que literalmente jugarte la vida al cruzar una calzada inmensa por la que circulan grúas, autoelevadores, camiones y toda clase de vehículos cargados de bultos. Una odisea. Me salvé por haberme criado en la populosa Buenos Aires, donde llegué a ser experta en esquives, por mi manía de cruzar por cualquier lado.


Ese mismo recorrido lo hice seis veces, para ir al Banco y regresar a la agencia, volver al Banco a pagar el Pedimento y regresar a la agencia, ir a Aeroméxico y regresar a la agencia.


Y no se olviden, que para salir cada vez tuve que hacer cola para dejar el documento y recoger gafete, y al regresar volver a hacer cola para dejar gafete y recoger documento, cada-una-de-las-veces.


Tras varios kilómetros de marcha, pude pasarle el relevo al manito de la agencia aduanera.  Toda su labor  se redujo a retirar los bultos del almacén y pasarlos por el control aduanero.

Y no pudimos estar presente cuando abrieron nuestros bolsos y sacaron  a la luz  nuestras intimidades ni siquiera pude ver la cara del aduanero cuando asomaron mis escondidas picardías de goma.


El manito se  fue con todos los papeles.


Para pasar el rato fuimos hacia los  puestos de comida, pero ante la duda acerca de la higiene de los locales -la maldición de Moctezuma acecha a los recién llegados- y nuestra ignorancia sobre esos platos con nombres desconocidos -y que después supimos saborear con deleite en las calles de DF y Durango-, nos entretuvimos con papas fritas, sin dejar de mirar, hipnotizados, esa  marea naranja tan atareada. Imposible comprender qué hacían.



¡Qué alivio cuando el cuate apareció –dos horas después- con nuestros bultos deshechos y apretujados en un carrito! Tras sacarnos cerca de 500 euros de gestiones, los revisores no pusieron objeciones en admitir el secador de pelo y las almohadilla eléctrica usados como enseres personales.

-Y ahora, ¿cómo nos llevamos esto?, preguntamos.


El agente aduanero cambió de rango. Se transmutó en  diablillo -changador-, previo pago de 200 pesos, sin factura.



A Mauro le indicó que fuera a buscar el coche para encontrarnos en un determinado cruce. Rojo de rabia, mi chavo  fue al parking, mientras el diablillo y yo nos internamos en una carretera –sin arcenes ni aceras-, por donde circulaban cientos de camiones.

No nos quedó más remedio que andar por el medio de la calzada, entre filas de vehículos a cada lado, a bocinazos y empachados de mercancías.


Yo trotaba detrás del carrito, alucinada. Con la lengua afuera, como Tania.


Salimos ilesos gracias a la destreza de los conductores.


El momento de mayor pánico llegó cuando, a un gran camión blanco que venía de frente, se le abrió uno de sus portalones de atrás. Una inmensa plancha se balanceaba justamente de nuestro lado y venía directo a empotrarse contra nosotros.


Parecía un cuento de Edgar Allan Poe.


Hacia los lados -taponado de enormes vehículos- no había escape.


El conductor del camión blanco no parecía enterarse.


El diablillo gritaba y yo hacía señas con los brazos.


Tras largos segundos, por fin redujo la velocidad.


Y un amable naranjito que andaba por allí, se aproximó a la parte de atrás y sostuvo la puerta, trotando el pobre hombre junto al camión, hasta que pasó a nuestro lado.


Justo a tiempo.



Acalorada, con los pies destrozados, sin aire, pude distinguir el cruce. Allí esperamos unos quince minutos, dentro de la calzada,  expuestos otra vez a cualquier atropello.

¡Qué alivio cuando llegó Mauro! Y más cuando un policía, por condescendencia, accedió a que parara un momento y pudiésemos meter los 100 kilos en el baúl.


Si este hombre uniformado no hubiese sido tan amable, quién sabe hasta dónde deberíamos haber trotado el diablillo y yo, y Mauro detrás, echando chiles por la boca.



Si bien tengo un permiso de residencia por un año, el mismo consulado que me lo otorgó introdujo una aclaración para los enseres, “permitidos en régimen de importación temporal por seis meses”. O sea, en septiembre, o bien tengo que retornar los 100 kilos de mis cositas a España, o iniciar otro trámite aduanero para retenerlos. ¡Surrealista! ¿Aceptarán como solución que los haga arder en una pira? Por suerte, nunca me reclamaron tal cosa.


Pasado un tiempo, mandamos un paquete a mis suegros a Buenos Aires, con tequila y artesanías textiles. Jamás pudieron retirarlo. Para hacerlo tenían que constituirse en agentes aduaneros, lo que es imposible.



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